viernes, 31 de diciembre de 2010

Un año mas.


Un año más.

Un año más que pasa. Un libro que llega al final. Un año nuevo llega. Un libro en blanco con 365 páginas por vivir. Sólo tú puedes escribirlas. Con alegrías, pero también habrá penas y nostalgias. Momentos felices que nos llenarán el alma de alegría. Momentos duros o tristes que nos enseñarán algunas lecciones que sólo se aprenden con el dolor. Porque todo es necesario y todas esas vivencias dan color y riqueza al libro de nuestra vida. Habrá gente que nos deje, pero también caras nuevas que con su amistad y cariño nos ayuden y complementen. Mil propósitos que nunca cumplimos, pero que cada año seguimos proponiéndonos que cumpliremos. Pero sobre todo un solo deseo… VIVIR.

Feliz Año 2011. Mi deseo: que vuestro libro se llene de sueños, amores e ilusiones.


sábado, 25 de diciembre de 2010

Cuento de Navidad.


Tras un forzado parón, vuelvo a retomar esta bitácora. No creí que fuera a estar tanto tiempo alejada, pero la temporada navideña en el trabajo está siendo estresante y me ha dejado agotada física y mentalmente. Pero no quería dejar pasar estas fechas tan entrañables lejos de todos vosotros. Por eso quiero felicitaros de la única manera que sé... con un cuento.

¡¡¡¡¡¡¡FELIZ NAVIDAD!!!!!!



CUENTO DE NAVIDAD.

Nochebuena, una copiosa nevada cubre el paisaje con su blanco manto. Fuera el gélido viento sopla con fuerza, pero dentro, en un amplio salón al amor del fuego que arde en la chimenea, un grupo de chiquillos golpea un tronco, entre risas y gritos, mientras cantan una canción tradicional. A su lado su abuela, como una más de la chiquillería, ríe divertida al ver a sus nietos disfrutar haciendo cagar al Tió. El Tió, una de las tradiciones más divertidas de la navidad en Cataluña, es un tronco de pino, decorado con una barretina y al que días antes de navidad hay que alimentar para que en la noche de Nochebuena cague muchos regalos. Pero antes de eso hay que golpearlo con un palo mientras se canta una canción. Le encantaba verlos reírse, le hacía recordar navidades de antaño, cuando ella era la niña que golpeaba el tronco. Y este Tió había "cagado" muchos regalos. Casi todo chucherías de chocolate que habían hecho las delicias de los tres pequeños. Estaban tan excitados, que mandaros a la cama iba a ser casi una misión imposible.

-Niños, niños... ¡un poco de calma!. Ya va siendo hora de irse a la cama. Ya sabéis que esta noche viene Papa Noel...

-Joooooo, abuela... ¡¡¡Yo quiero quiero hacer un dibujo con mis nuevas pinturas!!!, y no tengo nada de sueño...

-Núria, si no te vas ya a la cama, me temo que Papa Noel pasará de largo. No quiere niños despiertos cuando baja por la chimenea. ¿quieres quedarte sin regalos?

-No... ¡¡¡quiero mis regalos!!!!, pero ¿me contarás un cuento para dormirme antes?

-Bueno, pero primero poneros los pijamas y lavaros los dientes, que con tanta golosina...

Los niños corrieron a la habitación y en un santiamén hicieron lo que la abuela les había dicho. Se metieron en sus camitas, dispuestos a escuchar el cuento.

La abuela se sentó en una de las camitas, la de Oriol, que mimoso se acurrucó en su regazo. Se aclaró la voz y empezó con su relato.

"Había una niña que no creía en la Navidad. Había dejado de creer en ella, porque aunque ella era muy buena, Papa Noel nunca le había traído el regalo que más deseaba... una muñeca. Le daba igual que no fuera una de esas tan bonitas y con tantos vestidos y accesorios. Sólo quería una muñeca. Ella la cuidaría y serían amigas y nunca estaría sola. Pero no. Papa Noel nunca se acordaba de ella. Mamá le decía que era porque era muy viejecito y su ni su memoria ni su vista eran demasiado buenas. Por eso, en lugar de la muñeca deseada, le dejaba cada año una figurita de mazapán, una pequeña muñequita de dulce. Pero no era lo mismo. El mazapán estaba muy rico... pero no se podía jugar con él. Y por supuesto no podía ser su amiga. Por eso había perdido la fe. Por eso había dejado de escribir la carta como todas las niñas. Por eso, esa nochebuena, cuando se fue a la cama, no dejó comida para los renos. Le daba igual que no le dejara nada... estaba cansada de su regalo de mazapán. Le dio un beso a su madre y se fue a la cama. Le extrañó verla algo triste, pero supuso que estaría muy cansada. Trabajaba mucho. Era pastelera y trabajaba en una de las mejores confiterías de la ciudad. Sus mazapanes y turrones eran los mejores de la ciudad y en estas fechas, su madre tenía tanto trabajo que llegaba agotada a casa. Corrió a su lado, y le dio un abrazo muy fuerte. No le gustaba que estuviera triste. Subió a su habitación y se acostó. Se quedó dormida en seguida. No estaba nerviosa o excitada, como los demás niños. Ella no esperaba nada.
A la mañana siguiente se despertó como otra mañana más. Bajó a la cocina, a desayunar. Y entonces lo vio. Un paquete con un bonito lazo rojo. Como todos los años. Lo abrió con desgana. Ya sabía lo que habría dentro. Pero al abrirlo, empezó a chillar y a llorar emocionada. Dentro de la caja, en lugar de la figurita de mazapán había una preciosa muñeca. Una muñeca de verdad. La muñeca que tanto había deseado. A su lado, su mamá lloraba tan emocionada como ella. Mirando la caja donde había estado envuelta, como si no se creyera lo que veían sus ojos. La abrazó emocionada. Había vuelto la magia de la Navidad.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado."

-Y ahora niños, a dormir. Y que soñéis con cosas bonitas.



















lunes, 1 de noviembre de 2010

Escena del sofá.

Una de las tradiciones de este día de Todos los Santos era la representación de la obra teatral Don Juan Tenorio de Jose de Zorrilla. Cada año, en Alcalá de Henares se representa, desde hace 25 años. Este año será Jordi Rebellón el encargado de dar vida a Don Juan.
La obra está llena de escenas muy conocidas, pero sin duda la más famosa de todas, esa que todos alguna vez hemos declamado, esa es la escena del sofá. Así que aquí os dejo el fragmento de esa escena. Para que lo recitéis cual Don Juan enamorado (o cual doña Inés, que también a nosotras nos emociona la escena)y os deleitéis con los versos del poeta vallisoletano.


Don Juan Tenorio (fragmento) José de Zorrilla.

Cálmate, pues, vida mía;
reposa aquí, y un momento
olvida de tu convento
la triste cárcel sombría.
¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,
que en esta apartada orilla

más pura la luna brilla
y se respira mejor?
Esta aura que vaga llena
de los sencillos olores
de las campesinas flores
que brota esa orilla amena;
esa agua limpia y serena
que atraviesa sin temor
la barca del pescador
que espera cantando el día,
¿no es cierto, paloma mía,
que están respirando amor?
Esa armonía que el viento
recoge entre esos millares
de floridos olivares,
que agita con manso aliento,
ese dulcísimo acento
con que trina el ruiseñor
de sus copas morador
llamando al cercano día,
¿no es verdad, gacela mía,
que están respirando amor?

Y estas palabras que están
filtrando insensiblemente
tu corazón, ya pendiente
de los labios de don Juan,
y cuyas ideas van
inflamando en su interior
un fuego germinador
no encendido todavía,
¿no es verdad, estrella mía,
que están respirando amor?
Y esas dos líquidas perlas
que se desprenden tranquilas
de tus radiantes pupilas
convidándome a beberlas,
evaporarse a no verlas
de sí mismas al calor,
y ese encendido color
que en tu semblante no había,
¿no es verdad, hermosa mía,
que están respirando amor?
¡Oh! sí, bellísima Inés,
espejo y luz de mis ojos;
escucharme sin enojos
como lo haces, amor es;
mira aquí a tus plantas, pues,
todo el altivo rigor
de este corazón traidor
que rendirse no creía,
adorando, vida mía,
la esclavitud de tu amor.

DOÑA INÉS
Callad, por Dios, ¡oh don Juan!,
que no podré resistir
mucho tiempo sin morir
tan nunca sentido afán.
¡Ah! Callad, por compasión,
que oyéndoos me parece 320
que mi cerebro enloquece
y se arde mi corazón.

¡Ah! Me habéis dado a beber
un filtro infernal sin duda,
que a rendiros os ayuda
la virtud de la mujer.
Tal vez poseéis, don Juan,
un misterioso amuleto,
que a vos me atrae en secreto
como irresistible imán.
Tal vez Satán puso en vos
su vista fascinadora,
su palabra seductora
y el amor que negó a Dios.
¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!,
sino caer en vuestros brazos,
si el corazón en pedazos
me vais robando de aquí?
No, don Juan; en poder mío
resistirte no está ya;
yo voy a ti, como va
sorbido al mar ese río.
Tu presencia me enajena,

tus palabras me alucinan,
y tus ojos me fascinan,
y tu aliento me envenena.
¡Don Juan! ¡Don Juan! Yo lo imploro
de tu hidalga compasión:
o arráncame el corazón,
o ámame, porque te adoro.
DON JUAN
¡Alma mía! Esa palabra
cambia de modo mi ser,
que alcanzo que puede hacer
hasta que el Edén se me abra.

No es, doña Inés, Satanás
quien pone este amor en mí;
es Dios, que quiere por ti
ganarme para Él quizás.
No; el amor que hoy se atesora
en mi corazón mortal,
no es un amor terrenal
como el que sentí hasta ahora;
no es esa chispa fugaz
que cualquier ráfaga apaga;
es incendio que se traga
cuanto ve, inmenso, voraz.
Desecha, pues, tu inquietud,
bellísima doña Inés,
porque me siento a tus pies
capaz aún de la virtud.
Sí; iré mi orgullo a postrar
ante el buen Comendador,

y, o habrá de darme tu amor,
o me tendrá que matar.

domingo, 31 de octubre de 2010

Noche de miedo.


En esta noche tan especial quiero compartir con vosotros uno de los relatos que más me han aterrado. Lo leí de niña y debo reconocer que muchas fueron las noches que me desperté por las horribles pesadillas que sus palabras me crearon. Y aún hoy en día, que he crecido y ya no me asustan las mismas cosas de entonces, aún sigo sintiendo ese estremecimiento en la columna cada vez que lo releo.

Ahora, sin más preámbulos, os dejo con:


El monte de las ánimas. (Gustavo Adolfo Bécquer)


La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

I

-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

-¡Tan pronto!

-A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

-¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

-No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.

Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

-Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

-Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?

-No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

-Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:

-Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

-¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

-¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

-Sí.

-Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

-¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

-No sé.... en el monte acaso.

-¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

-¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:

-Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.

-¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III

Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

-¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

-Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

-¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.


sábado, 30 de octubre de 2010

Centenario del nacimiento de Miguel Hernández.


Hoy se conmemora el centenario del nacimiento del poeta Miguel Hernández. Y creo que la mejor manera de celebrar esta efemérides es con sus versos. He elegido las Nanas de la cebolla, porque creo que es uno de sus poemas más bellos.

Nanas de la cebolla. Miguel Hernández.

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar
cebolla y hambre.

Una mujer morena
resuelta en lunas
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete niño
que te traigo la luna
cuando es preciso.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.


miércoles, 27 de octubre de 2010

Rinconcito poético XIV.


Te amo. Pablo Neruda.

Te amo,
te amo de una manera inexplicable,
de una forma inconfesable,
de un modo contradictorio.

Te amo
con mis estados de ánimo que son muchos,
y cambian de humor continuamente.
por lo que ya sabes,
el tiempo, la vida, la muerte.

Te amo...
con el mundo que no entiendo,
con la gente que no comprende,
con la ambivalencia de mi alma,
con la incoherencia de mis actos,
con la fatalidad del destino,
con la conspiración del deseo,
con la ambigüedad de los hechos.

Aún cuando te digo que no te amo, te amo,
hasta cuando te engaño, no te engaño,
en el fondo, llevo a cabo un plan,
para amarte mejor.

Te amo...
sin reflexionar, inconscientemente,
irresponsablemente, espontáneamente,
involuntariamente, por instinto,
por impulso, irracionalmente.

En efecto no tengo argumentos lógicos,
ni siquiera improvisados
para fundamentar este amor que siento por ti,
que surgió misteriosamente de la nada,
que no ha resuelto mágicamente nada,
y que milagrosamente, de a poco, con poco y nada
ha mejorado lo peor de mí.

