jueves, 31 de diciembre de 2009

Auld Lang Syne (Por los viejos tiempos)

¿Deberían ser olvidados los viejos amigos y nunca recordados?

¿Deberían ser olvidados los viejos amigos y los viejos tiempos?

Por los viejos tiempos, amigo mío, por los viejos tiempos.

¡Tomaremos una copa de afecto por los viejos tiempos!

¿Deberían ser olvidados los viejos amigos y nunca recordados?

¿Deberían ser olvidados los viejos amigos y los viejos tiempos?

Y hay una mano, mi leal amigo y danos tu mano

¡Y beberemos una copa de afecto por los viejos tiempos!

Esta canción, compuesta en el siglo XVIII por Robert Burns, es quizá una de las canciones mas cantadas de este mundo. La usan millones de personas para desearse un feliz año.

Y con ella quiero yo desearos todo lo mejor para este nuevo año que comienza.
Y daros las gracias a todos vosotros por compartir mi pequeño rincón.
Por eso, levanto mi copa para brindar con todos vosotros por el este 2010.

¡¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO!!!!




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sábado, 26 de diciembre de 2009

Navidad.

En primer lugar quisiera pedir disculpas por estar tanto tiempo alejada del blog. He tenido un otoño algo complicado y no me he podido pasar por aquí tan a menudo como me habría gustado.
Ahora, una vez resuelta la situación, espero y deseo poder continuar contando historias.

En segundo lugar ¡¡¡¡FELIZ NAVIDAD A TODOS VOSOTROS, SEGUIDORES, LECTORES Y COMENTARISTAS!!!

Y en tercer lugar quiero compartir con todos vosotros un regalo de Navidad que he recibido y que me ha llenado de emoción. Se trata de un cuento que lleva por título "Navidad". Espero que os guste tanto como a mí.


