Clara odiaba ver la vida tras el cristal. Llevaba más tiempo en ese escaparate del que podía recordar. ¡Y lo odiaba!. Había visto pasar las estaciones, el sol, la lluvia y las primeras nieves; y aquellas caritas sonrientes y excitadas pegadas al cristal... ¡¡¡Quería salir de allí!!!. Quería saber que había más allá del bulevar. Quería que alguna de aquellas caritas la eligiera a ella... Pero no, siempre eran las otras muñecas. Aquellas que eran todo encajes y sedas, y tirabuzones de negro pelo. Preciosas y estúpidas. Recordó a Madeleine, su última compañera en aquel escaparate. Recordó con una punzada de envidia su vestido blanco de organdí, sus zapatitos negros de charol y sus rizos negros. ¡Lo orgullosa que se sentía de su pelo!. Decía que era natural, y seguro que tenía razón. Siempre estaba sonriendo y coqueteando con los soldaditos del regimiento de lanceros del otro lado del escaparate. Ya hacía tiempo que se había marchado. También los lanceros, todos orgullosos, marchaban cantando felices, dispuestos a la lucha y a hacer felices a unos gemelos con cara de traviesos que sonreían de felicidad.
Madame Sophie la cuidaba primorosamente, le quitaba el polvo todas las
mañanas con un plumerito que le hacía cosquillas en la nariz y la hacía
estornudar. También le arreglaba su vestidito de algodón floreado y le
peinaba sus trenzas rojizas. Ella las odiaba, pero Madame Sophie le
decía que le quedaban muy bien. Que hacía juego con sus ojos verdes y
sus mejillas cuajadas de pecas. También le decía que algún día entraría
por la puerta una niña que reconocería su auténtico valor y que ese día
ella sentiría mucho despedirse de su pequeña Clara.
Pero eso nunca llegaba y Clara se sentía muy infeliz. Y por las
noches era peor. Cuando se cerraba la tienda y Madame Sophie cerraba los
porticones del escaparate, todos los juguetes cobraban vida. Y ella se
sentía muy sola desde que Madeleine se había marchado. Vale que era una
tonta presumida y coqueta, pero era lo más parecido a una amiga que
había tenido. Y la echaba de menos. También a los lanceros... Ahora
aquello estaba muy tranquilo. Sólo quedaban un oso de peluche enorme y
muy reservado, una bailarina dentro de una cajita de música, y casi
nunca salía de su caja; un mono de hojalata que cuando se le daba cuerda
tocaba un tambor, pero que no era demasiado locuaz.
Perdida en estas cavilaciones no reparó en que algo se acercaba a
ella. Escuchó un taconazo, un saludo marcial y frente a ella esta un
joven u apuesto dragón con su uniforme de gala impecable y sus botas tan
lustradas que parecía de espejo. Y la estaba saludando a ella. Clara no
podía dar crédito a lo que veían sus ojos.
El joven se presentó, hacía gala de una educación exquisita. Le
explicó que su regimiento acababa de llegar, que se sentía algo perdido y
que le había llamado la atención la tristeza y melancolía de sus bellos
ojos.
Clara se ruborizó como nunca antes lo había hecho, y una sonrisa se
dibujó en su carita de porcelana. Aceptó cuando el joven la invitó a
dar un paseo a la luz del rayo de luna que se filtraba de una rendija
del porticón. La muñeca se sentía como en un sueño. El joven le había
ofrecido su brazo, como todo un caballero, y ella creía que no podría
ser más feliz. Al pasar junto a la caja de música, esta se abrió y de
fondo sonó un vals. El joven soldado se paró y cogiéndola de la cintura,
empezaron a bailar a la luz de la luna.
Bailaron toda la noche. Clara se sentía etérea, flotando entre los
brazos del dragón. Casi estaba amaneciendo cuando el joven la besó. Y
los primeros rayos de sol los sorprendieron uno junto a otro, con las
manos unidas.
Aquel fue su último día en el escaparate. Cuando Madame Sophie
llegó a la juguetería y vio sus manos unidas supo que sería una crueldad
separarlos. Los retiró del escaparate y los situó en la trastienda, en
una casita de muñecas que su padre le había construido cuando era una
niña. Juntos y felices para siempre.
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