Te amo. (Pablo Neruda)

Te amo,
te amo con un cuerpo que no piensa,
con un corazón que no razona,
con una cabeza que no coordina.

Te amo
incomprensiblemente,
sin preguntarme por qué te amo,
sin importarme por qué te amo,
sin cuestionarme por qué te amo.

Te amo
sencillamente porque te amo,
yo mismo no sé por qué te amo.

domingo, 24 de octubre de 2010

Trilogía de Venecia 3: El palazzo encantado.



La luz del sol inundaba la habitación. Una habitación de lo que fue un típico palazzo ahora reconvertido en hotel. En ella un joven sentado frente al ventanal dibuja en su vieja libreta de esbozos. Lleva así desde el alba, el pequeño carboncillo sin parar de trazar líneas y más líneas, bocetos que intentan captar la belleza singular de un rostro. El rostro de una joven desconocida con la que pasó la noche más extraña y mágica de su vida. Pero sus dedos han perdido la práctica, hacía tanto que no cogían un lápiz o un pincel, que ninguno de sus trazos le convence, no se acercan siquiera a la belleza de la joven. Cerró los ojos por un momento, recordando todos los detalles de la noche anterior. Recordaba hasta el más mínimo detalle del precioso disfraz que llevaba. Muy costoso, eso seguro. Y antiguo, uno de esos vestidos renacentistas que solían vestir las damas en los cuadros de los grandes pintores venecianos. Pero lo que recordaba con más claridad era el rojo tan intenso de sus cabellos, casi parecían una hoguera encendida en lo alto de su cabeza. Casi tan rojos como sus labios, perfectos, resaltando con la blancura casi marmórea de su piel. Abrió los ojos, casi podía sentir en sus labios la dulzura de ese beso. ¡Hacía tanto tiempo que no besaba a una mujer! Pero no entendía porque ella había huido de él. Quizás la asustó. Había algo en ella, una especie de ingenuidad, casi como si de una niña se tratase. Corrió tras de ella, pero perdió su rastro en una pequeña plaza, justo delante de un bello palazzo, ahora convertido en un museo. Ni siquiera sabía su nombre. Derrotado, volvió al hotel cuando los primeros rayos de sol iluminaban el gran canal. Y empezó a dibujar su rostro. Para no olvidarla. Deseó no haber perdido su habilidad con el carboncillo, pero desgraciadamente los años que había pasado sin utilizarlo habían pasado factura. No había vuelto a pintar desde que su esposa se marchara. Se había sentido culpable por ello. Si ni hubiera dado tanta importancia a su arte y a su carrera habría sabido que ella no estaba bien. Pero siempre estaba en su estudio o de viaje en Nueva York, Londres o Tokio. Y ella nunca le hizo ningún reproche, al contrario, siempre le animaba, le decía lo muy orgullosa que se sentía de él. Hasta aquel fatídico día, hacía ahora cuatro años. Su exposición más importante, en el corazón de la gran Manzana. Todos los críticos y los medios rendidos a su arte. Y la llamada, en medio de toda esa vorágine, rompiendo su mundo en dos. Desde aquel día no había vuelto a pintar. Vendió su estudio. No quiso saber nada más de su obra. Se encerró en sí mismo, a solas con su dolor y su sentimiento de culpa. Hasta esa mañana. Se alegró de haberse dejado convencer para hacer ese viaje. Su hermano, preocupado por su estado y su salud mental, decidió sacar los billetes sin decírselo. La excusa, sorprender a su esposa, enamorada de Venecia, y pasar el carnaval en la ciudad de los canales. Se habría negado a ir, como había hecho anteriormente con todos los intentos de sacarlo de sí mismo, pero desde hacía unas semanas tenía extraños sueños con Venecia, sueños de los que apenas recordaba nada, sólo sombras enmascaradas que corrían por las estrechas callejas y de una sala bellamente decorada y una estatua de mármol.
Dejó la libreta en la mesa y decidió salir a buscarla. A la luz del día quizás encontrara algún rastro que le hubiera pasado desapercibido. Recorrió las mismas calles por las que había perseguido a la joven. Atravesó los mismos puentes. Llegó al lugar donde perdió su rastro. Era un bello edificio renacentista, convertido en un museo. Una cola de gente esperaba su turno para visitarlo. Recordando la extraña sala de sus sueños, pensó en visitarlo. No perdería nada. Una vez dentro, una guía les iba contando, con su voz monocorde, la historia del lugar. Les habló del rico mercader que construyó, que se volvió loco cuando su única hija se fugó con un pintos, y que terminó sus días en un asilo para lunáticos, gritando que la estatua de su hija tenía vida. Terminaba su historia abriendo la puerta doble, de madera finamente tallada. La puerta que daba entrada a una sala inmensa presidida por una estatua de mármol blanquísimo, la estatua de una joven de una belleza inigualable. Al pobre casi le da un vahído al verla. ¡Está en la sala que veía en sus sueños! Y esa es la estatua con la que soñaba. Pero lo que realmente hizo que su corazón casi llegara a dejar de latir fue comprobar que esos eran los mismos rasgos de la muchacha con la que había estado la noche anterior. Esos eran los labios que había besado. Se acercó a la estatua. Sólo un cordón de seda negra los separaba. Admiró la pureza y belleza de líneas de la estatua. Sin duda un gran escultor. Casi parecía que tuviera vida. Entendía porque el padre se había vuelto loco. Él estaba empezando a volverse loco también. Se quedó atrás mientras el grupo seguía visitando el museo y cuando se quedó solo, bajó a la sala. No quería irse de allí sin besar esos labios. Apartó el cordón que la protegía de los visitantes, se subió al pedestal y cerrando los ojos la besó, poniendo toda su alma en ese beso. Sintiendo como en lugar de fría piedra, sus labios besaban algo cálido y suave. Abrió los ojos, sorprendido. Allí estaba ella. Los ojos cerrados, lágrimas resbalando por su bello rostro. Abrió sus ojos y le sonrió. Pero las piernas apenas podían sostenerla. Escucharon como la guía volvía con otro grupo de visitantes. Sin pensárselo dos veces, la tomó en brazos y se la llevó de allí. En cuanto la joven salió a la luz del día, empezó a recuperarse. Llevaba demasiado tiempo sin sentir el sol en su piel. Y empezó a reír, una risa tímida al principio, pero se convirtió en una carcajada. Y él se contagió de esa risa, y todos los paseantes los miraban. Llamaban la atención, él llevando en brazos a una joven que parecía sacada de un cuadro de Tiziano y los dos riendo a carcajadas. Incluso unos turistas japoneses no paraban de fotografiarles. Cosas del carnaval.





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sábado, 23 de octubre de 2010

Trilogía de Venecia 2: La dama de mármol.


La Dama contemplaba la vida pasar desde su pedestal. ¡Cuántos cambios había visto desde su prisión de piedra! Había olvidado cuanto tiempo llevaba convertida en estatua. El tiempo había dejado de tener importancia para ella. Seguía en el palacio en el que había nacido, fija, inmutable, cuando todo a su alrededor cambiaba. Otros días disfrutaba contemplando a sus visitantes. Cada día, cientos de personas visitaban el palacio. Le gustaba fijarse en sus caras, intentar adivinar lo que pensaban o sentían. Pero hoy no, hoy su mente sólo volvía una y otra vez a revivir la noche pasada. Sabía que era absurdo, que eso no cambiaría las cosas. Pero no podía evitarlo. Algo había sido diferente esa noche. Algo que hacía que su frío corazón volviera a latir y que soñara con volver a ser mortal. Recordó aquel fatídico día en que se despertó convertida en piedra. Ella, la más bella de las damas venecianas. Una belleza que terminó siendo su maldición. Fue la dama más deseada de toda la ciudad, pero ella los rechazaba a todos. Su corazón pertenecía a un joven pintor. Su padre le había encargado que la pintara en un cuadro, para que todo el mundo admirara la belleza de su hija. Ella era muy joven entonces, y aunque nunca les dejaron solos en las largas sesiones en las que posó para él, su corazón se sintió cautivado. Nuevas sensaciones y emociones, sentimientos nunca antes conocidos se agolpaban en su alma. Trató de hacer todo lo posible por poder quedarse a solas con él. Y por fin, una noche de carnaval, escondida tras su máscara, pudo reunirse con su amante. Esa noche, en brazos del pintor, conoció el fuego de la pasión, la dulzura de una caricia y el poder del amor. Deseó poder quedarse allí eternamente, entre los brazos de su amante, pero el tiempo no se detiene y debía estar en su casa antes del amanecer. Por un año vivieron intensamente esta pasión, pero su sino no era estar juntos. Su padre había concertado su matrimonio con uno de los principales de la ciudad. Un hombre rudo y desagradable, que había enterrado ya a tres esposas. Escuchó esta nueva como si de una condena se tratara. Lloró y le suplicó a su padre que no la casara, que antes prefería entrar en un convento. Pero él no la quiso escuchar. Sus negocios no habían ido muy bien últimamente y ese matrimonio era su salvación. Esa noche corrió a encontrarse con su amante. Juntos planearon huir de la ciudad, Su talento le abriría las puertas en cualquiera de las ciudades. Y hacía tiempo que quería establecerse en Florencia, donde había un gran e importante mecenas donde podría encontrar protección. Pero nunca pudieron ver realizados sus planes. Al despertar, descubrió el cuerpo ensangrentado de su amante. Y vio a su prometido a los pies de la cama, recitando un extraño ensalmo. Y empezó a sentir como el frío de la piedra se apoderaba de todo su cuerpo. Menos de su corazón, que no paraba de llorar por el amante perdido. Lágrimas de sangre, lágrimas que nadie podría ver. Y por la ciudad corrió la noticia de su huida con el pintor. Su padre ni siquiera trato de buscarla, incluso prohibió a los sirvientes mencionar su nombre. Pero cuando, a los pocos días, recibió como regalo una estatua de su pequeña, la instaló en el salón principal. Era tan hermosa, el escultor había realizado un trabajo tan excelente que casi creyó que la estatua tenía vida.



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jueves, 21 de octubre de 2010

Trilogía de Venecia 1: Noche de Carnaval.



Las luces del alba empezaban a teñir de violeta el cielo. Un nuevo amanecer, pensó suspirando con tristeza. Podía sentir como el sol empezaba a salir. El frío de la piedra extendiéndose por todos sus músculos. Su blanca y suave piel volviéndose otra vez fino mármol de Carrara. Otro día en su prisión de frío y piedra. Resignada, recordó la noche anterior. La luna adriática obró su magia. Y con cada rayo de luz, sintió como la vida volvía a su cuerpo. Hacía tanto tiempo que dormía el sueño de la piedra que casi había olvidado como se caminaba. Pero no perdió el tiempo y salto de su pedestal, perdiéndose en la noche veneciana. Noche de carnaval, noche mágica. Se perdió entre las gentes que enmascaradas rondaban las calles. el bullicio la aturdió y sufrió un desvanecimiento. Pero unos brazos fuertes la sujetaron, impidiéndole caer. Un joven enmascarado, le sonrió. Sólo se le veían los ojos, unos brillantes ojos azules, y una sonrisa pícara. La cogió del talle y la llevó a un baile de máscaras. Toda la noche bailó entre sus brazos. La música, las luces, esos brazos que la llevaban flotando por la sala, todo eso hizo volver a latir su corazón como una vez hiciera, hace tanto tiempo de aquello. Era ya casi el alba cuando él la besó. Un beso dulce y tierno. Pero el alba se acercaba y sentía como el frío empezaba a extenderse por su cuerpo. Rompió el abrazo y escapo corriendo. De vuelta a su peana, de nuevo presa de ese mármol. Habría llorado, lágrimas de alegría, pero las estatuas no lloran, las estatuas no sienten. Ojalá, pensó, esta vez fuera diferente. Ojalá esta vez, él la encuentre. Ojalá pueda romper el hechizo. Pero prefiere no hacerse ilusiones. Siempre hay un amanecer de piedra tras cada noche de pasión.



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martes, 19 de octubre de 2010

El lazo rosa.