Navidad

Era una fría y nublada mañana de diciembre. Corría el viento por las calles, lloraba el cielo, las nubes se enroscaban. Había una gran tormenta sobre Londres, y fue ese estruendo lo que hizo que un pequeño niño se despertara.
En el orfanato de Santa Eduviges, un jovencito de poco más de doce años abría débilmente sus ojos. Vislumbró en la penumbra de la habitación algunas figuras que cuchicheaban y se movían lentamente. Cuando enfocó mejor su mirada notó que eran sus compañeros de dormitorio, escabulléndose un rato antes de la hora del desayuno.
El pequeño James Harrison se incorporó un poco en su cómoda y mullida cama (era una verdadera bendición tener aquellas confortables piezas de descanso en un día tan gélido). El niño se despabiló y frotó sus ojos con las manos, se incorporó un poco más apoyándose en un brazo y vio que sus compañeros habían partido ya.
Durante aquel mes había reinado una atmósfera festiva y alegre en todo el orfanato. No era para menos, pues se acercaba una de las más bellas fiestas. Habían decorado los pasillos y rincones con guirnaldas, cascabeles y campanas, muérdagos y más guirnaldas. Las frías paredes de piedra estaban llenas de vivaces colores, y el rojo, el verde y el blanco, en esa decoración, no podían faltar. Las maestras, que de ordinario eran muy amargas y era un milagro verlas sonreír, se mostraban risueñas, animosas y alegres. Todos cantaban villancicos a coro, ayudaban a los preparativos de Nochebuena, buscaban y hacían obsequios y se regalaban con dulces sonrisas de caramelos.
Cierto era -como parte de la reflexión de vuestro servidor- que el orfanato de Santa Eduviges tenía algo muy particular. A diferencia de otros centros de niños huérfanos, allí se trataba de que los pequeños no sólo tuvieran un plato de comida, sino también un poco de amor y cariño. Las hermanas del convento, las maestras y madres superioras se divertían mucho, aunque no lo aparentaran, cuidando y educando a sus pequeños angelitos.
El orfanato fue fundado en Londres antes de la primera guerra mundial, por una hermana que pertenecía a la orden de Santa Eduviges de Alemania. Allí habían resguardado a malheridos por la guerra, hambrientos, pobres y desahuciados. Durante ese periodo el convento de Santa Eduviges fue ganando buen nombre y cuando finalizó la guerra todos sabían que aquellas hermanas se merecían mucho más de lo que tenían. Habían ayudado durante una fuerte crisis, y necesitaban una buena remuneración por tantos servicios prestados a la sociedad.
Pero, y a diferencia de lo que muchos creerían, cuando a las hermanas se les planteó esta propuesta, ellas se negaron rotundamente a recibir alguna compensación económica. Por el contrario, lo único que pidieron fue el permiso del Estado para poder abrir un pequeño orfanato.
Las entidades pertinentes, ante semejante pedido, no pudieron hacer más que aprobarlo de inmediato y ayudar en la construcción de un pequeño edificio para alojar a los niños huérfanos. Así comenzó a funcionar aquel noble centro en el que se recibían, y aún hoy se reciben, niños huérfanos y carenciados. Sin familia y sin hogar, y a pesar de que muchos sólo van por un día o dos, para buscar refugio y comida, las hermanas jamás niegan cobijo y calidez a aquellas criaturas.
Todos celebraban en el orfanato, cierto, pero... no del todo. El único que se sentía apartado del jolgorio y que no tenía muchas intenciones de celebrar, era el pequeño James Harrison. Un niño bastante extraño, pero no menos amable y cariñoso, según sus maestras y educadoras.
En opinión de las hermanas encargadas del orfanato, el niño podría ser un buen orador si se lo proponía.
Según la opinión de sus docentes, el joven se convertiría en un letrado o en un contable.
Y según Sor Sandrín, encargada de cuidar el ala donde estaba James, el niño sería todo eso en el caso de que no se convirtiera en un rufián.
A pesar de los regaños y sermones que la hermana le daba regularmente, ella lo quería mucho y se preocupaba por el futuro del niño. Sabía que era listo, pero aquello no le bastaría para desenvolverse en el mundo. Los huérfanos sólo podían permanecer allí hasta cumplir la mayoría de edad, y luego tenían que comenzar a hacer su vida. “Es injusto”, pensaba Sor Sandrín. “Estos niños son pobres, y no están preparados para afrontar el mundo de hoy en día. No conocen más que estas paredes o la calle, y lo más lógico es que se conviertan en rateros antes de trabajar decentemente”. Sin embargo, la situación seguía siendo siempre la misma.
Al pequeño James no le gustaba aquella época del año, y sólo pocas personas sabían el motivo: el niño había perdido a sus padres a los cinco años, durante la celebración de Nochebuena. Por esa causa el pobre James Harrison —apodado por algunos ‘Sherlock’— tenía malos recuerdos en el mes de diciembre y no le gustaba celebrar Navidad con sus compañeros.
Sor Sandrín conocía la trágica historia de la familia de James, y en varias ocasiones había realizado intentos infructuosos para levantarle el ánimo en aquellas fechas; sin embargo, James seguía apático y sin mostrar señales de mejoría.
Si bien era sociable, el pequeñuelo no tenía muchos amigos. Tan sólo tenía un único confidente, amigo y hermano del alma, con el que podía llevarse bien y contarle absolutamente todo. Era Henry Stuart. Un pequeño pillastre de doce años, rechoncho y bajito, que siempre seguía a su amigo hacia donde este fuera. Ambos vestían atuendos semejantes a los de Sherlock Holmes y el Doctor Watson, y jugaban continuamente a ser detectives resolviendo misterios. estas eran las causas, entre otras, por las que los apodaban “Sherlock”y “Watson”.
De hecho, el apodo les iba como anillo al dedo, ya que ambos tenían una relación muy estrecha y sensible. A pesar de todo, el pequeño Sherlock seguía apesadumbrado y melancólico durante los días de Navidad. Y ni siquiera su más íntimo amigo, Henry, podía hacerlo sentir mejor.
El niño había cumplido los doce años en septiembre, pero seguía teniendo el corazón y el espíritu de un niño mucho más pequeño. Aún así, a Sor Sandrín le daba muchos dolores de cabeza todos los días. Durante el mes de julio, por ejemplo, el joven James se había perdido durante la tarde, llegando a las ocho de la noche en medio de una fuerte tormenta.
El pequeño Sherlock se levantó de un salto, corrió a asearse, se abrigó bien y partió hacia el comedor del orfanato. Desde aquellos primeros años, en los que el orfanato no era más que un pequeño edificio modesto y con pocas comodidades, y gracias a los aportes de muchos filántropos y benefactores, el orfanato había crecido considerablemente. Poseía recias paredes de piedra, y era bastante grande como para que los nuevos se perdieran con facilidad. Como James estaba muy acostumbrado a aquel recorrido, no tardó mucho en llegar al comedor principal. Allí vio que ya estaban sirviendo el desayuno a sus compañeros y se acercó a tomar un lugar en la mesa. Se sentó apartado del resto, y su pequeña figura le confería un mayor aire de soledad.
Sor Sandrín, que andaba cerca vigilando a todos los chicos, vio que el pobre e inocente niño estaba sentado muy apartado y decidió ir a hablar un rato con él. Tras un: “Buenos días”, y un cálido beso en la mejilla sor Sandrín preguntó: -¿Cómo has estado últimamente, James?
El niño respondió de un modo vago e impreciso, sin dar demasiados detalles. Después de otros intentos por levantarle el ánimo la dulce hermana desistió. Ambos se quedaron allí, en silencio, uno al lado del otro. “Quizás –pensó Sor Sandrín-, el niño sólo necesite algo de compañía”. Pero se equivocaba. Había pasado un cuarto de hora con él, y James seguía igual de taciturno y melancólico.
Entonces, la monja decidió que era hora de comenzar el día. Se puso de pie y llamó a todos los niños.
—Atención —anunció—: como todos sabemos, hoy dan comienzo los recesos invernales. Los estudiantes mayores de diez años tendrán sus últimos exámenes, y los menores a dicha edad no tendrán clases el día de hoy. Por ende les sugiero que ayuden, en lo posible, a las hermanas encargadas de sus alas en los preparativos de la fiesta.
Terminado el pequeño monólogo urgió a los presentes para que comenzaran sus actividades. James, aún silencioso, fue el último en salir del comedor, y el último en llegar a su salón de clases. Tal como había anunciado sor Sandrín, aquel día tendrían lugar los exámenes del colegio medio.
Afortunadamente los maestros de la división en la que James estaba, habían organizado todo de tal modo que sólo quedaran tres exámenes para aquel día. El primero sería el de matemática, el segundo de ciencias y el tercero sería de geografía. El pequeño pasó hoja tras hoja de las evaluaciones sin ninguna dificultad. Resolvía ejercicios, contestaba preguntas y dibujaba ejes con suma facilidad.
Terminados ya los exámenes y todas las clases, los chicos partieron contentos hacia sus habitaciones. Aquel día tenían toda la tarde libre, y podrían salir a jugar en la nieve y divertirse con sus amigos.
Coros de risa sonaban, aplausos y gritos; la calle en frente del orfanato era un desvarío. Niños con rostros rojos por el frío, sonrientes por la alegría, y traviesa picardía. Se tiraban unos a otras bolas de nieve, caían en el piso. Todo era jolgorio, e incluso, los gritos y reproches de una vecina parecían ser alegres estímulos para que la fiesta continuara.
Este era el paisaje que veía melancólico el niño, a través de su ventana escarchada. Estaba sentado, con la mirada perdida en la nada. El tiempo no transcurría. Observaba cómo sus compañeros jugaban alocadamente en la calle del frente. Sus ojos estaban tristes y cansados, no tenía ganas de salir a jugar.
Sor Sandrín, que estaba revisando los dormitorios de su ala, pasó por delante de la habitación que ocupaba James y se sorprendió al ver en su interior. El niño, alicaído, miraba pasivamente a través del cristal de la ventana. Tenía una mirada perdida y soñadora, desganada, sin ánimos de ver nada.
-James-, susurró la hermana con voz queda y suave. -¿Estás bien?
-Sí, Sor Sandrín –respondió el niño, asombrado ante la presencia de la monja en la habitación-. No la oí entrar.
-OH, -dijo ruborizándose-, años de práctica para pasar desapercibida. Pero te he hecho una pregunta, y aún no la has respondido.
-Estoy bien –repuso con voz efusiva-. ¿Por qué habría de estar mal?
La hermana frunció el ceño, puso sus manos en la cadera y miró fijo al jovencito que tenía delante. Se acercó a él y con voz maternal dijo: “James, querido. Recuerdo cómo eras cuando llegaste a este lugar. Y después de años de conocerte, sigo viendo que eres igual. La noche en que llegaste eras un tímido y asustadizo niño, flacucho y escuálido, que se aferró a mi mano y no la soltó en toda la noche. —Lo miró a los ojos—. Han pasado siete largos años desde aquella noche, jovencito, y durante este tiempo me has enseñado mucho más de lo que creía saber. Entre esas cosas –prosiguió-, me has demostrado que eres un gran detective. A su vez, he aprendido parte de ese arte que es resolver problemas. Y creo que sería una mala alumna si no hubiera aprendido algo de esto en todos estos años. Tú jamás te quedarías en esta sala un día que te dejan salir a jugar y divertirte, no has hablado con Henry en todo el día, no te has puesto ese atuendo victoriano tuyo, y has comido menos de lo que sueles comer. Corro con la ventaja de conocerte bien, James, y sé qué haces y no haces cuando estás o no alegre”.
Ante las palabras de la hermana, el niño se sonrojó; lo habían descubierto muy fácilmente, estaba claro que Sor Sandrín era muy buena aprendiza.
El niño asintió suavemente y la monja le dio un beso en la frente. Lo miró sonriente y le dijo: “Anda, si no te apresuras se hará de noche”. Acto seguido, la hermana se retiró de la habitación y el joven James quedó a solas. Seguía muy apesadumbrado, pero tenía el consuelo de que en el orfanato, a pesar de todo, había una persona que lo quería y estimaba tanto como para conocerlo tan bien. La idea le levantó el ánimo al pequeñuelo y se incorporó de un salto. Tomó presuroso una vieja gabardina desteñida, agarró de la mesita de noche una lupa de juguete, se caló un sombrero de paño. Con esa indumentaria, que le confería un aire victoriano, salió de su habitación y se dirigió hacia la calle. El frío cortante de la mañana se había disipado gracias a la acción del sol, pero aún así, las calles estaban frescas y se debía andar muy abrigado.
El jovencito miró a un lado y a otro de la calle nevada, distinguió a sus compañeros que, sin reservas ni imposiciones, jugaban por doquier. El pequeño Sherlock salió pateando el suelo hacia la casa de Henry Stuart.
Sin embargo, al llegar a la casa de su mejor amigo y tocar el timbre, se llevaría una decepción. Cuando llamó a la puerta, una mujer alta y canosa le abrió; lo miró con recelo en sus vivaces ojos, y preguntó: “¿Quién anda, y qué puede desear?”
El niño se quedó estático y paralizado. Tartamudeando consiguió responder:
-Soy James Harrison, se-se-señora. ¿Está Henry?
La mujer lo miró con recelo unos instantes y luego se compadeció:
-OH, pequeñuelo, el joven Henry Stuart ha caído muy enfermo y esta mañana lo han llevado al hospital. Soy sólo el ama de llaves, ¿Quieres que les deje un recado a sus padres?
El joven Sherlock se quedó estático, paralizado, atontado al recibir aquella noticia. Con una expresión estupefacta y la boca entreabierta negó débilmente, antes de echarse a la carrera por lo que le quedaba de calle.
Su mente pensaba a toda velocidad. “Henry. Henry. Henry. ¿Le habrá pasado algo malo? ¿A qué hospital lo habrán llevado? ¿Se pondrá bien?” se detuvo en Fenchur Street y miró a ambos lados de la calle. El niño pensó que había muchos hospitales en Londres y, por tanto, cientos de posibilidades que elegir. Adónde habrían llevado a su amigo. Quizás al Barts, al Hospital General de Londres, a alguna consulta particular, a cuál…
Trató de serenarse. Se flexionó y puso las manos sobre las rodillas, respiró profundamente e intentó pensar.
“Piénsalo como si estuvieras tratando de deducir algo de las apariencias de las personas –se dijo-. ¿Qué harías tú en este caso?” el pequeño levantó la cabeza y se quedó mirando a la nada. Asintió levemente y reanudó su carrera.
“Lo más lógico —pensó—, sería que los padres de Henry optaran por un lugar cercano y de buena calidad. Tomando en cuenta que eran de familia modesta, no elegirían un lugar muy costoso para su bolsillo; pero tampoco lo llevarían a cualquier sitio… ¡El hospital de Cambridge!” Dobló a la derecha y comenzó una gran maratón que le hizo correr y correr, sin descanso y con los pulmones a punto de reventar. La larga capa negra y la gabardina marrón, que le conferían aire de personaje salido de una novela, y le granjeaban las miradas reprobatorias de los trabajadores de etiqueta que le veían pasar, ondeaban mientras él seguía corriendo. Atravesó callejones, calles, callejuelas, parques, jardines, casas y más calles. Se conocía Londres a la perfección y sabía bien a dónde tenía que ir. Atravesó Oxford Street, Quensintong Road, Regent Street, Hambruri Street, y muchas calles más. Estaba llegando al West End después de mucho rato corriendo y dobló a la izquierda en una calle lateral. Le quedaban varias manzanas aún para llegar al hospital Cambridge.
A todos lados y en todas las vitrinas, había adornos y decoraciones con motivos navideños. En las vidrieras y escaparates de las tiendas se veían brillar luces, sonar juguetes y exhibirse costosos obsequios de Navidad. Desde las Parroquias y catedrales llegaba el murmullo atenuado de algunos villancicos navideños. El joven James pensó que aquella época del año le traía mala suerte, mucha mala suerte.
De repente sus fuerzas fallaron, resbaló en un charco de agua congelada y cayó al piso lastimándose el brazo derecho. La capa y la gabardina se removieron a su alrededor a causa del viento, y el pobre niño quedó hecho un ovillo en el piso. Soltó una maldición y frotándose el brazo se levantó para echar a andar otra vez. Cojeando, y con la lupa de juguete bailando en su muñeca, salió disparado como una flecha.
No habría recorrido dos calles, cuando al doblar, le salió al paso un hombre anciano que iba distraído en sus cavilaciones. El niño intentó frenarse, pero no consiguió evitar el choque. El anciano se vio sorprendido ante aquello y vio cómo el niño caía al piso.
Ahora le dolía el brazo izquierdo. “No puedo tener mejor suerte”, dijo en voz baja. El jovencito trató de zafarse de su gabardina, pero sus intentos fueron en vano; por el contrario, sólo consiguió enredarse más. “Odio diciembre”, suspiró.
—No creo que se haya de odiar a un mes sólo por una caída —comentó el anciano como quien apreciara una obra de arte.
—No es sólo por la caída, señor —aclaró James—. Si fuera por las caídas que he tenido, creo que debería odiar todo el calendario, ¿no?
—Bien expresado—, acotó el viejo—; muy bien expresado.
James consiguió deshacerse de una de sus ropas e incorporarse. Luego de hacerlo, procedió a acomodarse mejor todas las vestimentas; al hacerlo, ante sus ojos apareció una imagen que hacía meses no veía. En frente de él estaba el viejo, pero ahora no era cualquier anciano, ahora era el señor Evans. El niño se sonrojó un poco por el estado en que se habían encontrado, pero el hombre le dedicó una sonrisa tranquilizadora. Ambos se estudiaban detenida y cuidadosamente, como si quisieran captar todos los detalles del otro.
Los ojos verde esmeralda recorrían al niño con expresión escrutadora.
Los ojos azules recorrían al viejo de arriba abajo.
Ambos se veían y estudiaban; el niño notaba los cabellos blancos del anciano, y el hombre miraba todos los rasgos del pilluelo.
—Encantado de volver a verte, Sher —saludó jovialmente el anciano, mientras estrechaba la mano del pequeño detective.
—Lo mismo digo yo, señor Evans —respondió el pequeño Sherlock.
El viejo lo miró más detenidamente y dijo:
—Has venido corriendo desde una distancia considerable, tienes frío, llevas una gran prisa, y noto un brillo de desesperación en tu mirada.
—Señor Evans —cortó el niño—, sé que puedo sonar descortés, pero no puedo quedarme a conversar mucho rato hoy. Vengo desde el orfanato, estoy yendo al hospital de Cambridge, Watson está allí, y sí, estoy calado hasta los huesos.
El hombre asintió con calma y tranquilizó al pequeño.
—Ya —dijo— toma algo de aire antes de continuar.
—… ¡debo ir al hospital! —exclamó con tono urgente.
—Y yo te ayudaré —sentenció Adan Evans. Dicho esto, se apartó un poco del niño y fue hasta una calle con adoquines. Llamó con una seña a un taxi que estaba detenido y abriendo la puerta gritó: “¡Al hospital de Cambridge!”. Luego se volvió hacia el niño y explicó: “Sé que tenías que ir allí, y me pareció lo más conveniente que fueras rápido, ¿no? Eso sí, espero que no te moleste mi compañía”.

