Y la cosa no era mucho mejor con las profesoras. Recordaba el primer día, cuando la directora la recibió en su despacho y saludó afectuosamente a su madre, de quien dijo que había sido una de sus mejores alumnas. Entonces era todas sonrisas y amabilidad. Que distinta era ahora, toda severidad, y su sonrisa había quedado reducida a un perpetuo rictus de desaprobación. Enseguida se dio cuenta de lo muy diferente que era de su madre. No es que no supiera comportarse como una señorita bien educada. Hablaba un inglés perfecto, incluso mejor que algunas de sus compañeras; dominaba el francés con una soltura impresionante para alguien de su edad; tocaba el piano con corrección. El problema era que no ponía el corazón en lo que hacía. Su mente siempre vagaba por mundos imaginarios.
Además no le gustaba jugar al criquet, en realidad a ningún deporte. Únicamente le gustaba montar a caballo. Daba largos paseos por los terrenos del colegio, pero siempre en solitario. Y era rebelde y conflictiva. La directora tuvo que reprenderla duramente por pelearse con una compañera. Precisamente con la joven más encantadora y dulce del colegio, Annabel, la hija de Lord Rockwell, la mejor y más educada. A la pobre le había dejado feos moratones en la cara. Esperaba que no le quedaran marcas, era la más bonita de todas sus pupilas. La directora pensaba que lo había hecho por envidia y celos.
Lo que ella no sabía era que la “dulce” niña era en realidad una arpía egoísta y mandona, que se creía la reina del lugar, las demás eran sus súbditas y hacían lo que ella decía. Pero Isolda era demasiado rebelde para pasar por aquello. Por ende Annabel no dejaba pasar la ocasión de ser desagradable con ella, pero claro, delante de las profesoras se hacía la niña buena que quería ayudar a la recién llegada. Isolda soportó muchas de las pesadas bromas que le hizo, pero cuando llegó al extremo de insultar a su padre, no pudo ni quiso evitar el enfrentamiento. Recordó las peleas de su infancia, y le dejó la cara como un mapa. Le costó muy caro, porque evidentemente la directora creyó en todo momento a su favorita, pero valió la pena, hizo resurgir a la auténtica Isolda. Dejó de preocuparse por ser aceptada y volvió a ser ella misma. Lo bueno fue que después de ese enfrentamiento, las niñas se mantenían apartadas, ya no se burlaban, le tenían mucho miedo.
Como castigo le prohibieron los paseos a caballo y le impusieron la tarea de ayudar a la Señorita Lemon, la bibliotecaria. Aceptó el castigo impasible, en parte porque no le importaba demasiado, y en parte para que nadie notara lo mucho que le gustaba la tarea. La biblioteca era el lugar menos frecuentado por sus compañeras del colegio; así que estar rodeada de libros y lejos de esas frívolas, superficiales y egoístas era más un premio que un castigo. Lo peor de todo fue que la directora escribió a su madre explicándole el incidente. Y su madre, que siempre la había ignorado, le escribió una carta (la primera que le enviaba en meses) para decirle lo muy decepcionada que estaba de su comportamiento. Por suerte, junto con esa carta, recibió una de Manuel ¡desde París! Eso la emocionó. Desde que había llegado a Londres no había recibido noticias de él, a pesar de que ella le había escrito cada día desde que se habían separado.
La vida de Manuel tampoco había sido fácil desde que Isolda se había marchado. Ese mismo día abandonó el palacete y regresó con su familia. Sus padres le recibieron con los brazos abiertos, pero para sus hermanos era sólo un extraño con el que tendrían que repartir la escasa comida que tenían. Además creían que debido a su salud tan delicada no podría trabajar en ningún sitio y sería una carga. El pobre chico se había resignado a dejar sus estudios ahora que su benefactor había muerto. Sentía nostalgia de su amiga, pero aunque le había escrito cada día, no tenía respuesta. Buscaría un trabajo, tenía que ganar dinero para cumplir su promesa. Costara lo que costara, iría a buscarla.
Pero no se imaginaba que equivocados estaban todos. Al abrir el testamento del padre de Isolda, este deparó algunas sorpresas. La principal beneficiaria de su patrimonio era, evidentemente, Isolda; sin embargo mientras fuera menor de edad sus abogados gestionarían el legado. Pero también dejaba una importante suma de dinero a Manuel. Dinero que sería administrado por sus procuradores y que garantizaría la educación del muchacho en cualquier colegio o universidadque él decidiera.
Sorprendido y emocionado por esta muestra de generosidad de aquel al que había querido casi como un padre, Manuel decidió honrar su memoria. Aprovecharía ese inesperado regalo y sería el mejor. Ahora debía decidir dónde estudiaría. Se le daban muy bien las matemáticas, pero lo que realmente le gustaba era crear cosas. Recordaba las tardes que se había pasado jugando con un Meccano que el padre de Isolda le había traído a ésta de Londres. Buscó el consejo de uno de sus profesores, con el que siempre había congeniado. Él había estudiado física en la Sorbona de París, por eso le recomendó que estudiara allí. Le habló de L’Ecole Polytecnique, cuna de los mejores ingenieros. Si conseguía entrar, pues tendría que superar un examen muy difícil.
Alentado por su profesor, decidió viajar a Francia y solicitar el ingreso en dicha escuela. Si no superaba la prueba, se matricularía en la facultad de Física. No sentía pena por dejar su ciudad, en realidad nada le ataba a ella. Había pasado demasiado tiempo lejos de su familia, y ahora eran como extraños, demasiado distantes ya. Y París era una ciudad llena de oportunidades.
Se instaló en una pequeña buhardilla cercana a la universidad. Gracias a Isolda no tenía problemas con el idioma, se había empeñado en enseñárselo, aunque lo suyo no eran las lenguas. Le había costado horrores, pero ahora se alegraba de que lo hubiera hecho. Pensar en ella le puso muy triste. La ausencia de noticias suyas le preocupaba. Le había prometido que le escribiría cada día, y la conocía suficientemente bien para saber que lo haría. Por eso estaba claro que alguien interceptaba las cartas que se enviaban. Por eso se le ocurrió una idea algo descabellada pero que creía que daría resultado. Cuando Elaine les enseñaba francés les hizo mucha gracia que su nombre en este idioma pasara a ser femenino al añadir una ele más. Por eso, en lugar de “Manuel” firmó la carta que le estaba escribiendo como “Emmanuelle”. Así esperaba que la persona que las interceptaba la dejara pasar, pensando que era una chica quien le escribía. ¿Qué estaría haciendo ella ahora? ¿Sería feliz en ese lugar al que la habían enviado?