Había empezado con un pequeño bulto, apenas perceptible, pero perfectamente palpable y duro al tacto. Algo que antes no estaba. No quise preocuparme antes de tiempo, pero llamé a mi doctora para pedirle cita. Tras las pruebas de rigor el temido diagnóstico. Allí, sentada en la consulta, como quien espera el veredicto de un juez. A mi lado mi chico, apretándome la mano. Tan nervioso como yo, pero manteniendo la calma por mí. "Nos preocuparemos cuando tengamos que preocuparnos" me había dicho, mientras me abrazaba y secaba mis lágrimas cuando le hablé del bulto. Juntos escuchamos a la doctora hablar de los pasos a seguir, de los tratamientos, de probabilidades. Y juntos sentimos como si un terremoto sacudiera nuestras vidas. Porque eso es lo que pasa cuando te dicen que tienes cáncer. Miles de preguntas se agolpan en tu mente. Apreté fuerte la mano de mi pareja para llenarme de su fuerza e hice la pregunta más importante, ¿cuando empezamos la lucha? La doctora y mi amor me miraron casi con desconcierto. No se esperaban esa reacción. Como decirles que no había otra, que estaba muerta de miedo, pero que esconder la cabeza y lamentarme de mi suerte no me ayudaría a vencer a la enfermedad. Sabía que sería duro. Sabía que los tratamientos eran muy agresivos, que tenían efectos secundarios devastadores. Sabía también que podía morir. Pero tenía muy claro que no se lo iba a poner fácil. Iba a luchar con todas mis fuerzas.
A la semana siguiente entraba en quirófano. Cuando entraba en él, dije: "tranquilos, que enseguida salgo." Mi niño me besó, conteniendo las lágrimas, y mi madre, que no había soltado mi mano desde que me ingresaron, me dejó ir con un ligero beso en la frente. Respiré hondo cuando la puerta se cerró. Atrás dejaba a las dos personas que más quería. Pero algo dentro de mí me decía que todo iría bien. La operación fue un éxito y bastó con cirugía conservativa. Lo que significaba que no fue necesario extirpar toda la mama. Luego los tratamientos, radioterapia y quimioterapia. Largas sesiones en el hospital, donde te das cuenta que no eres única, que hay mucha gente que está pasando o ha pasado por lo mismo que tú. Y que se hace las mismas preguntas. Y te sorprende gratamente el vínculo que se forma entre nosotros. Una camaradería increíble. Algo que no había sentido fuera. Cada pequeña mejoría, cada vez que alguien terminaba su tratamiento era celebrado por todos. Y que decir del trato del personal sanitario. Tanto médicos como enfermeras. Me sentía protegida y arropada. Nunca me sentí sola. Recuerdo que el primer día, esperando en la sala para que me dieran el tratamiento, con esa cara de novata y el aire de conejillo asustado, una de las señoras "veteranas" se sentó a nuestro lado y nos tranquilizó. Y recuerdo que cuando yo ya era una de las veteranas también hice lo propio con las recién llegadas.
No diré que fue fácil. Hubo días en que no tenía fuerzas ni para salir de la cama. Pero descubrí que si me dejaba llevar por el desánimo, todavía me encontraba mucho peor. Por eso, aún en los peores días me mantenía activa, con la mente ocupada. Manteniendo el miedo a raya.
Luego vinieron las revisiones periódicas. Los nervios en el estómago antes de las visitas. Y las buenas noticias. Porque aunque cuando al principio te dicen que tienes un cáncer y no crees que pueda haber buenas noticias, resulta que sí que las hay, que diagnosticado a tiempo el cáncer se cura. Que se puede vencer a la enfermedad, como lo he hecho yo. Y lo mejor de esta historia es que cada día somos más las que lo hacemos. Por eso es tan importante la autoexploración mamaria y las mamografías periódicas. Por que son los "príncipes azules" de este cuento, los que consiguen que tenga un final feliz.


Quiero dedicar este relato de hoy, día internacional contra el cáncer de mama, a todas esas mujeres estupendas, valientes y luchadoras que se han enfrentado, se enfrentan o se enfrentarán en el futuro a esa enfermedad. Con él quiero expresarles todo mi cariño y mi solidaridad. Porque su lucha es la de todos. También quiero hacerlo extensivo a todos aquellos que padecen cualquier tipo de cáncer. Una enfermedad que algunos todavía temen incluso nombrarla y que muchos todavía asocian con la muerte. Para demostrarles a todos que no hay que temer a una palabra y que los avances en los tratamientos y en la detección precoz han conseguido que los índices de supervivencia sean hoy por hoy muy elevados. Y de ello puedo dar fe.







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lunes, 18 de octubre de 2010

Trilogía de París 3: La caja de música.


Cada día pasaba por esa calle. A la salida del colegio. Aunque le suponía caminar un poco más. Pero tenía que pasar por el bulevar, tenía que detenerse frente al escaparate de esa tienda. Y allí, en primer plano estaba lo que tanto deseaba. La preciosa caja de música. El regalo que siempre deseaba, pero que nunca recibía. Brillaba, iluminando todo el escaparate. Blanca, con pequeños arabescos dorados. Y esa música, que a pesar del grosor del cristal que la apartaba de ella, podía escuchar con toda claridad. Una música mágica e hipnótica. Sin saber muy bien porqué tuvo el impulso de cogerla. Miró a través del cristal y no vio al vendedor. Se decidió, abrió la puerta, emocionada por poder tener lo que tanto deseaba. La música parecía guiarla en su camino. La puerta se cerró con un golpe seco, pero eso no importaba, sólo deseaba tener la caja en sus manos. De puntillas, se aferró al estante, rozando la caja. Cuando por fin pudo alcanzarla, sintió como si una poderosa fuerza tirara de ella hacia el interior de la caja. Sintió como cayera por un túnel oscuro, perdiendo el conocimiento. Al despertarse, volvía a escuchar la melodía que tanto le gustaba. Pensó que todo había sido un sueño. Abrió los ojos. Un grito escapó de su garganta cuando descubrió que estaba rodeaba de espejos y en ellos reflejada la imagen de una pequeña bailarina, bailando sin parar la mágica melodía.





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martes, 12 de octubre de 2010

Las luces del norte.


Hace unos días recibí este precioso e inesperado regalo. Y lo quiero compartir con todos vosotros.

Las luces del norte…

El reloj ha dado la duodécima campanada.
Es hoy el día señalado.
Más allá, cruzando las luces del norte,
He ahí el lugar indicado.
Los bosques se abren inmensos y verdes,
Trinan los pájaros.
Está cruzando las luces del norte,
En lo alto del cielo cuando brillan de noche.
¿Las ves?
Son las luces boreales,
Las luces que llevan a tierras irreales.
Joven aventurero,
No desprecies esas luces,
Pues son la puerta de entrada
A un mundo que no conoces.
Joven aventurero,
Anda y entra por las noches,
Ve y entra a la tierra
Que queda detrás de las luces del norte.
Pero no te atrevas a quebrar el silencio.
No te atrevas a romper la quietud.
No te atrevas a dañar una hierba.
No te atrevas a rasgar el delicado borde del tiempo.
No te atrevas a dañar el mundo nuevo y resplandeciente que verás.

Silencio.
Quietud.
La noche negra se abre.
Extiende sus alas,
Cubriendo todo de negrura.
Silencio.
Quietud.
Mas las estrellas arriba brillan.
En lo alto del cielo nocturno,
Brilla la bóveda estrellada.
Silencio.
Quietud.
Los suaves rayos de luna bañan el verde prado.
El lago es iluminado,
Se agitan las criaturas difusas.
Silencio.
Quietud.
Una suave brisa corre por entre los juncos y las hierbas,
verdes y saludables,
Bañados por la plata,
Cubiertas por el terciopelo.
A las orillas del lago,
la hierba parece estar viva.
A la orilla del lago,
Todo está rodeado por frondosos bosques.

La noche está en calma y quietud,
Pero dentro del bosque hay algo vivo.
El bosque mismo parece respirar,
Crece en un compás verde y siempre constante.
En el repiquetear de la tierra se escucha el latido de la vida,
Retumbando desde lo más profundo de la luz que es la entrada a este mundo.
Desde sus cimientos,
Llega un sonido poderoso y majestuoso.
La tierra misma respira,
La tierra misma está viva.

Los árboles proyectan sombras en medio del bosque,
Tornando un juego entre la plata y la noche.
Los suelos están cubiertos de hojarasca.
De vez en cuando una lechuza vuela de árbol en árbol.
Los árboles parecen contemplar,
Expectantes y ansiosos,
Como si fuera la primera vez que ha ocurrido.
Suenan voces y murmullos apagados,
Se ven algunos destellos de luz a lo lejos,
Una luz distinta, nueva,
Una luz que no es de la tierra.
Suena otra vez el retumbar de la tierra,
Profundo, penetrante, trascendente y extraordinario.
La tierra de la luz está esperando.
Otras vez los murmullos y las luces.
Joven aventurero,
¿qué hallarás si te atreves a internar en esos lugares?
Joven mortal,
¿qué ocurre en aquella noche?
¡Ojalá el simple mortal pudiera ver siquiera una parte de la noche!
¡Ojalá el simple mortal no estuviera privado!

Hace poco ha muerto el calor,
Ahora comienzan a soplar vientos más frescos,
Y dentro de poco serán cortantes y agudos;
Son tiempos verdaderamente cambiantes.
Joven aventurero de mundos siempre nuevos,
escucha atentamente el sonido que hay a tu alrededor:
El bosque entero se está moviendo,
los murmullos aumentan en intensidad,
allá vienen corriendo pequeños seres de luz,
y en medio de los árboles se esconden más criaturas que anhelan,
aguardan,
esperan.

Las ninfas vuelan apresuradas por entre las hierbas del bosque,
Mientras las oréades nacen de las aguas y corren hacia la tierra.
De la brisa de la noche nacen las sílfides,
Que vuelan por alrededor de los pastizales.
Son los seres mágicos más veloces,
Los que llegan antes al claro del bosque.
Ahí están congregados,
Como si fueran miles de linternas,
Luces y luces de colores.
Mundanas palabras son las que corto,
Pues ni las más refinadas servirán
Para haceros entender,
Joven aventurero,
que eran luces
de colores centellantes,
pero diferentes a toda luz de esta tierra que te puedas imaginar.
Se encuentran distribuidas,
Cual delicado adorno de Navidad,
En los árboles que rodean el claro bañado de plata,
Y luego siguen ocupando árboles y árboles del bosque.

¿Qué son esas luces?
¿Para qué están ahí?
¿Por qué se congrega el bosque entero?
¿Qué está ocurriendo?

Nueva vida llega al mundo de la luz y de la magia,
Una vida fresca y vital que está ligada,
Más que cualquier otra criatura,
A los árboles y los bosques.
Las hadas de los bosques,
Las protectoras de los árboles,
Se acercan volando,
Como si lo hubieran orquestado:
Son una centella de luz que rasga la noche,
Y vuelan en distinguida armonía;
Cada una despliega sus colores más vivos y hermosos,
Nace un arcoíris en medio del cielo de la noche.
Han llegado batiendo sus alas,
Formando un largo manto que se extiende inmenso,
Invariable y único se han posado sobre los árboles.

Silencio.
Quietud.
La vida, el bosque, la tierra y la luz
Callan de repente, y sólo queda el vacío hueco y silencioso.
Son las sílfides las que empiezan a ulular,
Reflejando un claro sonido de vientos,
Como si fueran flautas y oboes,
Entonan las primeras notas de tristes canciones.
Luego las oréades dejan caer sus voces,
Y como gotas de agua que caen sobre la tierra,
Modifican los acordes de la primera melodía.
La tierra despierta una vez más,
Y con el compás de la vida la canción se refuerza,
Como si de los timbales de una orquesta se tratara.
Las ninfas,
Con diáfanas voces,
Comienzan a elevar una segunda melodía,
Más alta y sublime que las anteriores,
Apoyadas por el canto lejano de las lechuzas.
Y entre las ramas aparecen,
Elfos y duendes,
Silvos y faunos,
Centauros y enanos.
Centenares y centenares de criaturas mágicas que pueblan la tierra de la luz
Se acercan al claro del bosque,
Iluminado por la plata,
Embargado por el canto.
Los elfos elevan sus armoniosas voces,
Acompañan a las sílfides,
Pues siempre se esconde en su canto
La añoranza por días pasados,
El anhelo por las luces de las estrellas,
La vida que brota a manantiales.
Los duendes y enanos tocan las flautas y las cítaras,
Mientras los centauros repiquetean cascabeles y pequeños tambores.

