viernes, 14 de octubre de 2011

El escaparate.


Clara odiaba ver la vida tras el cristal. Llevaba más tiempo en ese escaparate del que podía recordar. ¡Y lo odiaba!. Había visto pasar las estaciones, el sol, la lluvia y las primeras nieves; y aquellas caritas sonrientes y excitadas pegadas al cristal... ¡¡¡Quería salir de allí!!!. Quería saber que había más allá del bulevar. Quería que alguna de aquellas caritas la eligiera a ella... Pero no, siempre eran las otras muñecas. Aquellas que eran todo encajes y sedas, y tirabuzones de negro pelo. Preciosas y estúpidas. Recordó a Madeleine, su última compañera en aquel escaparate. Recordó con una punzada de envidia su vestido blanco de organdí, sus zapatitos negros de charol y sus rizos negros. ¡Lo orgullosa que se sentía de su pelo!. Decía que era natural, y seguro que tenía razón. Siempre estaba sonriendo y coqueteando con los soldaditos del regimiento de lanceros del otro lado del escaparate. Ya hacía tiempo que se había marchado. También los lanceros, todos orgullosos, marchaban cantando felices, dispuestos a la lucha y a hacer felices a unos gemelos con cara de traviesos que sonreían de felicidad.
Madame Sophie la cuidaba primorosamente, le quitaba el polvo todas las mañanas con un plumerito que le hacía cosquillas en la nariz y la hacía estornudar. También le arreglaba su vestidito de algodón floreado y le peinaba sus trenzas rojizas. Ella las odiaba, pero Madame Sophie le decía que le quedaban muy bien. Que hacía juego con sus ojos verdes y sus mejillas cuajadas de pecas. También le decía que algún día entraría por la puerta una niña que reconocería su auténtico valor y que ese día ella sentiría mucho despedirse de su pequeña Clara. 
Pero eso nunca llegaba y Clara se sentía muy infeliz. Y por las noches era peor. Cuando se cerraba la tienda y Madame Sophie cerraba los porticones del escaparate, todos los juguetes cobraban vida. Y ella se sentía muy sola desde que Madeleine se había marchado. Vale que era una tonta presumida y coqueta, pero era lo más parecido a una amiga que había tenido. Y la echaba de menos. También a los lanceros... Ahora aquello estaba muy tranquilo. Sólo quedaban un oso de peluche enorme y muy reservado, una bailarina dentro de una cajita de música, y casi nunca salía de su caja; un mono de hojalata que cuando se le daba cuerda tocaba un tambor, pero que no era demasiado locuaz. 
Perdida en estas cavilaciones no reparó en que algo se acercaba a ella. Escuchó un taconazo, un saludo marcial y frente a ella esta un joven u apuesto dragón con su uniforme de gala impecable y sus botas tan lustradas que parecía de espejo. Y la estaba saludando a ella. Clara no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. 
El joven se presentó, hacía gala de una educación exquisita. Le explicó que su regimiento acababa de llegar, que se sentía algo perdido y que le había llamado la atención la tristeza y melancolía de sus bellos ojos. 
Clara se ruborizó como nunca antes lo había hecho, y una sonrisa se dibujó en su carita de porcelana. Aceptó cuando el joven la invitó a dar un paseo a la luz del rayo de luna que se filtraba de una rendija del porticón. La muñeca se sentía como en un sueño. El joven le había ofrecido su brazo, como todo un caballero, y ella creía que no podría ser más feliz. Al pasar junto a la caja de música, esta se abrió y de fondo sonó un vals. El joven soldado se paró y cogiéndola de la cintura, empezaron a bailar a la luz de la luna. 
Bailaron toda la noche. Clara se sentía etérea, flotando entre los brazos del dragón. Casi estaba amaneciendo cuando el joven la besó. Y los primeros rayos de sol los sorprendieron uno junto a otro, con las manos unidas.
Aquel fue su último día en el escaparate. Cuando Madame Sophie llegó a la juguetería y vio sus manos unidas supo que sería una crueldad separarlos. Los retiró del escaparate y los situó en la trastienda, en una casita de muñecas que su padre le había construido cuando era una niña. Juntos y felices para siempre.


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