Ambos se apearon del coche, y corrieron a toda velocidad para llegar hasta el hospital. Cuando entraron, vieron los adornos festivos de Navidad y se encaminaron a la recepcionista. Era una mujer joven, alta y muy atractiva, pero que tenía una expresión ácida y desagradable en el rostro.
—¿Puedo ayudaros en algo? —preguntó cansinamente la mujer.
—En efecto, puede ayudarnos —replicó muy cortante el señor Evans—; queremos ver a un paciente que está hospitalizado aquí.
—¿Sois parientes del enfermo?
—No —contestó con sinceridad James—, yo soy su amigo, y este caballero —explicó señalando al señor Evans— es otro amigo.
La joven los miró a ambos y luego movió la cabeza en gesto contrariado.
—Lo lamento, pero las visitas sólo están reservadas a parientes o a personas con autorización de los parientes —respondió la joven—. Si puedo ayudaros en algo más…
—Por lo menos, podría decirnos si un niño llamado Henry Stuart está internado aquí —pidió cortésmente el señor Evans.
—Lo lamento mucho —repitió la secretaria—, pero esa información no está disponible al público. ¿Algo más?
—¡Es mi mejor amigo! —protestó James—. Por favor, sólo le pido que me confirme su estado, sólo quiero saber cómo se encuentra.
La mujer suavizó su gesto y explicó comprensiva:
—Lo siento mucho, querido, pero yo no instauro las reglas del lugar. Son órdenes del protocolo, deben cumplirse para mantener la seguridad e integridad de los pacientes.
—Quizás le interese conocer mi nombre —terció el señor Evans—, tal vez le recuerde algo.
—No veo en qué podría recordarlo yo a usted —repuso la mujer con un tono de voz frío y áspero—. Que yo sepa, esta es la primera vez que nos encontramos.
—Mi nombre —continuó el señor Evans como si la mujer no hubiera dicho nada— es Adan Collin Evans, Detective Privado.
—Mire, tal vez eso en algún sitio signifique algo, pero aquí no. Así que, si tiene la amabilidad, le ruego que se retire.
—Quizás usted no lo sepa, ya que es demasiado joven; pero en mis años de ejercicio de la profesión, yo ayudé a resolver un caso muy importante aquí. creo que el dueño del hospital me tiene aún en alta estima, ¿podría hablar con él?
—¿Con quién? —titubeó la mujer.
—Con Lord Creswell —respondió con naturalidad el señor Evans—, es el dueño del hospital, ¿no? Seguro que él se sentirá encantado de volver a verme, y hará una leve modificación en el reglamento si se lo pidiera.
—No… no creo que sea necesario llamar a Lord Creswell ahora mismo, señor —se apresuró a decir la joven—. Creo que podríamos hacer algo para que puedan ver a su amigo; pero claro, esto debe quedar como un hecho aislado y nadie debe enterarse. ¿De acuerdo?
—¿Ni siquiera Lord Creswell? —apuntó el señor Evans.
—Tampoco creo que el señor Creswell deba enterarse de esto, seguro que él habría accedido a hacer lo mismo si usted se lo hubiera pedido. Esperad aquí mientras busco en el archivo.
La joven comenzó a revolver los papeles del escritorio, mientras los dos estrafalarios personajes recorrían el lugar con la mirada. Al decirle el nombre de “Lord Creswell”, la recepcionista había estado bastante solícita a los pedidos del señor Evans. Según James, allí había algo que no cuadraba del todo; porque ¿no era sospechoso? Es decir, ¿qué garantía tenía esa mujer de comprobar que el señor Evans tenía un verdadero contacto con el dueño del hospital? Podía ser todo una invención del anciano para conseguir que los dejaran entrar.
—Señor Evans —llamó James—, ¿es cierto que usted conoce a Lord Creswell?
—Sí, sí es cierto —contestó el señor Evans.
James meditó un rato más y luego dijo:
—Pero ¿por qué esa mujer se asustó tanto? Aunque usted hubiera dicho eso, ella no tenía la posibilidad de saber que usted conocía al dueño del hospital.
El viejo rió con elegancia.
—¡Un momento! —exclamó James—. ¡El hospital de Cambridge no tiene dueño! ¡Es propiedad del Estado!
El anciano volvió a reír y luego dijo:
—Serás un buen detective, James, oh, sí que lo serás. A ver, es un tema un poco nada apto para un jovencito de doce años, pero intentaré explicarlo. Es muy cierto, el hospital de Cambridge no tiene dueño, es propiedad del Estado. pero hay parte de verdad en lo que dije, ya que sí había intervenido en un caso, un caso muy cercano a esa mujer. Hace siete años, si mi memoria no me engaña, esa joven fue a buscar mi ayuda en la consultoría (fue uno de los últimos casos que atendí). Estaba implicada en un feo asunto y bueno… me había pedido confidencialidad. Hoy la reconocí, y como vi que “no me recordaba muy bien”, decidí demostrarle que sí recordaba su caso.
—¿Y el nombre…?
—En el nombre estaba el recordatorio, James, ese es el nombre del hombre que le estaba dando problemas, y así le demostré que no estoy senil y recuerdo su caso.
—Por eso ha tenido miedo de que usted develara todo lo que ella le confió —razonó el niño—. Es excelente.
—De hecho no, no es excelente. En principio esa persona ha actuado como una ingrata, ya que no ha ayudado cuando se lo hemos pedido; y en segundo lugar, no es bueno extorsionar así a la gente.
El niño asintió y se sumieron en un profundo silencio que fue interrumpido por la voz de la recepcionista, momentos más tarde.
—Señor Evans —llamó—, aquí tengo lo que usted me pidió.
Los dos personajes se acercaron al mostrador principal y vieron fijamente a la joven. El pequeño James tenía que dar algunos saltitos, de vez en cuando, para poder ver el rostro de la recepcionista. Después de unos tensos momentos de silencio, la mujer habló:
—El joven Henry Stuart se encuentra ingresado desde esta madrugada, al parecer tiene una neumonía muy fuerte.
—¿Se recuperará? —preguntó James impacientemente.
—Los médicos aún no han dicho nada —sentenció la joven—, y poco más puedo saber, pequeño. Tu amigo está en terapia intensiva, así que no lo podrán ver; pero cuando se estabilice, creo que lo trasladarán a una habitación común.
El pequeño Sherlock Holmes había empalidecido de repente, y algunas lágrimas comenzaban a aflorar de sus ojos. El señor Evans puso sus manos sobre los hombros del niño para reconfortarlo, pero no era suficiente. Su amigo, su único y mejor amigo, estaba grave y, peor aún, los médicos no habían dado ninguna declaración. ¿Terapia intensiva? James sabía lo suficiente de medicina como para saber que, si habían puesto a su amigo en una sala de terapia intensiva, la cosa estaba bastante fea. Al instante, y como si se tratara de una película, recordó todos los buenos momentos que había pasado con Henry.
—Señorita —urgió James—, ¿no sabe nada más?
La mujer hizo un gesto de pena y negó con la cabeza.
—Muchas gracias, miss Claithorne, muchas gracias— dijo el señor Evans. —Si hay algún resultado, por favor, no dude en comunicarse conmigo, creo que sigo teniendo la misma dirección de antaño.
—Así lo haré, señor Evans —replicó la muchacha—. Oh, y perdone las estupideces del principio.
La cara del niño se sorprendió, y al ver al anciano distinguió que una sonrisa le bailaba en el rostro.
—No hay problema, mi querida, quédese tranquila —contestó el anciano—. Feliz Navidad.
—Feliz Navidad—, repuso ella, y se enfrascó en otros papeles dando por zanjada la entrevista.
Ambos, niño y anciano, caminaban lentamente por las frías calles de Londres. Habían salido del hospital hacía un rato, y sólo se habían dedicado a vagabundear por la zona. James se hallaba callado, ofuscado, sin ganas de hablar con nadie. Estaba sumido en sus propios pensamientos, y no tenía conciencia del mundo a su alrededor. Por su parte, el señor Evans lo miraba detenidamente, como si quisiera estudiarlo.
Habían ido, sin percatarse de ello, al café en que ambos habían compartido un chocolate y una conversación. El señor Evans miró a James y preguntó: “¿Quieres entrar?”. El niño no respondió; por el contrario, se quedó taciturno y muy silencioso. El hombre volvió a probar y apuntó: “Hace mucho frío, nada mejor que un chocolate para aplacarlo. ¿No te parece?”. Pero los intentos del anciano fueron infructuosos, el niño seguía igual de ensimismado. Siguieron caminando sin hacer alusión al tema durante un rato más. Después de un rato, llegaron a la plaza en donde se habían conocido hacía seis meses. El señor Evans recordó aquella tarde, y contrastó el verde estival de aquella ocasión, con la blanca e invernal nieve que cubría todo. Los árboles estaban desnudos y cubiertos por una capa de azúcar helada, los arbustos estaban escarchados y con las ramitas muy débiles, los juegos estaban llenos de copos, se habían formado dunas de nieve.
—¿No te parece hermoso?— preguntó el señor Evans.
El niño no contestó. El anciano sabía que el pobre James se sentía muy mal, y conocía las causas; pero no quería dejar de hablar con él, tenían que hablar para que el niño supiera que había algo más. El hombre volvió a intentarlo: “¿Sher? ¿No quieres hablar?”. El niño dejó de caminar y se volvió al anciano, lo miró con tristeza y dijo:
—Señor Evans, no tengo ganas de hablar.
El viejo comprendió al niño; recordó una lejana situación de su pasado, y sólo se limitó a seguir caminando.
Habían estado andando mucho rato, tanto, que no se habían percatado de la hora que era. Sólo habían caminado, sumidos en el más profundo silencio, tan sólo eso. Ya estaba oscureciendo, cuando el pequeño James se detuvo. Habían llegado a una construcción abandonada y medio derruida, una casa bastante maltrecha. Finalmente, el niño habló:
—Este era mi hogar —comenzó, el anciano sólo seguía en silencio, escuchando atentamente al niño—. ¿Recuerda que esta mañana le dije que diciembre era el peor mes? —El anciano asintió—. Para mi es el peor mes porque perdí a mis padres en Nochebuena, porque me trae mala suerte, y porque nada sale bien en este mes.
Las últimas palabras las había dicho en un tono bastante fuerte que no dejaba lugar a confusión, el niño estaba fúrico y triste. Era esa tristeza, combinada con la furia, lo que le había hecho soltar algunas lágrimas. Mas, el anciano no hizo nada; él sabía que lo mejor era que desahogara todo.
—Y ahora lo de Henry —continuó James—. Él es mi único amigo y está internado, no conozco su estado y está en terapia intensiva. ¡El mejor mes del año! —gritó socarronamente.
—James, te entiendo, nadie más que yo te entiende. ¿Sabes? Hace algunos años, perdí a mi única amiga en Nochebuena, y la extraño.
El niño lo miró incrédulo.
—¿Está seguro de que no es una historia para hacerme sentir mejor?
—Sé que puedes estar desconfiando mucho, pero no, no es una historia inventada. Mi querida Catherine se fue hace tres años, y he estado muy sólo en ese tiempo; ella fue mi compañera durante mi época de detective.
—Entonces… ¿cómo puede estar feliz en esta época? No tiene sentido, ningún sentido.
—¿Y tú, porqué no estás feliz?
Los ojos del niño se abrieron como platos.
—¿Qué? ¿Que por qué no estoy feliz? ¡Como para estarlo! ¿Acaso no escuchó todo lo que dije? ¡Navidad es la peor época del año! Me trae malos recuerdos, me trae mala suerte, no me gusta para nada. ¡Cómo voy a celebrar con los demás!
—James —dijo la voz del señor Evans, esta vez más ronca y estricta—, estás olvidando algo fundamental.
—¿Qué?
—La luz del mundo, ¿lo recuerdas?
—¿Y qué tiene que ver todo eso?
—Mucho, James, mucho. Estamos a veintitrés de diciembre, ¿verdad? Bueno, faltan pocas horas para que comience la víspera de Navidad, eso quiere decir que pronto ocurrirá algo magnífico.
—No veo qué.
—James, Navidad no es sólo comer, disfrutar con amigos y familia, o recibir obsequios costosos, no, es mucho más que eso. Navidad es una época especial, no por toda la celebración que implica, sino, más bien, por el gran evento que implica. Piensa que el Espíritu de la Navidad, por así decirle, invade cada uno de nuestros corazones y nos llena de alegría y paz.