En el medio del canto,
No obstante,
aún falta algo,
aún la canción sigue incompleta.
Sin ningún aviso previo,
Aunque con mucha espera,
Las hadas silvanas abren sus alas.
Gotas de magia, de luz y color caen de sus alas,
Y comienzan a cantar.
Esta noche es su noche,
La noche de las hadas silvanas:
Entonan una nueva melodía,
Única y hecha para ellas,
Nunca preparada,
Siempre nueva.
Todos los años es nueva,
Y todos los años siempre es distinta al resto de la música;
Pero la melodía encaja sublime,
Y sin ella la orquesta se apaga y no sirve.
Tras la larga espera,
Nacen los días de una nueva era.
En los lindes del claro,
Destellan algunas melenas.
Son de color plateado,
Pero no son hijas de la luna.
Dos grandes unicornios
Caminan con orgullo.
Tienen enormísimos ojos negros y curiosos,
Pero sus cabezas son altivas y sus cuernos luminosos.
El pelaje es de plata,
Y las crines destellan a la luz de la luna.
Y en medio de cada unicornio,
Caminan débiles potrillos de piel clara: algunos apenas abren sus ojitos,
Y otros son ayudados por sus padres a caminar.
Todas las criaturas del claro,
Sin dejar de entonar el armonioso acompañamiento de las hadas silvanas,
Se retiran, dejando libre el claro,
Para que los dos,
Cuatro,
Seis,
Ocho,
Diez,
Doce,
Dieciséis,
Dieciocho,
Veinte
Unicornios adultos
Dejen a sus potrillos.
Algunos miran asombrados
Las luces que los rodean,
Otros prefieren dormitar
(son bebés recién nacidos, ¿qué querían?).
Al fin las hadas levantan sus voces en un espectacular crescendo,
Y al fin las luces de los árboles se sacuden con anhelo.
Han oído el canto que las rodeaba,
Que hablaba de cosas maravillosas,
De un mundo lleno de luz y magia,
De una vida impregnada de un color siempre nuevo,
Que nunca se gasta.
y estallaron.
Como chispas de mil colores centellantes,
Así estallaron las luces.
Los árboles se inundaron de una magia Silvana antigua como la tierra misma,
Y todos aplaudieron ante el derroche de color.

Allí estaban,
Cada una sobre la copa de los árboles,
Dormidas, algunas,
Despiertas y vivarachas, la mayoría.
Con miradas curiosas
Observaban todo a su alrededor.
Y fue entonces cuando los vieron:
Los potrillos de unicornio, que también las veían a ellas con extrañeza.
En ese momento,
Y sin que hubiera muchas ceremonias,
Nació un instinto milenario y único:
El profundo deseo de cuidar de esas criaturas, por parte de las hadas,
Y el profundo deseo de dejarse proteger, por parte de los unicornios.
Es que las hadas silvanas,
Joven aventurero,
Son las hadas que protegen a los unicornios,
Los cuidan durante toda su vida,
Y cuidan de una fuente de magia tan hermosa y sublime.
Sin previo aviso,
Las hadas se lanzaron en vuelo desparejo y alborotado,
Y al poco tiempo cada unicornio había encontrado guardiana.
Sólo uno quedó solo,
Y fue porque su hada dormía un poco
(como que nacer da algo de sueño),
Con lo que miraba triste cómo sus hermanos y primos jugueteaban con sus hadas,
Mientras él permanecía solo y apartado.

Había un hada,
En efecto,
Que dormitó un poco de más al nacer,
Y fue una de las hadas mayores quien,
Quizás con algo más de brusquedad de la debida,
la despertó e indicó con un dedo al pobre unicornio solitario.

El hada silvana observó al unicornio.
El unicornio notó la mirada.
Ambos se dirigieron una mirada extrañada.
El hada ladeó la cabeza a la derecha,
Y el unicornio la imitó;
El hada la volvió a la izquierda,
Y el unicornio volvió a repetir el gesto.
Sin previo aviso, el hada salió volando hacia él,
Se posó sobre su nariz,
Dejó caer polvo de hadas sin querer
(algo que les ocurre muy frecuentemente a las hadas recién nacidas que tienen exceso de magia),
Y el unicornio estornudó.
Desde entonces,
El unicornio tuvo guardiana,
Y el hada tuvo un unicornio que proteger.
Es sabido ya por todos los que habitan este singular país
Que las hadas silvanas misión tienen de cuidar a un unicornio.
Por eso su llegada es tan esperada,
Por eso la tierra las recibe con tanta fiesta.

Joven aventurero,
Que osas entrar en esta tierra,
Creo que yo ya te he hablado de esa hada singular,
¿verdad?
Recuerda,
Era esa hada curiosa,
Una hada que se quedó dormida,
Un hada increíblemente jocosa.
Tenía un unicornio,
Y su nombre era Lunita,
Y cuando se conocieron ella derramó sobre él mucho polvo de hadas,
Y Lunita estornudó por primera vez en su vida.
Un hada que,
Al crecer,
Se hizo una de las hadas más divertidas y joviales de todo el país,
Y ya hoy son leyenda todas las travesuras que hizo junto a muchas más amigas y hermanas.
Pero incluso hoy las hadas más ancianas,
Por no hablar de los elfos y enanos más viejos,
que en general no se preocupan por estas criaturas, salvo en su nacimiento,
Hablan aún hoy de esa hada peculiar.
Nombre de especia tiene,
Y una curiosidad sin igual.
Atenta y siempre servicial,
Nunca negó una sonrisa.
Cordial y amable,
Jamás dejará de ayudar.
Una de las hadas más mágica de todo el país,
¿la recuerdas, joven aventurero?

Aún hoy es leyenda en el mundo que queda detrás de las luces del norte,
Porque allí es donde tomó la decisión de abandonar ese mundo,
De venir a Explorar al triste mundo de los mortales.
¡Honrados debiéramos sentirnos
De que semejante criatura quiera llegar aquí!
Habiendo mundos más extraordinarios,
Luces más brillantes,
Colores más vivos,
El hada Jengibre decidió Explorar este mundo en busca de la luz oculta.
Noble misión es la que la embarga,
Pues renunció a su mundo,
Y ahora su unicornio corre salvaje por entre las llanuras.

Noble misión es la que carga,
Pues ahora se la ve viajar de un lado a otro sin parar.
Siempre se detiene,
A escuchar,
A aprender,
A entender
Y a consolar.
Nunca ha negado ayuda a alguien,
Jamás ha deseado el mal;
¡ha venido a la tierra de los hombres a sacar a relucir la brillante magia de la verdad!
Se la ve comúnmente
Recorriendo montañas y valles,
¡es el hada Jengibre,
Que va caminando desde avenidas a calles!
Cuánto el mundo necesita de la luz,
Creo que tú bien lo sabes,
Joven aventurero;
Ella es quien,
Como muchos,
Trata de hacernos ver lo oculto,
Y cuando ve que hay demasiada oscuridad,
Jamás duda en un poco de polvo de hadas sacar.
¡Vedla correr incansable por los senderos de la vida,
Ayudando a todo el mundo y llevando la fantasía!
Hay del soñador que se la encuentre,
Quedará toda su vida anhelando volver a verla!

Ahí está,
El hada Jengibre,
Una sola maravilla.
Tan extraña para su raza,
Tan increíble amiga.
¿Yo la conozco, sabíais?
¡Y que alegría es poder pensar que la magia no ha muerto aún en nuestros días!
¡Qué mágica fantasía es creer que aún puede haber soñadores!
¡Que increíble maravilla es que haya amigos semejantes!
¡Qué grato suceso el encontrarse!

Hada Jengibre,
Hada de los bosques,
Hada silvana:
¡Continúa el camino de tu expedición!
Hada Jengibre,
Hada silvana,
Hada de los bosques:
¡No detengas jamás tu marcha!
Hada de los bosques,
Hada Jengibre,
Hada silvana:
¡A continuar, a continuar la marcha!
Hada silvana,
Hada de los bosques,
Hada Jengibre:
¡Salud por tu vida, porque tu vida ha sido llenar de luz las de los demás!

¡Salud por tu vida, hada Jengibre!
¡Salud por tu vida, querida amiga!
¡Salud por el maravilloso regalo de vivir!
¡Y salud por esa vida que no pára de iluminar el mundo sumido en oscuridad!
¡Sea a ti la felicidad de vivir,
hada Jengibre!


Sir Nicolas Vasquez de Aragon.



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domingo, 10 de octubre de 2010

Bajo el cielo de Paris. (trilogía de París 2)


Bajo el cielo gris plomizo de París una pareja de ancianos pasea por el viejo Montmartre. Caminan cogidos de la mano, con paso lento. Sus ropas, pasadas de moda y muy raídas. No son indigentes, aunque su situación no es demasiado buena. Pero a ellos no parece importarles. Se tienen el uno al otro y lo justo para vivir. No necesitan más, son felices. Viven en una pequeña buhardilla, la misma que les sirvió de refugio hacía ya tantos años, cuando eran dos jóvenes amantes compartiendo una pasión prohibida. Él un joven escritor idealista que quería cambiar el mundo. Ella una joven de la buena sociedad, tímida y rebelde. Eran felices juntos, pero la guerra los separó. Él se alistó, aunque nunca había empuñado otra arma que sus palabras, quería combatir el totalitarismo. Ella se quedó en la buhardilla, esperando su regreso. Tiempos duros y tristes, pero ella nunca perdió la esperanza. Sabía que su amor estaba vivo, lo sentía en su corazón. Y por fin, la liberación. Y regresó, demacrado y lleno de cicatrices, pero feliz, estaba vivo y había vuelto con aquella a la que tanto amaba. Le confesó que su recuerdo era lo que le había mantenido vivo en los duros combates. Jamás habían vuelto a separarse. Y allí, sentados en un banco, juntos y abrazados, transmiten tanto amor y tanta ternura, que todos los que pasan no pueden evitar mirarlos con cariño, y también algo de envidia... ¡¡¡es tan bello poder envejecer al lado de la persona amada!!!


viernes, 8 de octubre de 2010

¡¡¡¡CONVIVENCIA!!!!


—Abuela, ¿qué significa convivencia?— preguntó Núria cuando su abuela la arropaba y le daba su beso de buenas noches.

Su abuela suspiró profundamente antes de contestar.

—Bueno, convivir significa vivir en paz y armonía —respondió—. Las personas no somos islas, vivimos rodeados por otras personas. Convivimos con esas personas. Piensa en esta casa. Aquí vivimos 6 personas ¿verdad? Y cada una tenemos nuestro carácter y nuestra personalidad, pero para que las cosas funcionen bien todos tenemos que poner de nuestra parte. Y eso se consigue respetando a los que tienes a tu lado. Dejando de pensar en uno mismo y pensando más en los demás. Es compartir, es tolerar. Todos tenemos nuestras manías y defectos, pero a veces olvidamos los propios y criticamos los ajenos sin darnos cuenta que los nuestros pueden ser mucho peores. Todo eso es la convivencia.

—Abuela, y ¿por qué la gente no suele convivir en paz?

—Piensa que escuchar, tolerar y respetar a los demás nos exige dejar nuestro egoísmo a un lado. Y eso es difícil de lograr en esta sociedad actual. Pero hay mucha gente que se preocupa y ayuda a los demás. Gente que quiere y lucha por hacer de este mundo un lugar mejor donde podamos vivir todos. Y ahora a dormir, que mañana hay cole y ya es muy tarde.

jueves, 7 de octubre de 2010

Vacaciones.


Sí, como leéis. Me marcho unos días de vacaciones. El verano ha sido muy largo, cálido y pesado y por fin me ha llegado el momento de poder descansar. Estaré unos días en un pequeño pueblo de la provincia de Cuenca, visitando a la familia y recargando baterías.

He dejado la entrada de mañana (CONVIVENCIA) programada, pero hasta que vuelva no podré contestar a vuestros comentarios ni visitar vuestros blogs. Estaré alejada de la tecnología, en contacto con la naturaleza y el aire puro.

Nos leemos a la vuelta.

Besitos de jengibre para todos.

martes, 5 de octubre de 2010

Rinconcito poético XIII.


SONETO XVII (PABLO NERUDA)

No te amo como si fueras rosa de sal, topacio
o flecha de claveles que propagan el fuego:
te amo como se aman ciertas cosas oscuras,
secretamente, entre la sombra y el alma.

Te amo como la planta que no florece y lleva
dentro de sí, escondida, la luz de aquellas flores,
y gracias a tu amor vive oscuro en mi cuerpo
el apretado aroma que ascendió de la tierra.

Te amo sin saber cómo, ni cuándo, ni de dónde,
te amo directamente sin problemas ni orgullo:
así te amo porque no sé amar de otra manera,

sino así de este modo en que no soy ni eres,
tan cerca que tu mano sobre mi pecho es mía,
tan cerca que se cierran tus ojos con mi sueño.



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jueves, 30 de septiembre de 2010

Trilogía de París 1: La vida en rosa.


Paris siempre era una buena opción, pensó mientras paseaba por las solitarias calles de Montmartre. La rosada luz del alba empezaba a despuntar, pero todavía estaban encendidas las farolas. Llovía, no llevaba paraguas pero no le importaba. Sentir el frescor de las gotas en su cara le hacía sentirse vivo. Había dejado su hogar, escapando de una vida rutinaria y de un matrimonio fustrante con una mujer a la que no amaba. No la había amado nunca, ahora se había dado cuenta de ello. Sólo buscaba una vida ordenada, lejos de su agitada juventud. Creyó que así sería feliz. Sólo ahora era consciente de su error. Ahora, que con el sabor del amor en sus labios, volvía a su pequeña buhardilla, se sentía realmente feliz. Había vuelto a pintar. Había vuelto a reír. Había vuelto a vivir.





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miércoles, 29 de septiembre de 2010

Rinconcito poético XII.


Había una vez…

Canto de los soñadores que ven agonizar el mundo que dejan atrás


Había una vez una historia,
Una historia que tuvo que acabar una vez.
Había una vez una leyenda,
Leyendas que murieron con el tiempo.
¿Y adónde se han quedado aquellos días?
La tercera edad del sol ya está perdida.
Había una vez una gran historia,
Pero los hombres la olvidaron con el tiempo hasta perderse.
Los fríos senderos fueron elegidos,
Los caminos nuevos desplazaron a los antiguos.
¿En qué lugar se habrán quedado los lugares de aquel mundo?
Había una vez,
Pero hoy ya no hay más.
Hubo una vez,
Pero dejó en un momento de haber.
Y he aquí que ahora sólo hay frías historias en el papel del periódico,
Y he aquí que sólo hay frías historias que carecen de vida.
¿En dónde ha quedado el color de aquellos viejos versos,
Versos que hablan de criaturas fantásticas y de nuevos mundos perdidos
entre bosques?
¡Se han ido del mundo,
Y la humanidad los ha perdido!
Ahora las grandes muchedumbres tonales permanecen en una misma escala
sin ninguna alteración;
Ahora la gran muchedumbre gris se atosiga y embalsama con los fétidos
aires de la monotonía y el aburrimiento.
¿Cuándo?
¿Por qué?
El ruido nos ataca, nos agobia la normalidad,
Hemos acabado con los genios que nos traían reposo y consuelo.
El ruido nos ensordece, la ciudad de asfalto aplasta la luz de los bosques,
Hemos acabado con todo lo que nos había hecho tanto bien.
Había una vez,
Pero esa vez ya pasó.
Y ahora los humanos luchan por no morir,
Y ahora muchos otros añoran los tiempos pasados.
Había una vez,
Pero esa vez ya se perdió.
Ahora sólo quedan las ganas de volar hasta las estrellas,
Perderse en otro planeta,
Ser atrapado por el silencio,
Volver a crear un mundo nuevo de la nada.
Ahora muy pocos sueñan con entrar a un bosque,
Perderse en la espezura,
Oír el cantar de las aves,
Encontrar una oréade danzante,
Volver a creer en los cuentos de antes.
¡En qué momento la humanidad equivocó tanto el camino!
Atended a mi clamor, insensatos:
¡Triste es el porvenir del hombre cuando el hombre no puede creer!
Escuchad los gritos de los que se han olvidado de soñar,
¡no cometáis el mismo error!
Había una vez,
Pero los hombres perdieron la paciencia, llenaron su tiempo y se
olvidaron de esperar lo que seguía a continuación.
Había una vez,
Pero los hombres transformaron el pasado en presente.
Ahora sólo hay.
Hay tristeza.
hay monedas.
Hay angustia.
Hay anhelo.
Hay insatisfacción.
Hay guerra.
Hay realidad.
Hubo una vez un sueño,
Pero los sueños todos fueron desechados y maltrechos.
Hubo una vez una historia,
Pero los hombres perdieron todo su interés.
Había una vez,
Pero nadie recuerda qué seguía después.
Hubo tantas cosas,
pero ahora sólo hay realidad.
Oíd, es el hueco símbalo que retiñe,
La campana estridente que anuncia la realidad sórdida y vacía.
Había una vez,
Pero esa vez ya se olvidó.
Ahora sólo la realidad quedó.
Había una vez,
Una vez que ya se pasó.
Había una vez,
Que por culpa de la fría masa gris que clama,
Una vez se olvidó.

Sir Nícolas Vásquez de Aragón.




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sábado, 25 de septiembre de 2010

Retales de una vida.


Tejía y tejía. Sus manos urdían un tejido con hilos de brillantes colores. Aunque apenas podía verlos, hacía tiempo que había perdido la vista. Pero, con los recuerdos de los brillantes días de sol en su memoria, componía una tela para un vestido. El más bello de todos los que había cosido, lleno de luz y vida. Su propia vida.





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lunes, 20 de septiembre de 2010

Mona Lisa.


Se preguntaba porque su señor la habría hecho vestirse con esos ropajes tan suntuosos. "Te voy a inmortalizar" le había dicho. Se sentía una de esas damas de alcurnia, bella e importante. Sonrió tímidamente.





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domingo, 19 de septiembre de 2010

Otoño en Nueva York (trilogía de Nueva York 3)


Había llegado a la ciudad buscando un sueño. Había dejado atrás su vida apacible en una pequeña ciudad del medio oeste. Quería ser escritora. Soñaba con eso desde que aprendió sus primeras letras y descubrió que con ellas se podía crear un nuevo mundo. Quería demostrarles lo equivocados que estaban a todos los que decían que no lo conseguiría. Que debía dejar esos sueños y vivir una vida real. Casarse y ocuparse de su familia, que es lo que deben hacer las señoritas bien educadas. Se marchó la mañana en que cumplía su mayoría de edad. Se subió a un tren rumbo a Nueva York, la ciudad de las oportunidades. De eso hacía ahora justo 50 años. Paseando por el parque en una luminosa mañana de otoño, recordó con nostalgia e ilusión el día que tuvo entre sus manos su primer libro. Sonrió feliz, pensando que ese sería un buen tema para su próxima novela.





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viernes, 17 de septiembre de 2010

Isolda.


Hoy he decidido publicar uno de los cuentos que más significan para mí. Y lo hago íntegramente en una sola entrada. Supongo que os extrañará que me decante de esta manera por uno de mis cuentos. Pero es que este es un cuento muy especial. Es el que más me ha costado escribir. Empecé a publicarlo en Agosto de 2009 y el final se publicó en enero de 2010. Es un cuento que nació de una gran nostalgia y de una situación personal algo complicada. Y todo eso le da un aire diferente al resto de mis cuentos.
Espero que os guste.

Isolda.

Érase una vez, en una gran y próspera ciudad a orillas de un tranquilo mar cargado de historia, habitaba una niña, traviesa y curiosa, como lo son todas a esa edad en que todavía creen en princesas y dragones; y tan traviesa, valiente y decidida que muchas veces sino fuera por los vaporosos vestidos que la hacían llevar, se confundiría con uno más de los golfillos de la calle.
Había nacido en el seno de una familia acomodada. Su abuelo paterno había hecho fortuna en Cuba con la caña de azúcar, para regresar a la ciudad que lo vio nacer convertido en un rico indiano. Para dejar constancia de su nueva situación, se construyó un impresionante palacete en uno de los barrios más señoriales de la ciudad, diseñado por uno de los arquitectos más prestigiosos de la época. Todo era poco para hacer ostentación de su riqueza. Se codeaba con condes y marqueses; todos aquellos que antes ni se habrían dignado ni a mirarlo, ahora le trataban con esa deferencia que solo da el dinero. Pudo haber contraído matrimonio con la única hija de un duque arruinado por el juego, y así sumar un título nobiliario a su fortuna, pero sorprendiendo a todos, optó por casarse con una humilde costurera, la mujer de la que se enamoró cuando era un joven aprendiz de carpintero, aquella por la que había dejado todo lo que tenía y se había embarcado para tierras lejanas, con la esperanza de ofrecerle un futuro mejor que el que tenían. En los duros momentos pasados en las junglas salvajes, llenas de mosquitos y calor, era el recuerdo de sus ojos lo único que le daba fuerzas para seguir. Por eso, lo primero que hizo al llegar al puerto fue ir a buscarla. Necesitaba saber si le había esperado todos estos años. Sí el esfuerzo había valido la pena. Cuando llegó hasta ella y la miró a los ojos, supo que nada había cambiado entre ellos. Su boda fue el mayor acontecimiento de la temporada social. Luna de miel en París y Viena. Y al volver de su viaje por Europa, la grata noticia de que esperaban su primer hijo.
Un hijo varón, que desde el primer momento estuvo rodeado siempre de lo mejor; el mejor colegio de la ciudad, un internado en Inglaterra del que pasó a la universidad de Oxford. Todo era poco para el heredero del imperio que tanto le había costado levantar. Y demostró que era digno sucesor de su padre, no solo conservó su patrimonio, sino que lo engrandeció aún más. Era un hombre de negocios frío y calculador. A su debido tiempo contrajo matrimonio con la hija de un conde, la joven más hermosa de toda la alta sociedad de la época. La boda fue el evento del momento, toda la buena sociedad asistió. La novia estaba radiante envuelta en una nube de tules y sedas, que realzaban su hermosura confiriéndole un aura de irrealidad, como si de un ángel se tratara. El novio, impecablemente vestido de etiqueta, traído expresamente de Londres, de una sastrería exclusiva que vestía también al Príncipe de Gales. E inmensamente feliz, no porque estuviera perdidamente de la que iba a ser su esposa, sino porque entroncaba con una de las familias más aristocráticas de la ciudad, pensaba más en ella como en una buena inversión o un bello adorno en su casa. El amor, se decía, no existía era sólo una invención de los poetas… y así les iba, morían jóvenes y arruinados.
Fue un matrimonio condenado al fracaso desde el principio. La joven esposa descubrió muy pronto que su esposo no la amaba. Que todas aquellas bellas palabras que no hace tanto tiempo le dedicara, todas aquellas atenciones y regalos, todo ese amor que decía sentir por ella era una gran mentira. Ella que podría haber elegido a cualquier joven de la ciudad, que era la más bella y admirada, la que, según las malas lenguas, había llegado a ser la causa que un joven poeta de mucho talento se pegara un tiro al no ser correspondido. Ese matrimonio había sido un gran error, y desgraciadamente ya no había vuelta atrás. Tendría que fingir una felicidad que estaba muy lejos de sentir, sonreír a todo el mundo, aunque su corazón estuviera completamente destrozado.
Al volver de su viaje de novios, se refugió en una intensa vida social. No había baile de sociedad al que no acudiera, ni se perdía ninguna noche de gala en el teatro de la Ópera. Así, por lo menos lejos de casa, era feliz. Pero todo cambió cuando supo que estaba embarazada. Lejos de sentir la alegría natural de toda joven recién casada ante la llegada de su primer hijo, ella se sumió en una completa melancolía. Por entonces no estaba bien visto que una mujer embarazada se dejara ver en público y en actos sociales. Y empezó a desear con todas sus fuerzas perder a esa criatura que llevaba en su seno, y a la que nunca podría llegar a querer. Y fue por entonces cuando se enteró de que su esposo tenía un lío con una famosa artista de varietés, recién llegada del loco París. Lejos de hacerle daño, esa noticia la llenó de alegría. Así, por lo menos, su marido se mantendría lejos de su habitación.
A su debido tiempo nació una niña, fuerte y sana. Su madre apenas si la miró cuando se la pusieron sobre su corazón. Y se negó incluso a amantarla. Quería recuperar cuanto antes su figura y su belleza para volver a su vida social. Cuando a su padre le dijeron que había sido niña se sintió tremendamente decepcionado. Estaba claro que su esposa era incapaz de hacer algo bien, en lugar de un varón que heredara su fortuna y perpetuara su apellido sólo era capaz de darle una hija, que traería más problemas que ventajas.
Llamaron a la niña Isolda, como la heroína de una ópera, por expreso deseo de su madre, que se opuso a que su hija se llamara como su suegra. En realidad no tenía nada contra ella, era más por llevar la contraria a su marido, que por otra cosa. Desde el primer momento Isolda pasó a los brazos del ama de cría y de su niñera.
Sus primeros recuerdos estaban ligados a esas dos mujeres. De hecho, la primera vez que dijo “mamá” fue a su niñera, y no fue hasta algunos años después que descubrió que aquella señora tan guapa y bien vestida que a algunas noches pasaba a darle las buenas noches, era su verdadera madre. Su padre era diferente, aunque al principio le decepcionó el que no fuera un varón, en cuanto vio a la pequeña Isolda, y la sonrisa que ésta le dedicó en cuanto la estrechó en sus brazos, supo que esa cosita tan diminuta e indefensa le había robado el corazón. Y él, que no creía en el amor, que nunca lo había sentido, descubrió que amaba a Isolda por encima de todas las cosas; de sus negocios y de su fortuna.