—¿El “Espíritu de Navidad”?
—El Espíritu de Navidad —confirmó el anciano—. Y te puedo asegurar que el Espíritu de la Navidad no está en las casas más ricas y felices, sino en los más necesitados y pobres. Está en los huérfanos, en los niños, en los enfermos, en los que están solos. Cada veinticinco de diciembre, el Espíritu de la Navidad nace en cada uno de nuestros corazones. Nos da esperanza, aliento y ánimo, nos hace saber que no estamos solos.
—¿Pero y la gente que ha perdido todo?
—Allí está el Espíritu para reconfortarla. James, el Espíritu de Navidad nace en cada uno de nuestros corazones, despertando una llama de esperanza, una luz. Esa luz puede ser grande o pequeña, pero lo importante es que alumbrará el camino de ese corazón. El Espíritu despierta en nuestro corazón sentimientos de gratuidad, solidaridad, compañerismo, amor, amistad, caridad y más amor. Por eso, aunque todos crean que están solos, aunque todos crean que todo está mal, la verdad es que no están solos, la verdad es que no está todo mal. ¡El Espíritu de la Navidad ha nacido! ¡Y ha elegido cada uno de nuestros corazones para hacerlo! Ese es el mejor obsequio que se puede hacer a alguien.
—¿Por eso usted está feliz a pesar de todo? —inquirió James.
—Exacto! ¿Qué crees que es el Espíritu?
El niño lo miró con un gesto de curiosidad, pero el anciano sólo se limitó a mirar hacia el cielo estrellado. James también levantó su mirada, y sintió un profundo sobresalto al ver el cielo tan estrellado.
—La inmensa bóveda de estrellas—, comentó el anciano. —¿Entiendes, James? El Espíritu de Navidad es ese Espíritu, que nos recuerda que hay alguien que nos ama y jamás nos dejará solos.
Ambos se quedaron en silencio. El niño meditaba las palabras que había dicho el anciano, y a medida que las repasaba en su mente, las introducía a su corazón. Fue entonces cuando comprendió todo lo que el señor Evans le había dicho, fue entonces cuando entendió todo. Por su parte, el anciano veía sonriente las estrellas, buscando su propia estrella.
—Hay más motivos para estar feliz que para llorar —indicó el señor Evans—, mira allí —le dijo al niño, y señaló un punto en el cielo con su índice.
James levantó la vista y lo que vio lo llenó de sobrecogimiento. En el cielo nocturno, como una saeta brillante, caía una refulgente estrella fugaz.
—¿James, crees que existen los milagros de Navidad?
—No— contestó el niño.
—Entonces… cree, cree con todas tus fuerzas.
El pequeño Sherlock miró la estrella, y pidió con todas sus fuerzas, a la estrella, al Espíritu de la Navidad, a la inmensa bóveda estrellada. Pidió fervorosamente, pero nada sobresaliente ocurrió. De pronto, una brisa helada recorrió todas las calles y ambos personajes se estremecieron.
—Será mejor que volvamos a casa, James. —Por lo visto, el señor Evans no notaba la mueca de desilusión del pequeño—. Creo que una hermana del convento de Santa Eduviges estará muy preocupada por ti, y, además, ya comienza a refrescar mucho.
Ambos echaron a andar, volviendo lo ya caminado. En medio del viaje por toda Londres, el niño preguntó: “¿Señor?”.
—Si, James.
—Entonces… por eso la recepcionista se disculpó, ¿no? Quiero decir, eso fue por el Espíritu de la Navidad. Pero… entonces… ¿por qué se mostró tan mala al principio?
—Porque el Espíritu nace en el corazón, y mucha gente olvida escuchar su corazón de vez en cuando. Miss Claithorne se portó así porque no estaba atenta al Espíritu, pero luego, cuando hizo silencio, pudo oír mejor a su corazón, y por eso se imbuyó de ese Espíritu Navideño. Buena observación.
—¿Y Henry?
—Ya te lo he dicho, debes creer en los milagros de Navidad.
Permanecieron callados nuevamente, y el final del trayecto lo hicieron en silencio. Cuando James llegó acompañado por el señor Evans al orfanato, Sor Sandrín casi había desfallecido de la emoción. Después de que el señor Evans le explicara qué habían estado haciendo, y le hubiera tranquilizado con respecto al estado del niño en todo ese tiempo, se despidió muy cortésmente de las hermanas. Las hermanas del convento de Santa Eduviges aún recordaban la antigua ayuda que Adan Evans, el detective, había prestado en uno de sus primeros trabajos. Después de un: “Aquí será siempre bien recibido”, por parte de Sor Sandrín, el anciano se despidió. Cuando estaba en el umbral de la puerta, volvió sobre sus talones y buscó con la mirada al pequeño James, guiñó un ojo y sonrió con complicidad. El niño le devolvió la sonrisa, y vio como se marchaba aquel extraño hombre.
Las campanadas de la Iglesia sonaron, dando a entender que ya era Nochebuena. El anciano estaba en la ventana de su hogar, mirando las bellas estrellas del cielo nocturno, y con las orejas un poco rojas por el intenso frío. De la lejanía, traída por la helada brisa que corría, el anciano sintió un aroma a jazmín. Sonrió con felicidad y volvió a mirar las estrellas, de entre ellas, distinguió una que brillaba con un resplandor distinto, diferente. Sintió una profunda calidez en lo más hondo de su ser, y volvió a sonreír. “Feliz Navidad —dijo—. Feliz Navidad”.
El pequeño James dormía plácidamente en su cama, cubierto hasta la nariz. De repente, y sin que nadie se percatara, una ventana se abrió y una brisa recorrió todo el cuarto. Revolvió los cabellos del pequeño niño, pero James no lo notó. Se arropó más entre sus mantas, y dio un suspiro de alegría. Nuevamente los cabellos del niño se agitaron, como si alguien los estuviera revolviendo con cariño.
El día de Navidad, James despertó con una extraña sensación en su alrededor. Seguía creyendo, la noche anterior, que aquel día estaría solo y triste, como casi todas sus Navidades. Pero no era así; aquella mañana se había levantado de gran humor, a pesar de que no había dormido mucho. Saltó de la cama, y sólo con un batín y unas pantuflas, corrió hasta el salón central del orfanato, donde tenían el enorme árbol de Navidad.
Cuando entró, notó que había muchos internos buscando sus regalos. Sor Sandrín se acercó a James y le dijo jovialmente: “¡Feliz Navidad!”. James le devolvió el saludo con alegría y se abalanzó a los brazos de la monja, agradeciendo tantos años de amor y paciencia. Luego se separó y vio, con gran asombro, que la hermana se estaba enjugando las lágrimas.
—Anda —le dijo—, anda y ve a abrir tu regalo.
El niño corrió con una sonrisa en el rostro, y buscó su regalo debajo del inmenso árbol. Divisó un paquete, envuelto en papel de color verde, que tenía una tarjeta con su nombre escrito; lo tomó con sus manos, y lo abrió. El regalo era un suéter de lana que, a primera vista, parecía muy cálido y cómodo. El niño se lo enfundó sobre el pijama, y notó que le quedaba a la perfección. Tardó un poco en darse cuenta de que, sobre el corazón del suéter, había unas palabras bordadas: “James Harrison. Detective privado”.
Siguió mirando los regalos de los demás niños, y veía, a cada nuevo papel rasgado, una cara sonriente y llena de felicidad, un grito de sorpresa, o unos saltos de júbilo. Ya quedaban pocos regalos por abrir, pero uno le llamó la atención. Era un paquete rectangular, bastante duro, y envuelto con rojo y amarillo. Leyó la tarjeta, y un vuelco le dio el corazón. La tarjeta tenía dos palabras escritas con letra muy elegante y estilizada: “Sherlock Holmes”. Eso sí era insólito, ya que, habitualmente, los internos sólo recibían un regalo. Supuso que habría sido una confusión, así que fue a mostrarle el paquete a Sor Sandrín. Ella lo tomó muy extrañada, y le dijo que no tenía la más remota idea de quien podía ser.
—Una cosa sí es segura —dijo—, y es que tú eres el único con ese apodo en este orfanato.
James volvió a tomar el paquete entre sus manos, y, muy emocionado, subió las escaleras hasta su dormitorio. Tuvo la suerte de que nadie más se hallara allí, y pudo sentarse en la cama para abrir el obsequio. Cuando destrozó (literalmente) el papel, un montón de objetos cayeron del envoltorio. El primero, y el que a James le llamó más la atención, fue una barrita de chocolate; luego una paquete envuelto en papel madera; una carta que parecía oficial, y una carta más pequeña y casi doméstica. Pensó que lo más sensato sería ver la carta domiciliaria, quizá indicara a quién iba dirigido el obsequio. La tomó con delicadeza, y la abrió. Notó el mismo tipo de letra que había escrito la tarjeta, y se sorprendió al encontrar algunas pocas frases:
«Querido Sher:
»Perdona, jamás me acostumbraré a decirte “James”, pero no es eso para lo que te escribo. ¡Feliz Navidad!
»Creo que el chocolate te agradará, es uno de los mejores de Perefort. Y creo, además, que la otra carta te alegrará mucho.
»Ya para finalizar, creo que el paquete te será útil en estas épocas, y creo que no sólo te gustará a ti.
»Con mis mejores deseos:
»Adan C. Evans».
James abrió la otra carta apresuradamente, y la leyó con velocidad. Esta, si bien era un poco más larga, sólo tenía una cosa que a James le importaba de verdad.
«Estimado señor Evans:
»Ayer me ha pedido que le comunicara inmediatamente sobre cualquier novedad en el estado de salud de Henry Stuart, y recién ahora tenemos más información. Creo que le alegrará saber que el niño se encuentra mucho mejor, ya se ha trasladado a una sala común, pero tendrá que quedarse en el hospital. También ha de saber que el paciente ya puede recibir visitas. Los médicos dicen que se recuperará favorablemente, y él se encuentra muy animado y bastante activo.
»Nuevamente, pido mil disculpas por el pésimo comportamiento que tuve ayer para con usted y su acompañante. Espero sinceramente que pueda disculparme.
»atte.: Miss Claithorne».
James había quedado con la boca abierta, estupefacto y alegre, ante aquella noticia. Desenvolvió rápidamente el chocolate, y se lo llevó a la boca antes de que se desmayara. Tomó el último paquete entre sus manos y lo abrió de forma apresurada; ante sus ojos apareció una portada que rezaba: “Un estudio en Escarlata. Arthur Conan Doyle”. Debajo del título, había una imagen representativa de Sherlock Holmes acompañado por Watson. “A Henry le encantará —pensó”. Fue entonces cuando comprendió qué era lo que le quería decir el señor Evans cuando decía que les gustaría a ambos. se refería a que Henry y él podrían leerlo mientras el primero estuviera internado.
Sin poder contenerse más, saltó de la cama, se puso su abrigo y su viejo gabán, bajó las escaleras y comenzó a gritar: “¡Henry está bien! ¡Se pondrá bien!”. Era tal el alboroto, que había conseguido que medio instituto se fijara en él.
—¡James!— gritó Sor Sandrín. —¡A dónde crees que vas!
—Iré a ver a Henry. ¡Está bien! ¡Se puso bien! —respondió el niño con aire emocionado.
—¡Cuídate y vuelve pronto! —le recordó Sor Sandrín, con la sensación de que no la había escuchado (otra vez).
James corría por la calle de su orfanato, pero ahora lo hacía con alegría. ¿Quién lo diría? Hacía sólo unos días, el pobre niño había hecho el mismo recorrido con una creciente sensación de amargura en su pecho; ahora, lo hacía sólo con felicidad.
El niño corría por las calles de Londres que, a esas horas, estaban casi desiertas. Su pequeña figura se difuminaba con el gris de los edificios y, poco a poco, se iba perdiendo en la inmensidad de la ciudad.
A lo lejos, se oía el apagado canto de un villancico navideño; a lo lejos, se oía una apagada campanada; A lo lejos, en lo alto del cielo, y aunque nadie la viera, brillaba una estrella.