2.-

Isolda crecía sana y feliz. Su padre, quizás para compensarla de la frialdad e indiferencia con que la trataba su madre, la mimaba, excesivamente según todo el mundo. Nunca le decía que no a nada, su habitación de juegos estaba llena de los mejores juguetes, traídos de París y de Londres, el sueño de todo niño hecho realidad. Pero ella, que desde que era un bebé había pasado más tiempo con su niñera que con su madre, que sus primeros pasos los había dado en la cocina, rodeada por las doncellas del servicio y la cocinera; que su primer compañero de juegos había sido el hijo de su ama de cría, un niño débil y enfermizo llamado Manuel, al que todos llamaban “pequeño Manuel” porque a pesar de tener la misma edad que Isolda, era escuálido y canijo. Por todo eso, la niña pasaba todo su tiempo en la cocina, o jugando con los hijos de la cocinera o el cochero. No era difícil verla corriendo por el inmenso jardín, con su vestidito manchado de barro, las piernas llenas de morados y arañazos pero riendo feliz, jugando con los otros niños a piratas o a mosqueteros. Y con Pequeño Manuel siempre pegado a sus faldas. En un principio, los demás niños no querían admitirlo en sus juegos, su aspecto frágil le granjeó las burlas de los demás; pero Isolda había salido en su defensa, todos conocían su habilidad y puntería con el tirachinas, por eso era mejor no meterse con ella. Además era la hija de la casa, y gracias a ella podían jugar en los jardines en lugar de las callejas y descampados que se habían convertido en lugares algo peligrosos; era mejor dejar que el “canijo” se uniera a ellos.
Pero aunque su madre le tuviera sin cuidado lo que hiciera o dejara de hacer su hija, no pasaba así con sus abuelos maternos. Para ellos era una afrenta ver a su única nieta convertida en un golfillo de arrabal. Ellos, que querían verla convertida en toda una dama de modales refinados, no entendían como su hija consentía que las cosas fueran así. Así que un día se presentaron en el palacete, dispuestos a hacerle ver que Isolda necesitaba una educación acorde con su posición. Todavía estaban a tiempo, nada como una buena y estricta educación en el prestigioso internado británico al que había asistido su madre; pero la pequeña era demasiado joven para eso, lo mejor sería contratar los servicios de una severa institutriz inglesa para corregir esos hábitos tan poco recomendables y convertirla en una señorita.
Con lo que no contaban era con la total oposición de su yerno. Se negó a enviar a la niña tan lejos de su lado. El había pasado casi toda su infancia y su primera juventud en un internado y sabía como se sentiría su niña; pero lo más importante, él no podría vivir en esa casa si no fuera por su hija. Cada vez se le hacía más difícil el estar junto a su esposa y fingir una felicidad familiar que nunca había sentido, y si lo hacía era sólo por su “princesita”, ella con sus risas y travesuras caldeaba el gélido ambiente de su hogar. La reunión terminó con una brusca discusión entre suegro y yerno, que los separó para siempre. Y para dejar claro quien era quien mandaba en su casa, en lugar de la severa institutriz, contrató a una joven dulce y amable; Elaine, la hermana pequeña de uno de sus antiguos compañeros de estudios, que por azares de la vida había quedado viuda muy joven y con escasos recursos. Antes de casarse había dado clases en un colegio para señoritas, por lo que estaba muy capacitada para la tarea.
La llegada de Elaine al palacete supuso muchos cambios en la vida de Isolda. Habilitaron una habitación para ella al lado de la de la niña, la sala de juegos se convirtió también en la habitación de estudio. Y la niña se adaptó por primera vez en su vida a unos horarios regulares. Y por primera vez, una rabieta no le sirvió para nada. Lloró y lloró, pero esta vez fue tajante. Elaine había venido para darle clases y no se marcharía; al contrario, sería ella quien, a partir de ese momento, se ocuparía de todo lo referente a ella. Lo único en lo que consiguió que su padre transigiera fue en dejar que el “Canijo” asistiera también a las clases. Cansada de llorar, al final aceptó que su vida iba a cambiar, pero mientras conservara a Manuel a su lado, las cosas no serían del todo malas. Ya se les ocurriría alguna travesura para recibir como se merecía a su nueva institutriz. Porque aunque Manuel no fuera tan fuerte como los otros niños, tenía algo que ellos no tenían, era tremendamente despierto, listo y muy imaginativo. Y aunque le seguían llamando “Canijo”, no lo hacían despectivamente, ese se había convertido en su apodo. Se había ganado su respeto, pues gracias a sus estrategias, habían ganado infinidad de batallas cuando se enfrentaban a las bandas de pilluelos del barrio.
Nunca tuvieron tiempo para esa travesura, Elaine se ganó el corazón de los niños nada más llegar. Isolda, que esperaba una especie de ogro vestido de gris, de rostro severo y duro (no había podido evitar escuchar la discusión entre su padre y su abuelo), se encontró con una joven de aspecto risueño y dulce, una cálida sonrisa le iluminaba el rostro, aunque el largo viaje la había agotado. Vestía con un sencillo vestido negro, pero lejos de darle un aspecto aterrador, le daba un aire de melancólica tristeza, su luto era aún muy reciente. Transmitía tanta calidez, que la pequeña se sintió cautivada desde el primer momento; y cuando esa primera noche, al acostarse le contó una leyenda de su tierra, de un lago encantado en el que las noches de luna llena bailaban las ondinas, y de un elfo curioso que las espía y acaba convertido en junco por su osadía, descubrió que sí que su vida iba a cambiar, pero para mejorar.
Estaba tan contenta, que esa mañana se despertó muy temprano. Quería ver a su padre antes de que se fuera a la fábrica. Se vistió lo más rápido que pudo y bajó corriendo al comedor donde él desayunaba para lanzarse a sus brazos en un enorme abrazo y llenarlo de besos. Y lágrimas de felicidad corrían por las mejillas de los dos.

3.-

La vida trascurría feliz en el palacete. La llegada de Elaine fue como una brisa de aire primaveral, llenando de calor y ternura el gélido ambiente reinante. La joven institutriz consiguió hacerse no sólo con el corazón de su pupila, sino que fue capaz de ganarse incluso el respeto y la admiración de los padres y abuelos de la pequeña.
Isolda descubrió que le gustaban las clases. Aprendió a leer y escribir con una rapidez asombrosa. Gracias sobretodo a los libros de cuentos que le leía Elaine. Le fascinaron esos mundos llenos de magia, donde todo era posible. Donde los dragones eran sabios y custodiaban tesoros. Donde al final del Arco Iris siempre había un caldero de oro esperando al espíritu aventurero que fuera a su encuentro. Soñaba con poder visitarlos y se enfadaba con todo aquel que dijera que el país de las hadas no existía.
Pero por muy rápido que aprendiera nunca superaba al “pequeño” Manuel. El niño demostró tener una inteligencia fuera de lo común. No había materia que se le resistiera. Pero lo que mejor se le daba eran los números. Elaine estaba asombrada, era capaz de resolver operaciones que niños mucho mayores no eran capaces de resolver. También le llamaba la atención el cariño que los dos niños se profesaban. Isolda le protegía contra viento y marea. El invierno anterior había sido especialmente crudo, y Manuel estuvo a punto de morir de pulmonía. La niña se había escapado de casa para estar con él, y no regresó a casa hasta que consiguió que el médico de su familia atendiera al niño. Después de esto, Manuel se convirtió en habitante del palacete, en una pequeña habitación al lado de la de Isolda, cálida y seca; lejos del frío y la humedad del cuchitril donde vivía su familia.
Así fueron pasando los años. Isolda crecía feliz. Se estaba convirtiendo en una jovencita bella y educada, capaz de hablar perfectamente en inglés y francés, tocar el piano como una virtuosa… y darle una buena paliza al que tuviera el atrevimiento de llamarla cursi y redicha. Algo que solo le permitía al “canijo”. Manuel seguía siendo más débil que cualquier chico de su edad, pero gracias a Isolda su salud había mejorado mucho. Y su inteligencia y habilidad con los números le había ganado el cariño del padre de su amiga hasta el punto de pagarle la educación en un prestigioso colegio. Si el chico seguía así se estaba planteando adoptarlo como hijo. Alguien debía ser capaz de llevar los negocios el día que el faltara, y ni su mujer ni su hija estaban capacitadas. Isolda pensaba más en las nubes que en la tierra. La vida les sonreía. Acababan de cumplir catorce años y tenían un prometedor futuro por delante.
Pero las cosas cambiaron una mañana del mes de junio. Esa mañana, como todas las mañanas, Isolda bajaba a desayunar con su padre. Adoraba esos momentos. Era el mejor momento del día para los dos. Él había renunciado a leer el periódico con su café matutino, prefería dedicar ese tiempo a su pequeña. Ella le hablaba de los lugares maravillosos que descubriría, surcando los mares en un barco pirata, con Manuel de timonel. Y el se reía o fingía enfadarse porque a él no lo incluía en la aventura. Pero esa mañana algo era diferente. Al llegar al comedor vio que su padre leía el diario con cara de preocupación. Últimamente la situación en la ciudad era un poco difícil. Revueltas callejeras por doquier, obreros luchando por mejorar sus situación. Y para colmo esas levas forzosas para otra de esas absurdas guerras colonialistas. Isolda supuso que eso era lo que preocupaba a su padre, aunque al verla dobló el diario y se esforzó por esbozar una forzada sonrisa. No le gustaba preocuparla con estas cosas. Le pidió que le hablara de ese país donde los sueños se cumplen, donde los unicornios pueblan los bosques y las sirenas cantan en las noches estrelladas. Se despidió de ella con una extraña sensación.
Jamás volverían a verse. Unos anarquistas acabaron con su vida ese mismo día, en su fábrica, esa que tanto había luchado por modernizar. Sus últimos pensamientos fueron para su princesa, y recordó ese momento mágico, esa sonrisa cuando por primera vez la tuvo entre sus brazos. Y una sonrisa quedó impresa para siempre en su rostro. Su último gesto.
Cuando la noticia llegó al palacete Isolda estaba en su clase de piano. Supo que algo no andaba bien cuando su madre interrumpió la clase. Ella nunca se preocupaba por sus clases. Al mirarla descubrió que había llorado aunque ahora estaba serena. Se acercó a ella y la abrazó (algo que nunca había hecho). Con voz queda le comunicó la triste noticia. En un primer momento no reaccionó. Pero cuando realmente tomó conciencia de lo que eso significaba, cuando por fin aceptó que él ya no volvería jamás, que lo había perdido para siempre, sintió que algo se le rompía por dentro. Se deshizo del abrazo de su madre y corrió escaleras arriba, a la habitación de su padre. Allí se encerró y, sobre la hermosa cama con dosel que su abuelo había traído de Londres, se tendió a llorar desconsoladamente, abrazándose a la almohada como se abrazaría un naufrago a su tabla de salvación. Se negó a salir, se negó a comer nada. Ni siquiera le abrió la puerta a Elaine, que le rogaba la dejara pasar. Ella sabía muy bien lo que estaba sintiendo la niña, no en vano también había perdido a su ser más querido. Pero Isolda no quería ver a nadie. Quería que la dejaran a solas con su dolor.
Sólo cuando Manuel amenazó con derribar la puerta de un empujón, abrió la puerta y le dejó pasar. Lo único que conseguiría sería romperse el hombro contra la puerta de madera maciza, y aún así seguiría golpeando. A veces podía llegar a ser increíblemente tozudo.
Nadie sabe que pasó en esa habitación, ninguno de los dos contó jamás lo ocurrido. Pero lo cierto es que a la media hora, Isolda salía por fin, serena pero con los ojos todavía llenos de lágrimas. Y tanto durante el velatorio en el salón principal del palacete, ante las autoridades y gente principal de la ciudad, como en el funeral y posterior entierro, nadie la vio derramar una sola lágrima ni perder la compostura. A su lado, su madre lloraba desconsoladamente y era la viva imagen del dolor de la esposa que a perdido a su amante esposo. Fingiendo un dolor que no sentía.
A la mañana siguiente al funeral la vida volvía a cambiar para Isolda. La primera decisión de su madre fue despedir a Elaine. Creía que su trabajo con la niña había terminado; ya nada podía enseñarle. Se estaba convirtiendo en una señorita y era el momento de ir al prestigioso internado donde ella había estudiado. Allí Isolda terminaría de convertirse en una dama, como le correspondía por su posición.
Ella escuchó estas palabras como si de una maldición se tratase. Pero no derramó ni una lágrima. Se mantuvo impasible, aunque notó como el corazón se le desgarraba. Primero su padre; y ahora debía decir adiós a todo lo que conocía. A su nany, a todo el servicio que tanto la había cuidado y a quien tanto quería; sus antiguos compañeros de juegos, con los que seguía teniendo un lazo especial, aunque la mayoría de ellos ya no tuvieran tiempo para jugar. Y lo peor de todo, despedirse de Elaine pero sobretodo de Manuel, su hermano de leche, su mejor amigo, su alma gemela. No podía concebir la vida sin el a su lado, cómo siempre. Pero tenía que hacerlo. Tenía que ser fuerte. Había dado su palabra. Y su padre le había enseñado que nunca hay que faltar a la palabra dada, bajo ningún concepto ni razón.