Sir Nícolas Vásquez de Aragón.





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sábado, 31 de octubre de 2009

Isolda (quinta parte)

Isolda no era muy feliz en el internado. Había intentado congeniar con las otras chicas, pero desde el primer momento éstas la trataron como una advenediza.

Y la cosa no era mucho mejor con las profesoras. Recordaba el primer día, cuando la directora la recibió en su despacho y saludó afectuosamente a su madre, de quien dijo que había sido una de sus mejores alumnas. Entonces era todas sonrisas y amabilidad. Que distinta era ahora, toda severidad, y su sonrisa había quedado reducida a un perpetuo rictus de desaprobación. Enseguida se dio cuenta de lo muy diferente que era de su madre. No es que no supiera comportarse como una señorita bien educada. Hablaba un inglés perfecto, incluso mejor que algunas de sus compañeras; dominaba el francés con una soltura impresionante para alguien de su edad; tocaba el piano con corrección. El problema era que no ponía el corazón en lo que hacía. Su mente siempre vagaba por mundos imaginarios.

Además no le gustaba jugar al criquet, en realidad a ningún deporte. Únicamente le gustaba montar a caballo. Daba largos paseos por los terrenos del colegio, pero siempre en solitario. Y era rebelde y conflictiva. La directora tuvo que reprenderla duramente por pelearse con una compañera. Precisamente con la joven más encantadora y dulce del colegio, Annabel, la hija de Lord Rockwell, la mejor y más educada. A la pobre le había dejado feos moratones en la cara. Esperaba que no le quedaran marcas, era la más bonita de todas sus pupilas. La directora pensaba que lo había hecho por envidia y celos.

Lo que ella no sabía era que la “dulce” niña era en realidad una arpía egoísta y mandona, que se creía la reina del lugar, las demás eran sus súbditas y hacían lo que ella decía. Pero Isolda era demasiado rebelde para pasar por aquello. Por ende Annabel no dejaba pasar la ocasión de ser desagradable con ella, pero claro, delante de las profesoras se hacía la niña buena que quería ayudar a la recién llegada. Isolda soportó muchas de las pesadas bromas que le hizo, pero cuando llegó al extremo de insultar a su padre, no pudo ni quiso evitar el enfrentamiento. Recordó las peleas de su infancia, y le dejó la cara como un mapa. Le costó muy caro, porque evidentemente la directora creyó en todo momento a su favorita, pero valió la pena, hizo resurgir a la auténtica Isolda. Dejó de preocuparse por ser aceptada y volvió a ser ella misma. Lo bueno fue que después de ese enfrentamiento, las niñas se mantenían apartadas, ya no se burlaban, le tenían mucho miedo.

Como castigo le prohibieron los paseos a caballo y le impusieron la tarea de ayudar a la Señorita Lemon, la bibliotecaria. Aceptó el castigo impasible, en parte porque no le importaba demasiado, y en parte para que nadie notara lo mucho que le gustaba la tarea. La biblioteca era el lugar menos frecuentado por sus compañeras del colegio; así que estar rodeada de libros y lejos de esas frívolas, superficiales y egoístas era más un premio que un castigo. Lo peor de todo fue que la directora escribió a su madre explicándole el incidente. Y su madre, que siempre la había ignorado, le escribió una carta (la primera que le enviaba en meses) para decirle lo muy decepcionada que estaba de su comportamiento. Por suerte, junto con esa carta, recibió una de Manuel ¡desde París! Eso la emocionó. Desde que había llegado a Londres no había recibido noticias de él, a pesar de que ella le había escrito cada día desde que se habían separado.

La vida de Manuel tampoco había sido fácil desde que Isolda se había marchado. Ese mismo día abandonó el palacete y regresó con su familia. Sus padres le recibieron con los brazos abiertos, pero para sus hermanos era sólo un extraño con el que tendrían que repartir la escasa comida que tenían. Además creían que debido a su salud tan delicada no podría trabajar en ningún sitio y sería una carga. El pobre chico se había resignado a dejar sus estudios ahora que su benefactor había muerto. Sentía nostalgia de su amiga, pero aunque le había escrito cada día, no tenía respuesta. Buscaría un trabajo, tenía que ganar dinero para cumplir su promesa. Costara lo que costara, iría a buscarla.

Pero no se imaginaba que equivocados estaban todos. Al abrir el testamento del padre de Isolda, este deparó algunas sorpresas. La principal beneficiaria de su patrimonio era, evidentemente, Isolda; sin embargo mientras fuera menor de edad sus abogados gestionarían el legado. Pero también dejaba una importante suma de dinero a Manuel. Dinero que sería administrado por sus procuradores y que garantizaría la educación del muchacho en cualquier colegio o universidadque él decidiera.

Sorprendido y emocionado por esta muestra de generosidad de aquel al que había querido casi como un padre, Manuel decidió honrar su memoria. Aprovecharía ese inesperado regalo y sería el mejor. Ahora debía decidir dónde estudiaría. Se le daban muy bien las matemáticas, pero lo que realmente le gustaba era crear cosas. Recordaba las tardes que se había pasado jugando con un Meccano que el padre de Isolda le había traído a ésta de Londres. Buscó el consejo de uno de sus profesores, con el que siempre había congeniado. Él había estudiado física en la Sorbona de París, por eso le recomendó que estudiara allí. Le habló de L’Ecole Polytecnique, cuna de los mejores ingenieros. Si conseguía entrar, pues tendría que superar un examen muy difícil.

Alentado por su profesor, decidió viajar a Francia y solicitar el ingreso en dicha escuela. Si no superaba la prueba, se matricularía en la facultad de Física. No sentía pena por dejar su ciudad, en realidad nada le ataba a ella. Había pasado demasiado tiempo lejos de su familia, y ahora eran como extraños, demasiado distantes ya. Y París era una ciudad llena de oportunidades.

Se instaló en una pequeña buhardilla cercana a la universidad. Gracias a Isolda no tenía problemas con el idioma, se había empeñado en enseñárselo, aunque lo suyo no eran las lenguas. Le había costado horrores, pero ahora se alegraba de que lo hubiera hecho. Pensar en ella le puso muy triste. La ausencia de noticias suyas le preocupaba. Le había prometido que le escribiría cada día, y la conocía suficientemente bien para saber que lo haría. Por eso estaba claro que alguien interceptaba las cartas que se enviaban. Por eso se le ocurrió una idea algo descabellada pero que creía que daría resultado. Cuando Elaine les enseñaba francés les hizo mucha gracia que su nombre en este idioma pasara a ser femenino al añadir una ele más. Por eso, en lugar de “Manuel” firmó la carta que le estaba escribiendo como “Emmanuelle”. Así esperaba que la persona que las interceptaba la dejara pasar, pensando que era una chica quien le escribía. ¿Qué estaría haciendo ella ahora? ¿Sería feliz en ese lugar al que la habían enviado?




lunes, 26 de octubre de 2009

Isolda (cuarta parte)

Ese verano fue el más triste de su corta vida. La ciudad era un auténtico polvorín, revueltas obreras, bombas, quema de fábricas. Sus abuelos decidieron dejar la ciudad y pasar el verano lejos de los disturbios. Y puesto que en Septiembre Isolda debía empezar en su nuevo colegio, decidieron pasar el verano en Londres. A su hija y a su nieta les vendría bien un cambio de aires para mitigar su dolor. Así, la pobre niña apenas tuvo tiempo para despedirse de sus antiguos compañeros de juegos, pero casi lo prefería, no le gustaban las despedidas, y esta era particularmente difícil. Sólo se despidió de Manuel. Esa última noche se escaparon y la pasaron en la playa, mirando al mar. La luna llena brillaba en lo alto, sembrando pequeños diamantes de luz en la tranquila quietud del mar. No hablaban, No necesitaban las palabras, que por otro lado se quedaban pequeñas para expresar la pena que ambos sentían. Así estuvieron hasta el amanecer, había llegado el momento de la temida despedida. Isolda sintió que las fuerzas le abandonaban, resultaba curioso ella que siempre había sido la fuerte, la que ayudara o defendiera a Manuel, era ahora incapaz incluso de mantenerse de pie. Él la abrazó y le prometió que pasara lo que pasara el iría a buscarla. Construiría el mejor barco y surcarían los siete mares, buscando aventuras como siempre habían soñado. Y atravesarían el arco iris y llegarían a una tierra donde nada ni nadie pudiera separarlos. Se agachó, y de la arena cogió una pequeña concha para ella, para que nunca se olvidara de esa noche ni de su promesa. Volvieron al palacete en silencio, y al llegar a la puerta, Isolda incapaz de retener las lágrimas que le quemaban en los ojos ni un segundo más, volvió a abrazarlo por última vez, le beso suavemente en la mejilla y se marchó corriendo a su habitación. Nada más cerrar la puerta se derrumbó llorando desconsoladamente sobre la cama.
Isolda apenas recordaba el largo viaje a su nuevo destino. Iba como uno de esos muñecos llamados autómatas, que tiempo atrás su padre le había llevado a ver. Se movía sin voluntad propia; pero al llegar a Londres algo en ella cambió. A pesar que era una mañana fría y lluviosa, más propia del otoño que del verano en el que se encontraban, la niña sintió de repente ganas de conocer todos los rincones de la ciudad. Siempre había deseado visitarla, Elaine siempre le hablaba de de ella, de la hermosa catedral de Westminster, del cambio de guardia en el palacio real y de su famoso Big Ben. Recordó las veces que le había pedido a su padre que la llevara con él cada vez que sus negocios le llevaban a la capital del imperio británico, y él siempre le decía que todavía era pequeña, que la llevaría cuando fuera una señorita, así podrían ir al teatro, la llevaría al Covent Garden para ver La Traviata, su ópera favorita. Ahora ella estaba allí, pero él ya no podría guiarla por las calles que tan bien conocía y amaba. Sintió una punzada en el corazón, pero no sabría explicar por qué, sabía que allí, en esa ciudad tan amada por su padre, ella sería feliz. Y esa idea le animó. No sabía que le esperaba a partir de ahora, sería una gran aventura… y ella siempre había querido vivir una.
Los días pasaban muy rápidos, había muchas cosas que hacer. Tenía que comprar el material para su nuevo colegio, y de paso renovar su vestuario con las últimas tendencias de París. También fueron a ver una obra de teatro que le gustó muchísimo, iba sobre un niño que no quería crecer y que vivía grandes aventuras en un país llamado Nunca Jamás.
Y así, casi sin darse cuenta llegó el momento de ir al internado. Su madre le había explicado que estaba situado en un lugar muy bonito de la costa de Cornualles, al lado del mar. Era una enorme mansión de estilo Tudor, con cuatro torreones de aspecto impresionante. Le aseguró que lo pasaría muy bien, porque además de las clases el colegio contaba con muchas actividades deportivas, podría jugar a cricket, montar a caballo o incluso a un moderno juego llamado tenis que estaba causando furor entre lo mejor de la sociedad. Ella asentía, daba igual lo que ella dijera, la decisión había sido tomada mucho tiempo antes y no serviría de nada decir que no deseaba ir allí, que prefería quedarse en Londres.
Al día siguiente la acompañaron al colegio. Tanto sus abuelos como su madre estaban rebosantes de alegría y orgullo, y ella se sentía esperanzada. "Quizás", se decía, "ella tenga razón y lo pase bien. Domino el idioma y Elaine fueuna maestra excepcional." Al llegar el aspecto del edificio le intimidó, realmente era impresionante. Se sintió pequeña y solitaria. A su lado otras niñas se despedían de sus familias, vestidas con el uniforme del colegio y esos sombreritos ridículos que llevaban. Se saludaban unas a otras, con alegría y se contaban sus aventuras veraniegas. Seguramente llevaban más tiempo en el colegio. Se sintió muy sola, algo que nunca había sentido, siempre con su inseparable compañero. Intentó acercarse a una de ellas, pero ésta la ignoró y siguió adelante, mirándola de reojo. Isolda sintió ganas de darle un buen puñetazo, pero pensó que empezar el primer día con una pelea no era la mejor manera de hacer amigos.

viernes, 2 de octubre de 2009

Un regalo muy especial..