4.-

Ese verano fue el más triste de su corta vida. La ciudad era un auténtico polvorín, revueltas obreras, bombas, quema de fábricas. Sus abuelos decidieron dejar la ciudad y pasar el verano lejos de los disturbios. Y puesto que en Septiembre Isolda debía empezar en su nuevo colegio, decidieron pasar el verano en Londres. A su hija y a su nieta les vendría bien un cambio de aires para mitigar su dolor. Así, la pobre niña apenas tuvo tiempo para despedirse de sus antiguos compañeros de juegos, pero casi lo prefería, no le gustaban las despedidas, y esta era particularmente difícil. Sólo se despidió de Manuel. Esa última noche se escaparon y la pasaron en la playa, mirando al mar. La luna llena brillaba en lo alto, sembrando pequeños diamantes de luz en la tranquila quietud del mar. No hablaban, No necesitaban las palabras, que por otro lado se quedaban pequeñas para expresar la pena que ambos sentían. Así estuvieron hasta el amanecer, había llegado el momento de la temida despedida. Isolda sintió que las fuerzas le abandonaban, resultaba curioso ella que siempre había sido la fuerte, la que ayudara o defendiera a Manuel, era ahora incapaz incluso de mantenerse de pie. Él la abrazó y le prometió que pasara lo que pasara el iría a buscarla. Construiría el mejor barco y surcarían los siete mares, buscando aventuras como siempre habían soñado. Y atravesarían el arco iris y llegarían a una tierra donde nada ni nadie pudiera separarlos. Se agachó, y de la arena cogió una pequeña concha para ella, para que nunca se olvidara de esa noche ni de su promesa. Volvieron al palacete en silencio, y al llegar a la puerta, Isolda incapaz de retener las lágrimas que le quemaban en los ojos ni un segundo más, volvió a abrazarlo por última vez, le beso suavemente en la mejilla y se marchó corriendo a su habitación. Nada más cerrar la puerta se derrumbó llorando desconsoladamente sobre la cama.
Isolda apenas recordaba el largo viaje a su nuevo destino. Iba como uno de esos muñecos llamados autómatas, que tiempo atrás su padre le había llevado a ver. Se movía sin voluntad propia; pero al llegar a Londres algo en ella cambió. A pesar que era una mañana fría y lluviosa, más propia del otoño que del verano en el que se encontraban, la niña sintió de repente ganas de conocer todos los rincones de la ciudad. Siempre había deseado visitarla, Elaine siempre le hablaba de de ella, de la hermosa catedral de Westminster, del cambio de guardia en el palacio real y de su famoso Big Ben. Recordó las veces que le había pedido a su padre que la llevara con él cada vez que sus negocios le llevaban a la capital del imperio británico, y él siempre le decía que todavía era pequeña, que la llevaría cuando fuera una señorita, así podrían ir al teatro, la llevaría al Covent Garden para ver La Traviata, su ópera favorita. Ahora ella estaba allí, pero él ya no podría guiarla por las calles que tan bien conocía y amaba. Sintió una punzada en el corazón, pero no sabría explicar por qué, sabía que allí, en esa ciudad tan amada por su padre, ella sería feliz. Y esa idea le animó. No sabía que le esperaba a partir de ahora, sería una gran aventura… y ella siempre había querido vivir una.
Los días pasaban muy rápidos, había muchas cosas que hacer. Tenía que comprar el material para su nuevo colegio, y de paso renovar su vestuario con las últimas tendencias de París. También fueron a ver una obra de teatro que le gustó muchísimo, iba sobre un niño que no quería crecer y que vivía grandes aventuras en un país llamado Nunca Jamás.
Y así, casi sin darse cuenta llegó el momento de ir al internado. Su madre le había explicado que estaba situado en un lugar muy bonito de la costa de Cornualles, al lado del mar. Era una enorme mansión de estilo Tudor, con cuatro torreones de aspecto impresionante. Le aseguró que lo pasaría muy bien, porque además de las clases el colegio contaba con muchas actividades deportivas, podría jugar a cricket, montar a caballo o incluso a un moderno juego llamado tenis que estaba causando furor entre lo mejor de la sociedad. Ella asentía, daba igual lo que ella dijera, la decisión había sido tomada mucho tiempo antes y no serviría de nada decir que no deseaba ir allí, que prefería quedarse en Londres.
Al día siguiente la acompañaron al colegio. Tanto sus abuelos como su madre estaban rebosantes de alegría y orgullo, y ella se sentía esperanzada. "Quizás", se decía, "ella tenga razón y lo pase bien. Domino el idioma y Elaine fueuna maestra excepcional." Al llegar el aspecto del edificio le intimidó, realmente era impresionante. Se sintió pequeña y solitaria. A su lado otras niñas se despedían de sus familias, vestidas con el uniforme del colegio y esos sombreritos ridículos que llevaban. Se saludaban unas a otras, con alegría y se contaban sus aventuras veraniegas. Seguramente llevaban más tiempo en el colegio. Se sintió muy sola, algo que nunca había sentido, siempre con su inseparable compañero. Intentó acercarse a una de ellas, pero ésta la ignoró y siguió adelante, mirándola de reojo. Isolda sintió ganas de darle un buen puñetazo, pero pensó que empezar el primer día con una pelea no era la mejor manera de hacer amigos.

5.-

Isolda no era muy feliz en el internado. Había intentado congeniar con las otras chicas, pero desde el primer momento éstas la trataron como una advenediza.

Y la cosa no era mucho mejor con las profesoras. Recordaba el primer día, cuando la directora la recibió en su despacho y saludó afectuosamente a su madre, de quien dijo que había sido una de sus mejores alumnas. Entonces era todas sonrisas y amabilidad. Que distinta era ahora, toda severidad, y su sonrisa había quedado reducida a un perpetuo rictus de desaprobación. Enseguida se dio cuenta de lo muy diferente que era de su madre. No es que no supiera comportarse como una señorita bien educada. Hablaba un inglés perfecto, incluso mejor que algunas de sus compañeras; dominaba el francés con una soltura impresionante para alguien de su edad; tocaba el piano con corrección. El problema era que no ponía el corazón en lo que hacía. Su mente siempre vagaba por mundos imaginarios.

Además no le gustaba jugar al criquet, en realidad a ningún deporte. Únicamente le gustaba montar a caballo. Daba largos paseos por los terrenos del colegio, pero siempre en solitario. Y era rebelde y conflictiva. La directora tuvo que reprenderla duramente por pelearse con una compañera. Precisamente con la joven más encantadora y dulce del colegio, Annabel, la hija de Lord Rockwell, la mejor y más educada. A la pobre le había dejado feos moratones en la cara. Esperaba que no le quedaran marcas, era la más bonita de todas sus pupilas. La directora pensaba que lo había hecho por envidia y celos.

Lo que ella no sabía era que la “dulce” niña era en realidad una arpía egoísta y mandona, que se creía la reina del lugar, las demás eran sus súbditas y hacían lo que ella decía. Pero Isolda era demasiado rebelde para pasar por aquello. Por ende Annabel no dejaba pasar la ocasión de ser desagradable con ella, pero claro, delante de las profesoras se hacía la niña buena que quería ayudar a la recién llegada. Isolda soportó muchas de las pesadas bromas que le hizo, pero cuando llegó al extremo de insultar a su padre, no pudo ni quiso evitar el enfrentamiento. Recordó las peleas de su infancia, y le dejó la cara como un mapa. Le costó muy caro, porque evidentemente la directora creyó en todo momento a su favorita, pero valió la pena, hizo resurgir a la auténtica Isolda. Dejó de preocuparse por ser aceptada y volvió a ser ella misma. Lo bueno fue que después de ese enfrentamiento, las niñas se mantenían apartadas, ya no se burlaban, le tenían mucho miedo.

Como castigo le prohibieron los paseos a caballo y le impusieron la tarea de ayudar a la Señorita Lemon, la bibliotecaria. Aceptó el castigo impasible, en parte porque no le importaba demasiado, y en parte para que nadie notara lo mucho que le gustaba la tarea. La biblioteca era el lugar menos frecuentado por sus compañeras del colegio; así que estar rodeada de libros y lejos de esas frívolas, superficiales y egoístas era más un premio que un castigo. Lo peor de todo fue que la directora escribió a su madre explicándole el incidente. Y su madre, que siempre la había ignorado, le escribió una carta (la primera que le enviaba en meses) para decirle lo muy decepcionada que estaba de su comportamiento. Por suerte, junto con esa carta, recibió una de Manuel ¡desde París! Eso la emocionó. Desde que había llegado a Londres no había recibido noticias de él, a pesar de que ella le había escrito cada día desde que se habían separado.

La vida de Manuel tampoco había sido fácil desde que Isolda se había marchado. Ese mismo día abandonó el palacete y regresó con su familia. Sus padres le recibieron con los brazos abiertos, pero para sus hermanos era sólo un extraño con el que tendrían que repartir la escasa comida que tenían. Además creían que debido a su salud tan delicada no podría trabajar en ningún sitio y sería una carga. El pobre chico se había resignado a dejar sus estudios ahora que su benefactor había muerto. Sentía nostalgia de su amiga, pero aunque le había escrito cada día, no tenía respuesta. Buscaría un trabajo, tenía que ganar dinero para cumplir su promesa. Costara lo que costara, iría a buscarla.

Pero no se imaginaba que equivocados estaban todos. Al abrir el testamento del padre de Isolda, este deparó algunas sorpresas. La principal beneficiaria de su patrimonio era, evidentemente, Isolda; sin embargo mientras fuera menor de edad sus abogados gestionarían el legado. Pero también dejaba una importante suma de dinero a Manuel. Dinero que sería administrado por sus procuradores y que garantizaría la educación del muchacho en cualquier colegio o universidadque él decidiera.

Sorprendido y emocionado por esta muestra de generosidad de aquel al que había querido casi como un padre, Manuel decidió honrar su memoria. Aprovecharía ese inesperado regalo y sería el mejor. Ahora debía decidir dónde estudiaría. Se le daban muy bien las matemáticas, pero lo que realmente le gustaba era crear cosas. Recordaba las tardes que se había pasado jugando con un Meccano que el padre de Isolda le había traído a ésta de Londres. Buscó el consejo de uno de sus profesores, con el que siempre había congeniado. Él había estudiado física en la Sorbona de París, por eso le recomendó que estudiara allí. Le habló de L’Ecole Polytecnique, cuna de los mejores ingenieros. Si conseguía entrar, pues tendría que superar un examen muy difícil.

Alentado por su profesor, decidió viajar a Francia y solicitar el ingreso en dicha escuela. Si no superaba la prueba, se matricularía en la facultad de Física. No sentía pena por dejar su ciudad, en realidad nada le ataba a ella. Había pasado demasiado tiempo lejos de su familia, y ahora eran como extraños, demasiado distantes ya. Y París era una ciudad llena de oportunidades.

Se instaló en una pequeña buhardilla cercana a la universidad. Gracias a Isolda no tenía problemas con el idioma, se había empeñado en enseñárselo, aunque lo suyo no eran las lenguas. Le había costado horrores, pero ahora se alegraba de que lo hubiera hecho. Pensar en ella le puso muy triste. La ausencia de noticias suyas le preocupaba. Le había prometido que le escribiría cada día, y la conocía suficientemente bien para saber que lo haría. Por eso estaba claro que alguien interceptaba las cartas que se enviaban. Por eso se le ocurrió una idea algo descabellada pero que creía que daría resultado. Cuando Elaine les enseñaba francés les hizo mucha gracia que su nombre en este idioma pasara a ser femenino al añadir una ele más. Por eso, en lugar de “Manuel” firmó la carta que le estaba escribiendo como “Emmanuelle”. Así esperaba que la persona que las interceptaba la dejara pasar, pensando que era una chica quien le escribía. ¿Qué estaría haciendo ella ahora? ¿Sería feliz en ese lugar al que la habían enviado?