Buenos días queridos seguidores y lectores.

He recibido un regalo muy especial. Un regalo que me ha emocionado y que quiero compartir con vosotros. Se trata de un poema, la opera prima de un gran amigo. Aquí os lo dejo para que lo disfrutéis.



De Nicolás Vásquez de Aragón
El Hada Jengibre



Bajo la tenue luz del sol de otoño
Con los últimos vientos estivales de verano
Con los primeros fríos de invierno,
Con el color dorado;

Nacen las hadas silvanas.

¡Hay! Hadas de los bosques
¡Ay! Hadas hermosas y risueñas

¡Ay! Bañadas están por la suave brisa otoñal
Por esos son calmas

¡Ay! Y están tocadas por los vientos estivales del verano pasado
Por eso son apasionadas y valientes

¡Ay! Están tocadas por los primeros fríos del invierno
Por eso, a pesar de su dulzura, también son de fácil cólera
Sobre todo, ante las injusticias y las ofensas.

¡Ay! Bellas hadas silvanas
¡Ay! Jóvenes hadas del otoño
¡Cuánta belleza y cuánta dulzura tienen para dar!

Siempre dispuestas a dar una sonrisa
Ayudar sin mirar a quien lo necesita
Siempre dispuestas a hacer el bien.

Amigas son de muchos mortales
Y con ellos pueden conversar
Son curiosas y alegres
¡Son hadas sin igual!

Hay entre todas ellas
Un hada particular
Por los mortales es conocida como una especia
Dulce y picante a la vez
Ella sola representa a su especie
¡Es un hada Silvana de la cabeza a los pies!

De afable sonrisa y festivo corazón.

Allí está aquella intrépida Hada Silvana
Que su tierra abandonó
Para explorar el mundo de los mortales
Y traer felicidad

¡Ay! Tiene luz arco iris para dar
No vacila un momento en ayudar
Siempre dispuesta a colaborar


Con su mágico polvo de Hada
Suerte nos dará
Es pura dulzura y creatividad

Todas las Hadas Silvanas
Un Unicornio tendrán que cuidar


Esta Hada de la que les hablo
Al venir a nuestro mundo
Tuvo que traer a su unicornio
Para cuidarlo aquí


Lunita, se llamaba,
Si la memoria no me engaña

Pues bello y blanco como la Luna era
Grácil y veloz sólo como él.

Sin embargo nuestro mundo no es apto
Ya que no hay suficiente magia
Para que una criatura tan pura y perfecta
Pueda seguir viviendo en él.

Renunció a su cuerno
Y en un caballo hermoso se transformó
Corre por el valle
Junto a su familia
Relinchando feliz


Esta Hada de la que les hablo es muy especial
Pues es una buena amiga
No tiene par.

Como ya he dicho, la conocemos por una especia
Dulce y picante a la vez
¿Qué puede ser?
¡Jengibre! Sólo eso

Pues ese es su nombre mortal
Jengibre se hace llamar

Recorre el mundo en busca de aventuras
Tiene amigos por todos lados
Y como regalo muchas historias nos cuenta

Es sublime narradora
Pues gran locuacidad posee
E infinitas aventuras conoce

Añora su país natal
Y poder entre los árboles del bosque jugar

Sin embargo le gusta el mundo mortal
Aquí ella puede explorar

De naturaleza curiosa y muy aguda
De vivos colores y alegre sonrisa

¡Ay! ¡Afortunado es quien pueda verla!
¡Ay! ¡Afortunado aquel al que ella regale con una sonrisa!

Pues puede combatir la tristeza
El dolor
Y la amargura

¡Ay!
¡Afortunado aquel que la vea!
¡Ay!
¿Afortunado aquel al que regale con una historia!

Pues sus palabras son hermosas
Su memoria asombrosa
Y tiene la gran capacidad
De decir mucho en poco

Es una luz brillante
Que corre por el mundo
Iluminando
Guiando
Y sonriendo

Es una luz brillante
La luz de las Hadas
Es una luz brillante
La luz que siempre resplandecerá

Eterna y luminosa,
Cual estrella fugaz
Sólo con verla
Podrás tener una noche de paz.

Y jamás se olvidará de ti
Te llevará en su corazón
En sus constantes viajes te recordará
Y nunca, nunca te abandonará

Que la luz de esta Hada brille en tu camino
Pues con eso basta para ser feliz.

Y allá va corriendo
A ayudar a más mortales
A conocer nuevas cosas
A contar nuevas historias

Y allá va corriendo
Una luz para el caminante.

¡Suerte en tu camino!
Hada de los bosques.
¡Suerte en tu camino!
Hada Silvana.

¡Suerte en tu camino!
¡Hada Jengibre!



Gracias Nicolas, de corazón.




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domingo, 27 de septiembre de 2009

Isolda (tercera parte)

Buenas tardes queridos seguidores y lectores.

En primer lugar quisiera disculparme con vosotros por esta larga ausencia. El Otoño es la época dorada de todas las hadas silvanas (entre las que me incluyo) Para prepararnos para ese momento tan especial que es el equinocio de otoño todas las hadas tenemos que pasar por ciertos rituales en nuestro bosque natal. Rituales que son muy importantes, porque son una regeneración y renovación de nuestros dones y poderes. Algo vital para las que como yo, estamos habitualmente lejos del país de las hadas. Por ese motivo he estado alejada de este pequeño rincón tanto tiempo.

Aquí estoy de nuevo, renovada por la magia del otoño. Os traigo la continuación de la historia de Isolda. Espero que os guste.

Besos de hada para todos.


Isolda (tercera parte)

La vida trascurría feliz en el palacete. La llegada de Elaine fue como una brisa de aire primaveral, llenando de calor y ternura el gélido ambiente reinante. La joven institutriz consiguió hacerse no sólo con el corazón de su pupila, sino que fue capaz de ganarse incluso el respeto y la admiración de los padres y abuelos de la pequeña.
Isolda descubrió que le gustaban las clases. Aprendió a leer y escribir con una rapidez asombrosa. Gracias sobretodo a los libros de cuentos que le leía Elaine. Le fascinaron esos mundos llenos de magia, donde todo era posible. Donde los dragones eran sabios y custodiaban tesoros. Donde al final del Arco Iris siempre había un caldero de oro esperando al espíritu aventurero que fuera a su encuentro. Soñaba con poder visitarlos y se enfadaba con todo aquel que dijera que el país de las hadas no existía.
Pero por muy rápido que aprendiera nunca superaba al “pequeño” Manuel. El niño demostró tener una inteligencia fuera de lo común. No había materia que se le resistiera. Pero lo que mejor se le daba eran los números. Elaine estaba asombrada, era capaz de resolver operaciones que niños mucho mayores no eran capaces de resolver. También le llamaba la atención el cariño que los dos niños se profesaban. Isolda le protegía contra viento y marea. El invierno anterior había sido especialmente crudo, y Manuel estuvo a punto de morir de pulmonía. La niña se había escapado de casa para estar con él, y no regresó a casa hasta que consiguió que el médico de su familia atendiera al niño. Después de esto, Manuel se convirtió en habitante del palacete, en una pequeña habitación al lado de la de Isolda, cálida y seca; lejos del frío y la humedad del cuchitril donde vivía su familia.
Así fueron pasando los años. Isolda crecía feliz. Se estaba convirtiendo en una jovencita bella y educada, capaz de hablar perfectamente en inglés y francés, tocar el piano como una virtuosa… y darle una buena paliza al que tuviera el atrevimiento de llamarla cursi y redicha. Algo que solo le permitía al “canijo”. Manuel seguía siendo más débil que cualquier chico de su edad, pero gracias a Isolda su salud había mejorado mucho. Y su inteligencia y habilidad con los números le había ganado el cariño del padre de su amiga hasta el punto de pagarle la educación en un prestigioso colegio. Si el chico seguía así se estaba planteando adoptarlo como hijo. Alguien debía ser capaz de llevar los negocios el día que el faltara, y ni su mujer ni su hija estaban capacitadas. Isolda pensaba más en las nubes que en la tierra. La vida les sonreía. Acababan de cumplir catorce años y tenían un prometedor futuro por delante.
Pero las cosas cambiaron una mañana del mes de junio. Esa mañana, como todas las mañanas, Isolda bajaba a desayunar con su padre. Adoraba esos momentos. Era el mejor momento del día para los dos. Él había renunciado a leer el periódico con su café matutino, prefería dedicar ese tiempo a su pequeña. Ella le hablaba de los lugares maravillosos que descubriría, surcando los mares en un barco pirata, con Manuel de timonel. Y el se reía o fingía enfadarse porque a él no lo incluía en la aventura. Pero esa mañana algo era diferente. Al llegar al comedor vio que su padre leía el diario con cara de preocupación. Últimamente la situación en la ciudad era un poco difícil. Revueltas callejeras por doquier, obreros luchando por mejorar sus situación. Y para colmo esas levas forzosas para otra de esas absurdas guerras colonialistas. Isolda supuso que eso era lo que preocupaba a su padre, aunque al verla dobló el diario y se esforzó por esbozar una forzada sonrisa. No le gustaba preocuparla con estas cosas. Le pidió que le hablara de ese país donde los sueños se cumplen, donde los unicornios pueblan los bosques y las sirenas cantan en las noches estrelladas. Se despidió de ella con una extraña sensación.
Jamás volverían a verse. Unos anarquistas acabaron con su vida ese mismo día, en su fábrica, esa que tanto había luchado por modernizar. Sus últimos pensamientos fueron para su princesa, y recordó ese momento mágico, esa sonrisa cuando por primera vez la tuvo entre sus brazos. Y una sonrisa quedó impresa para siempre en su rostro. Su último gesto.
Cuando la noticia llegó al palacete Isolda estaba en su clase de piano. Supo que algo no andaba bien cuando su madre interrumpió la clase. Ella nunca se preocupaba por sus clases. Al mirarla descubrió que había llorado aunque ahora estaba serena. Se acercó a ella y la abrazó (algo que nunca había hecho). Con voz queda le comunicó la triste noticia. En un primer momento no reaccionó. Pero cuando realmente tomó conciencia de lo que eso significaba, cuando por fin aceptó que él ya no volvería jamás, que lo había perdido para siempre, sintió que algo se le rompía por dentro. Se deshizo del abrazo de su madre y corrió escaleras arriba, a la habitación de su padre. Allí se encerró y, sobre la hermosa cama con dosel que su abuelo había traído de Londres, se tendió a llorar desconsoladamente, abrazándose a la almohada como se abrazaría un naufrago a su tabla de salvación. Se negó a salir, se negó a comer nada. Ni siquiera le abrió la puerta a Elaine, que le rogaba la dejara pasar. Ella sabía muy bien lo que estaba sintiendo la niña, no en vano también había perdido a su ser más querido. Pero Isolda no quería ver a nadie. Quería que la dejaran a solas con su dolor.
Sólo cuando Manuel amenazó con derribar la puerta de un empujón, abrió la puerta y le dejó pasar. Lo único que conseguiría sería romperse el hombro contra la puerta de madera maciza, y aún así seguiría golpeando. A veces podía llegar a ser increíblemente tozudo.
Nadie sabe que pasó en esa habitación, ninguno de los dos contó jamás lo ocurrido. Pero lo cierto es que a la media hora, Isolda salía por fin, serena pero con los ojos todavía llenos de lágrimas. Y tanto durante el velatorio en el salón principal del palacete, ante las autoridades y gente principal de la ciudad, como en el funeral y posterior entierro, nadie la vio derramar una sola lágrima ni perder la compostura. A su lado, su madre lloraba desconsoladamente y era la viva imagen del dolor de la esposa que a perdido a su amante esposo. Fingiendo un dolor que no sentía.
A la mañana siguiente al funeral la vida volvía a cambiar para Isolda. La primera decisión de su madre fue despedir a Elaine. Creía que su trabajo con la niña había terminado; ya nada podía enseñarle. Se estaba convirtiendo en una señorita y era el momento de ir al prestigioso internado donde ella había estudiado. Allí Isolda terminaría de convertirse en una dama, como le correspondía por su posición.
Ella escuchó estas palabras como si de una maldición se tratase. Pero no derramó ni una lágrima. Se mantuvo impasible, aunque notó como el corazón se le desgarraba. Primero su padre; y ahora debía decir adiós a todo lo que conocía. A su nany, a todo el servicio que tanto la había cuidado y a quien tanto quería; sus antiguos compañeros de juegos, con los que seguía teniendo un lazo especial, aunque la mayoría de ellos ya no tuvieran tiempo para jugar. Y lo peor de todo, despedirse de Elaine pero sobretodo de Manuel, su hermano de leche, su mejor amigo, su alma gemela. No podía concebir la vida sin el a su lado, cómo siempre. Pero tenía que hacerlo. Tenía que ser fuerte. Había dado su palabra. Y su padre le había enseñado que nunca hay que faltar a la palabra dada, bajo ningún concepto ni razón.