6.-

Isolda veía caer la lluvia desde la ventana de su habitación. Una fina llovizna caía en la fría mañana, la mañana de Navidad. Y dos gruesos lagrimones rodaban por sus mejillas, era la primera Navidad sin su padre… y ni siquiera Manuel estaba a su lado. Se sentía sola y perdida, y ni siquiera el hecho de no tener que pasar las vacaciones en el viejo palacete la consolaba, aunque reconocía que habría sido peor si hubiera tenido que pasar la Navidad allí. No pudo evitar ciertos recuerdos de las navidades pasadas. Habían sido los mejores momentos de su vida. Su padre siempre las había hecho especiales.
Con un movimiento de cabeza desechó estos pensamientos. La nostalgia no la ayudaría. Y tampoco podía quejarse. Por lo menos estaba lejos del internado. Por unos días pensó que debería quedarse allí. La primera carta que recibía de su madre era para decirle que tendría que quedarse allí en vacaciones porque ella pasaría la Navidad en Viena con unos amigos, que necesitaba salir un poco para superar la tristeza que sentía. La noticia no dejó de sorprenderla, pero cuando supo que todas sus compañeras se marchaban a sus casas en vacaciones, pensó que no estaría mal. Pasaría esos días tocando el piano en el aula de música y en la biblioteca, tomando ese delicioso chocolate que la Srta. Lemon le preparaba cada tarde, cuando iba a cumplir su “castigo”. Pero el día antes de terminar las clases, la directora la llamó a su despacho, algo bastante insólito, porque desde aquel incidente, Isolda se mantenía al margen de sus compañeras y de sus burlas, y no había vuelto a tener que ser reprendida.
-“Te he mandado llamar” –le dijo la directora con voz algo severa –“porque he recibido una carta de tus abuelos. En ella me informan que pasarás las vacaciones con ellos. Sé que tu madre me había pedido que te quedaras aquí estos días, pero personalmente creo que será mejor que los pases en familia. Serán unos días difíciles para ti y pasarlos aquí sola no te haría ningún bien.” –Su voz ahora era más suave, casi dulce. –“Tu comportamiento estos meses ha mejorado mucho, tus profesoras están contentas contigo, y la Srta. Lemon dice que eres una gran ayuda para ella y quiere que le sigas ayudando en la biblioteca hasta final de curso, si no tienes inconveniente, por supuesto. Por eso quiero que mañana vayas con tus abuelos y pases unas buenas vacaciones.”
Esa noticia sí que la había sorprendido. ¡Sus abuelos vendrían a buscarla! La noticia le había alegrado bastante. Cierto es que la relación entre su padre y su abuelo nunca fue demasiado buena, pero desde que su padre murió, su abuelo se había preocupado muchísimo por ella. Y su sorpresa fue mayor cuando, al día siguiente sus abuelos le dijeron que se quedarían en Londres, en la casita en la que habían pasado el verano.
Allí estaba, llorando mientras veía caer la fina lluvia. Y releyendo la última carta de Manuel. Le había llegado justo antes de empezar las vacaciones. En ella le hablaba de lo difíciles que eran las clases y de lo severos que eran algunos profesores, de los amigos que había hecho, de lo deliciosos que estaban los croissants recién horneados (debajo de la habitación donde vivía había un pequeño horno) y no pudo evitar sonreír, a pesar de sus lágrimas. Era bastante obvio que lo estaba pasando bien en París, ¡¡¡pero si hasta le habían invitado a pasar las fiestas en la campiña!!! Se alegraba que todo le fuera bien. Pero lo añoraba muchísimo, cada día más.
Después del desayuno le contestaría. Le mentiría, le diría que lo estaba pasando muy bien. No quería preocuparlo. Le conocía lo suficiente para saber que sería capaz de dejarlo todo y venir a consolarla, por eso lo mejor era mentirle, hacerle creer que todo iba bien. Él se merecía poder cumplir su sueño. Pero ahora mejor sería vestirse y bajar a desayunar. Sus abuelos estarían ya esperándola y de seguro que tendrían alguna sorpresa. Su abuelo le había prometido el mejor regalo de navidad.
En el comedor todo estaba preparado, sus abuelos la esperaban. Su abuela se levantó y fue a su encuentro para envolverla en un cálido abrazo, besándola tiernamente mientras le susurraba un “feliz navidad cariño”. Su abuelo le sonrió desde su asiento, y señalándole el enorme árbol de navidad le preguntó si no sentía curiosidad por ver sus regalos. Isolda reparó entonces en la enorme cantidad de paquetes de colores que había esparcidos bajo las ramas del abeto. “¿son para mí? ¿Todos?”, preguntó extrañada. Ellos asintieron.
“Bueno, como el día de Reyes estarás otra vez en el colegio, mejor te damos los regalos hoy.” –le explicó su abuelo con una enorme sonrisa. –“Pero ¡ábrelos!, o quizás los duendecillos se los lleven.”
Dicho y hecho. Isolda empezó a romper los envoltorios, desatar lazos y cintas y abrir cajas. De ellas salían libros, lápices de colores, pinturas y un caballete, un precioso vestido de fiesta (“esta noche vamos a ver El Cascanueces, cariño” le explicó su abuela).
Justo cuando terminó de abrir sus últimos paquetes sonó la campanilla de la puerta. Extrañada, Isolda se preguntaba quién podría ser a esas horas y en plena mañana de Navidad, pero su abuelo exclamó: “creo que está aquí tu regalo de navidad, recuerda que te prometí el mejor de todos los regalos”. Y dicho esto, por la puerta, acompañando a la doncella aparecía el rostro de Manuel. En cuanto lo vio, soltó todo lo que tenía en las manos (por suerte ese regalo no era frágil) y corrió a su encuentro, las lágrimas otra vez resbalando por su cara. Se fundieron en un abrazo interminable, sin palabras, ninguno de los dos podía pronunciar ninguna. Cuando se separaron, Isolda fue a abrazar a su abuelo, llenándole de besos, agradeciéndole que le hubiera traído a Manuel.
Y él, tan serio y formal como siempre había sido, lloraba tanto como su nieta. Acababa de comprender el error que había sido separar a su nieta de todo lo que amaba. Y decidió que lo mejor era que la niña no volviera a ese internado en el que tan desgraciada era. Ella no era como su madre, nunca lo sería. Pero ahora se había dado cuenta que era mejor, mucho mejor de lo que nunca había sido su hija. Y ya no quería cambiarla, sólo quería que fuera feliz. Que su yerno había tenido siempre la razón, y él siempre se había equivocado con Isolda. Y no entendía como su hija había podido tratar siempre a la pequeña con tanta frialdad. También había cambiado de opinión con respecto al chico. Cuando fue a París a visitarlo, le sorprendió la madurez de un chico tan joven. Había conseguido entrar en uno de los mejores institutos del mundo y sólo gracias a sus méritos. Su inteligencia asombraba a sus profesores. Y comprendió porque su yerno le apreciaba tanto, porque siempre le había apoyado y lo había tratado como a un hijo, estaba claro que no era sólo por no disgustar a Isolda. Y le bastaron unas pocas palabras con el muchacho para comprender lo mucho que quería a su nieta, lo mucho que la extrañaba. Y fue entonces cuando había decidido que Manuel pasaría las navidades con ellos. Sería el mejor regalo para Isolda, el único que ella deseaba. El mejor regalo de todos.
Isolda era inmensamente feliz. Su abuelo había cumplido su promesa de hacerle el mejor regalo de navidad. Volver a ver a Manuel era lo único que deseaba. Llevaban una hora hablando y aún tenían muchas cosas que contarse. Aprovechando que había salido un tímido sol, decidió enseñarle el precioso parque que había delante de su casa. Era un parque famoso, Kensington Gardens le llamaban y contaba la leyenda que una vez, un hada encontró en él a un bebé abandonado, al que llevó al país de nunca jamás. Y por él pasearon, las manos unidas, sin dejar de hablar y de reír. Como en los viejos tiempos. Y con cada paso que daban, algo en ellos iba cambiando, o quizás sólo era que ellos empezaban a ser conscientes de lo que ambos sentían. Y bajo una estatua de un tal Peter Pan se besaron, con un beso dulce y tierno, un beso interminable.

Epílogo.

Al finalizar las vacaciones Manuel volvió a París, a sus estudios e Isolda regresó al internado. Su abuelo le había dicho que no tenía que hacerlo si no quería, pero ella no era de las que abandonaban, terminaría el curso. Además quería despedirse de la Srta. Lemon, que tan buena había sido con ella. Siempre recordaría aquellas tardes, con su cacao recién hecho y esas galletas de jengibre que ella le servía, y sus conversaciones inacabables sobre libros, o de cómo la había animado a escribir sus pequeñas fantasías. Tampoco olvidaría ese último día en ese colegio. Lloró al despedirse de sus profesoras y de las que habían sido sus compañeras, al final había terminado haciendo amigas, ¡quién lo iba a decir!.
Y ese verano, en París, Manuel y ella se casaron. Eran muy jóvenes, de hecho ni siquiera eran mayores de edad, pero contaban con la bendición de su abuelo, convertido en su mayor benefactor. Vivían en una pequeña buhardilla en el barrio más bohemio de París. Algo muy modesto y sencillo, lejos del lujo al que había estado acostumbrada pero más feliz de lo que había sido nunca. Y fue allí donde comenzó a escribir sus pequeñas historias, esas que le explicaba a su padre cada mañana en sus desayunos. Tuvo un sueño muy extraño, soñó con su padre, y fue un sueño tan vívido que se despertó con la sensación que había sido real, que habían vuelto al palacete a aquellas mañanas maravillosas, cuando el dejaba su diario para escucharla divagar sobre el país de las hadas. Al despertar supo que estaba embarazada, y que escribiría todos aquellos cuentos.
Manuel completó sus estudios con las mejores clasificaciones, y feliz de poder dedicarse por fin a construir el mundo que le había prometido a su esposa cuando sólo eran dos niños. Pero el destino le tenía destinado otro fin. Tras el inesperado fallecimiento del abuelo de Isolda, la familia tuvo que regresar a Barcelona para hacerse cargo de los negocios, y que hasta entonces había gestionado su abuelo. Regresaron al palacete, donde nació su primer hijo, un varón al que pusieron por nombre Juan, como el padre de Isolda. Y convirtieron el antaño frío palacete, en un hogar cálido, acogedor y lleno de vida.
Pero eran tiempos revueltos en toda Europa. Cuando estalló la guerra civil toda esta felicidad y tranquilidad saltó por los aires. Pero cuando más dura era la situación, Isolda más escribía, creaba mundos más allá del arco iris, donde no había penas ni dolor. Cuentos que contaba a sus hijos, en los refugios mientas las bombas caían, y que todos los que estaban a su lado escuchaban para ahuyentar el miedo. Y al final… el exilio. Primero Londres, para terminar en Nueva York, donde Manuel encontró trabajo en una gran empresa de ingeniería. Isolda seguía escribiendo.
Durante su estancia en Londres, se habían reencontrado con Elaine, su antigua institutriz. Ella los había acogido en su casa cuando llegaron. Se había casado con un profesor de literatura al que le encantaron sus cuentos. Gracias a él se publicaron sus primeros cuentos.
Las cosas marchaban bien, después de la guerra había muchísimo trabajo, y gracias a su inteligencia y su pericia fue progresando y pronto montó su propia empresa, con grandes proyectos que le dieron fama y fortuna. La familia crecía, los hijos se iban casando y llegaron los nietos.

Casi sin darse cuenta se habían convertido en un par de ancianitos. Habían vivido muchas cosa, buenas y malas. Nunca habían sentido nostalgia por lo que habían dejado atrás. Pero un día de Octubre, sentados viendo la televisión sintieron que debían volver a “casa”, a la ciudad que habían tenido que dejar atrás hacía tanto tiempo. ¡¡¡Su ciudad iba a organizar una Olimpiada!!! ¡Qué mejor momento para volver!
Apenas reconocían su ciudad. Estaba tan cambiada y moderna, tantas cosas por descubrir. El palacete seguía en pie, de hecho estaba mejor que nunca. Era la sede social de una empresa multinacional que lo había restaurado (no en vano había sido construido por uno de los mejores arquitectos de su época), y lucía como en sus mejores tiempos. Quisieron visitarlo por dentro, pero el conserje no se lo permitió, los tomó por excéntricos turistas americanos, de esos que creen que son los amos del mundo, y los echó con malos modos. Manuel quiso enfrentarse a él, decirle que tenían todo el derecho de estar ahí, pero ella no le dejó hacerlo. No valía la pena.
Abandonaron el edificio, se miraron a los ojos y supieron que ambos pensaban lo mismo. ¡¡¡La playa!!! Visitarían su playa, esa en la que se habían despedido hacía ahora tantos años. Y allí, sentados en la arena, en silencio como entonces, con las manos unidas, se besaron como si aquel fuera su primer beso.

-Fin-





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