miércoles, 16 de septiembre de 2009

In memoriam (Patrick Swayze)



Este es mi pequeño y sentido homenaje para el actor Patrick Swayze, que ayer falleció a los 57 años de edad a causa de un cáncer de pancreas.
He elegido el final de la película Ghost por que es una de esas pocas películas que consigue hacerme reír y llorar a partes iguales, que sigue emocionándome como el primer día que la ví. Porque aprendí que todos los TE QUIERO que te callas, todas esas caricias que no das, todo ese amor que guardas para las vacaciones o para cuando no esté tan ocupado con mi trabajo, es posible que nunca tengas tiempo de decirlos. Y que lo realmente importante en ese último momento, lo que de verdad sientas que ha merecido la pena de tu vida, es justo ese amor que has dado y que has recibido. Ese primer beso de la persona amada, todos esos momentos compartidos, la primera vez que tuviste a tus hijos en tus brazos, su primera sonrisa, sus primeras palabras. Pensamos que ya tendremos tiempo para vivir cuando ganemos más dinero y tengamos un piso mejor o más grande, un coche acorde con el status, un apartamento en la playa al que casi nunca vas porque estás muy ocupado. Y un día descubres que tu tiempo se acaba y que en realidad no has vivido. Tienes un montón de cosas vanas y nada que de verdad guardes en tu corazón; y desearías que el tiempo retrocediera y poder recuperar lo que realmente importa.

Patrick, descansa en paz.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Isolda. (segunda parte)

Isolda crecía sana y feliz. Su padre, quizás para compensarla de la frialdad e indiferencia con que la trataba su madre, la mimaba, excesivamente según todo el mundo. Nunca le decía que no a nada, su habitación de juegos estaba llena de los mejores juguetes, traídos de París y de Londres, el sueño de todo niño hecho realidad. Pero ella, que desde que era un bebé había pasado más tiempo con su niñera que con su madre, que sus primeros pasos los había dado en la cocina, rodeada por las doncellas del servicio y la cocinera; que su primer compañero de juegos había sido el hijo de su ama de cría, un niño débil y enfermizo llamado Manuel, al que todos llamaban “pequeño Manuel” porque a pesar de tener la misma edad que Isolda, era escuálido y canijo. Por todo eso, la niña pasaba todo su tiempo en la cocina, o jugando con los hijos de la cocinera o el cochero. No era difícil verla corriendo por el inmenso jardín, con su vestidito manchado de barro, las piernas llenas de morados y arañazos pero riendo feliz, jugando con los otros niños a piratas o a mosqueteros. Y con Pequeño Manuel siempre pegado a sus faldas. En un principio, los demás niños no querían admitirlo en sus juegos, su aspecto frágil le granjeó las burlas de los demás; pero Isolda había salido en su defensa, todos conocían su habilidad y puntería con el tirachinas, por eso era mejor no meterse con ella. Además era la hija de la casa, y gracias a ella podían jugar en los jardines en lugar de las callejas y descampados que se habían convertido en lugares algo peligrosos; era mejor dejar que el “canijo” se uniera a ellos.
Pero aunque su madre le tuviera sin cuidado lo que hiciera o dejara de hacer su hija, no pasaba así con sus abuelos maternos. Para ellos era una afrenta ver a su única nieta convertida en un golfillo de arrabal. Ellos, que querían verla convertida en toda una dama de modales refinados, no entendían como su hija consentía que las cosas fueran así. Así que un día se presentaron en el palacete, dispuestos a hacerle ver que Isolda necesitaba una educación acorde con su posición. Todavía estaban a tiempo, nada como una buena y estricta educación en el prestigioso internado británico al que había asistido su madre; pero la pequeña era demasiado joven para eso, lo mejor sería contratar los servicios de una severa institutriz inglesa para corregir esos hábitos tan poco recomendables y convertirla en una señorita.
Con lo que no contaban era con la total oposición de su yerno. Se negó a enviar a la niña tan lejos de su lado. El había pasado casi toda su infancia y su primera juventud en un internado y sabía como se sentiría su niña; pero lo más importante, él no podría vivir en esa casa si no fuera por su hija. Cada vez se le hacía más difícil el estar junto a su esposa y fingir una felicidad familiar que nunca había sentido, y si lo hacía era sólo por su “princesita”, ella con sus risas y travesuras caldeaba el gélido ambiente de su hogar. La reunión terminó con una brusca discusión entre suegro y yerno, que los separó para siempre. Y para dejar claro quien era quien mandaba en su casa, en lugar de la severa institutriz, contrató a una joven dulce y amable; Elaine, la hermana pequeña de uno de sus antiguos compañeros de estudios, que por azares de la vida había quedado viuda muy joven y con escasos recursos. Antes de casarse había dado clases en un colegio para señoritas, por lo que estaba muy capacitada para la tarea.
La llegada de Elaine al palacete supuso muchos cambios en la vida de Isolda. Habilitaron una habitación para ella al lado de la de la niña, la sala de juegos se convirtió también en la habitación de estudio. Y la niña se adaptó por primera vez en su vida a unos horarios regulares. Y por primera vez, una rabieta no le sirvió para nada. Lloró y lloró, pero esta vez fue tajante. Elaine había venido para darle clases y no se marcharía; al contrario, sería ella quien, a partir de ese momento, se ocuparía de todo lo referente a ella. Lo único en lo que consiguió que su padre transigiera fue en dejar que el “Canijo” asistiera también a las clases. Cansada de llorar, al final aceptó que su vida iba a cambiar, pero mientras conservara a Manuel a su lado, las cosas no serían del todo malas. Ya se les ocurriría alguna travesura para recibir como se merecía a su nueva institutriz. Porque aunque Manuel no fuera tan fuerte como los otros niños, tenía algo que ellos no tenían, era tremendamente despierto, listo y muy imaginativo. Y aunque le seguían llamando “Canijo”, no lo hacían despectivamente, ese se había convertido en su apodo. Se había ganado su respeto, pues gracias a sus estrategias, habían ganado infinidad de batallas cuando se enfrentaban a las bandas de pilluelos del barrio.
Nunca tuvieron tiempo para esa travesura, Elaine se ganó el corazón de los niños nada más llegar. Isolda, que esperaba una especie de ogro vestido de gris, de rostro severo y duro (no había podido evitar escuchar la discusión entre su padre y su abuelo), se encontró con una joven de aspecto risueño y dulce, una cálida sonrisa le iluminaba el rostro, aunque el largo viaje la había agotado. Vestía con un sencillo vestido negro, pero lejos de darle un aspecto aterrador, le daba un aire de melancólica tristeza, su luto era aún muy reciente. Transmitía tanta calidez, que la pequeña se sintió cautivada desde el primer momento; y cuando esa primera noche, al acostarse le contó una leyenda de su tierra, de un lago encantado en el que las noches de luna llena bailaban las ondinas, y de un elfo curioso que las espía y acaba convertido en junco por su osadía, descubrió que sí que su vida iba a cambiar, pero para mejorar.
Estaba tan contenta, que esa mañana se despertó muy temprano. Quería ver a su padre antes de que se fuera a la fábrica. Se vistió lo más rápido que pudo y bajó corriendo al comedor donde él desayunaba para lanzarse a sus brazos en un enorme abrazo y llenarlo de besos. Y lágrimas de felicidad corrían por las mejillas de los dos.




jueves, 3 de septiembre de 2009

V. E. R. (Pruebas incriminatorias)

Hoy quiero presentaros un relato de un buen amigo, elfo y escritor novel. Para mí es un honor que me la haya cedido para que la publique en mi pequeño rincón. Diría un montón de cosas sobre él, pero eso sería robarle el protagonismo a su historia. Así que sin nada más que decir. Os dejo con su obra. Espero que os guste tanto como me ha gustado a mí.

V.E.R. (pruebas incriminatorias))


Este cuento está dedicado a una persona muy especial que me enseñó a tomarme la vida con un poco más de humor y alegría. Quien me conozca ahora no podrá creer que antes fui serio o amargado, pues, el hecho de que no puedan creer eso los que ahora me ven es por la acción del destinatario de esta dedicatoria. Para ti, J.L.L., por enseñarme a tomarme la vida con mucha más alegría, a reírme de las adversidades, y a reírme al fin y al cabo, de mi mismo. Porque sin tu ayuda no hubiera podido conocer todo lo que hoy conozco, ni reírme de todo lo que hoy me río. Porque, al fin y al cabo, ¿No es la risa la mejor forma de sobrellevar la vida? ¿No es la risa, según Pablo Neruda, el idioma del alma? ¿No es si no la risa, lo más encantador del ser humano? ¿No es la risa, y más la risa con alegría, la belleza que cautiva? ¿Quién no se ha enamorado de la risa de una bella señorita? ¿Quién no ha reído al ver reír a un niño?
Para ti, J.L.L., porque sin tu risa hoy no podría reír. Porque sin tus enseñanzas, hoy no podría decir que soy el que soy ahora.
No sabiendo en dónde estás, siempre sé que estarás a mi lado. No sabiendo qué es de tu vida, o por dónde te han llevado vuestros caminos, siempre sé que estarás conmigo.
Para J.L.L. de V.A.

I

Era viernes, en una modesta casa de Londres. El silencio sólo interrumpido por los esporádicos pasos de un ebrio rezagado, era atronador. En aquel apacible hogar todos dormían plácidamente cobijados por sus arropadas mantas.
La familia Roberts era la más normal del vecindario. Jamás, por consiguiente, se pudo sospechar que una serie de eventos curiosos y extraños pudieran alterar su vida rutinaria y tranquila. Fue, como ya dije anteriormente, por tanto, muy sorprendente que aquel viernes, pasadas las doce de la medianoche, sonara el teléfono en la mesita de noche del señor Richard Roberts.
El jefe de la familia Roberts, esposo de Rose, y padre de tres hijos se vio muy sorprendido y aturdido cuando el teléfono de su mesita de noche comenzó a sonar. Primero creyó que se trataba de su despertador, pero luego recordó que esa noche no lo había puesto, ya que al día siguiente no tendría que trabajar. Luego, aún apabullado por la modorra pensó que se trataba del timbre. “Quizás el repartidor del periódico”, musitó. Pero de inmediato descartó la idea. Estaba muy oscuro, y aquel atolondrado muchacho siempre llegaba después de las nueve de la mañana. Con lo que Richard se preguntaba si no era mejor dejar de comprar el periódico y comenzar a ver el informativo matutino. “Además –reflexionó-, ese chico jamás tocaba el timbre. Siempre arrojaba el periódico desde su bicicleta”. Y haciendo un soberano esfuerzo por poner en funcionamiento sus neuronas se martilló el cerebro: “Entonces… ¿De qué se trata?” Se incorporó un poco en la cama, y sólo en ese instante comprendió que se trataba del teléfono que reposaba en la mesita de noche. Seguía sonando con agudos y regulares chillidos. El hombre sacudió la cabeza para despabilarse y con gesto somnoliento descolgó el auricular.
-Buenas noches –dijo con voz cansada y algo ronca-. ¿En qué…?
…-¡Buenas noches! –cortó una voz tajante y potente-. ¡¿Hablo con el señor Richard Roberts?! –preguntó sin inmutar en lo más mínimo su tono.
Richard quedó desconcertado. Eso definitivamente lo había terminado de convencer. Dentro de sí tenía una confusa mezcla de sensaciones, entre ellas: Sueño, confusión, incertidumbre, asombro, e indignación. “¡Cómo es posible esto!” pensó. “En una sociedad civilizada que a uno le despierten a las tres de la madrugada, que le griten por teléfono, y que le traten como a un perro”.
No podía creer cuán descaradas eran las personas. Y de muy mala manera contestó: -Sí, él habla. ¿Qué le urge a usted?
-Soy el teniente Eric Carowell, de la policía de Londres –respondió la otra voz.
-Y se podría saber… -inquirió Richard-, ¡Por qué causa soy despertado a las tres de la madrugada y tratado como si fuera un prisionero de mala calaña!
-Ante todo –respondió bruscamente el teniente-, he de informarle que usted no se encuentra en ningún derecho de reclamar ni solicitar ningún trato medianamente Cortez.
-¡Y porqué razón!
-Por la sencilla razón –dijo Carowell-, de que usted ha criado a una delincuente en potencia.
El grado de indignación de Richard Roberts alcanzó su punto cumbre y estalló: -¡¡¡Cómo dice!!! ¡Usted está verdaderamente chalado! ¡Es de este modo, con personas como usted aplicando justicia, que este país se está cayendo a pedazos! ¡Es por culpa de gente como usted que la gente decente, respetable y trabajadora como mi esposa y yo tengamos que sufrir las adversidades de la economía! ¡Usted! ¡Usted! ¡Usted… libertino y corrupto…!
…-¡Cuide sus palabras, caballero! –Cortó la voz metálica del teniente-. No tengo constancia de que yo sea todo lo que usted afirma, y más le vale, por consiguiente, cerrar la boca. Ya que de otro modo, me veré forzado a tomar medidas y demandarlos por daño psicológico, calumnias y difamación. Le recuerdo, mi estimado señor, que yo soy la representación de la ley.
-Pe-pe-pero –tartamudeó Richard-. Usted… mi hija… una delincuente…
-Será mejor que se haga la idea de que su hija es precisamente una delincuente –dijo Carowell-. Hace tiempo que venimos siguiendo su rastro, y esta noche por fin hemos conseguido atraparla con las manos en la masa.
-¡Pero mi hija es una niña de cinco años! ¡Ella es inocente! –protestó Richard.
-Toooodos son inocentes –replicó Carowell con voz fastidiada-. ¿Sabe cuántos me han venido con ese discurso?
Richard estaba estupefacto. Era ridículo, que un teniente de la policía londinense malgastara su tiempo en hacer una broma como aquella, era lo más ridículo que había visto en su vida. No podía terminar de creerlo, pero tenía mucha curiosidad por saber a qué se debía esa broma, y decidió continuar el juego. Así pues, con una voz preocupada, preguntó: -¿De qué se acusa a mi niña?
El teniente dio un resoplido y dijo: -Su hija, la señorita Victoire Elizabeth Roberts, nacida el día 1º de septiembre del año 1996, es acusada de portación ilegal de armas, contrabando de cocaína, asalto a mano armada, y contrabando de niños.
Listo, aquello era suficiente, había decidido que le seguiría el juego lo suficiente como para poder hacerlo quedar a la altura del betún.
Entonces –tanteó Richard-, ¿Puedo ir a ver a mi hija a comisaría?
-Ejem… creo que eso sí es posible, y parte del protocolo, señor. Debe venir inmediatamente a la comisaría de hilltone Street a reconocer a la delincuente, y podrá hablar con ella.

Usualmente Richard Roberts era un hombre tranquilo y calmo que no habría accedido a semejante propuesta por considerarla absurda e hilarantemente patética. Pero en aquella ocasión estaba lo suficientemente indignado como para levantarse de su cama, abrigarse bien, y tomar un taxi hasta la comisaría.
Al llegar allí pidió hablar con el teniente Carowell, y después de una larga espera de quince minutos le comunicaron que el teniente Carowell había partido a una persecución, pues una delincuente juvenil había escapado en sus propias narices. Maldiciendo y mascullando por lo bajo Richard Roberts salió de la comisaría hecho una furia, y tomó un tren de regreso a su hogar.
“Nunca más”, se decía, “el sistema es una verdadera porquería. Es por culpa de gente que está sólo por estar que tenemos la situación que tenemos”. Cuando llegó a su casa, calado hasta los huesos, subió las escaleras y fue hasta el cuarto de su hija menor. En la puerta había un cartel que rezaba: “V.E.R.”. Suavemente abrió la puerta, y miró atentamente hacia la cama de su pequeña. Allí reposaba, durmiendo y con una sonrisa de paz pintada en el rostro, una tierna niña de no más de cinco años. Su respiración era profunda y calma, y la sola imagen hubiera bastado para tranquilizar a un toro embravecido. Richard suspiró de alivio, y lenta, muy lentamente cerró la puerta.
Caminó despacio y sin hacer ruido hasta su alcoba y allí se recostó junto a su mujer. Con una última maldición por lo bajo que sonó a: “Papanatas que no hace más que perder el tiempo”. Se quedó dormido profundamente. Su mente estaría tranquila de todo remordimiento, pues como él había visto las cosas, todo estaba normal y pacífico.

II

Lo que Richard no sabía era que momentos antes de que llegara a su hogar una figura pequeña y negra corría sigilosa por entre los macizos y los setos. Saltó la barandilla que separaba el jardín trasero, y corrió presurosa hacia una enramada que trepaba por una pared de la casa. Escaló con agilidad la mata de hierba, y abrió la ventana de un cuarto.
Una pequeña niña de cinco años entraba en ese momento a su dormitorio, se quitaba un pasamontañas color rojo, y rápida se metía en su cama adoptando la posición más tranquila posible.
Momentos después su padre, Richard Roberts, entraba sigiloso a la habitación, veía la calma figura de su hija, y se iba a dormir tranquilo y en paz.
Luego, la niña abrió sus ojos levemente, vio que su padre se había ido, y saltó de la cama. “Por poco te atrapan”, pensó,” tendrás que tener más cuidado la próxima, amiga. Por suerte tu padre no es capaz de verificar si tus zapatos están al lado de tu cama o no”. La niña sonrió con una traviesa sonrisa, y tras ponerse su ropa de cama se recostó y quedó profundamente dormida.

III

Aquella noche el teniente Carowell volvió frustrado hacia la comisaría. Se le había vuelto a escapar, y lo había hecho quedar como un payaso ante toda la división. Llegó a su oficina mascullando entre dientes mientras pensaba: “Una niña, una niña te ha ganado”. “No mereces llamarte teniente”. “¡Una niña te hizo quedar en ridículo! ¡Una niña se te escapó de entre las zarpas! ¡Una niña te dio esquinazo! ¡Una pequeña niña violó las leyes y se burló de ti!” “Pedazo de inepto”…
El teniente se sentó a su escritorio y movió algunos papeles. De repente sonó el timbre del intercomunicador y oprimió el botón para hablar.
-Teniente Carowell al habla –dijo.
-¿Teniente? ¿Está disponible? –preguntó una joven voz femenina y muy provocadora.
-Si no lo estuviera –dijo él al borde de la exasperación, ¿Atendería el intercomunicador?
Se hizo silencio en la línea.
-Mi señor –dijo la voz-, ya está listo lo que usted pidió.
-¿Lo dejaron en el expreso sitio en el que les pedí? –inquirió desconfiado el teniente.
La secretaria titubeó un momento antes de hablar. Luego, con una voz dubitativa, dijo: -Sí señor, hemos dejado… las pruebas en el lugar donde nos indicó.
-¡Perfecto! –exclamó el teniente y cortó la comunicación.

IV

La secretaria, Susan Andersen, siempre se preguntó el porqué su jefe había ordenado que guardaran una serie tan extraña y peculiar de “pruebas” en el almacén más seguro y fortificado de la central.
Desde aquella noche en el almacén de pruebas físicas más custodiado, que era utilizado, normalmente, para guardar armas y materiales incautados a los criminales; se escondía entre sus paredes una frágil caja de cartón etiquetada: “V.E.R. (pruebas incriminatorias)”.
La caja contenía una bolsa de papel madera rotulada como: “Almuerzo de Billy Stuart”, Una bolsita con restos de azúcar de caramelos, una pequeña arma lanza-agua, y un pequeño bebé de juguete.

Fin.



Sir Nícolas Vásquez de Aragón.

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