jueves, 30 de septiembre de 2010

Trilogía de París 1: La vida en rosa.


Paris siempre era una buena opción, pensó mientras paseaba por las solitarias calles de Montmartre. La rosada luz del alba empezaba a despuntar, pero todavía estaban encendidas las farolas. Llovía, no llevaba paraguas pero no le importaba. Sentir el frescor de las gotas en su cara le hacía sentirse vivo. Había dejado su hogar, escapando de una vida rutinaria y de un matrimonio fustrante con una mujer a la que no amaba. No la había amado nunca, ahora se había dado cuenta de ello. Sólo buscaba una vida ordenada, lejos de su agitada juventud. Creyó que así sería feliz. Sólo ahora era consciente de su error. Ahora, que con el sabor del amor en sus labios, volvía a su pequeña buhardilla, se sentía realmente feliz. Había vuelto a pintar. Había vuelto a reír. Había vuelto a vivir.





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miércoles, 29 de septiembre de 2010

Rinconcito poético XII.


Había una vez…

Canto de los soñadores que ven agonizar el mundo que dejan atrás


Había una vez una historia,
Una historia que tuvo que acabar una vez.
Había una vez una leyenda,
Leyendas que murieron con el tiempo.
¿Y adónde se han quedado aquellos días?
La tercera edad del sol ya está perdida.
Había una vez una gran historia,
Pero los hombres la olvidaron con el tiempo hasta perderse.
Los fríos senderos fueron elegidos,
Los caminos nuevos desplazaron a los antiguos.
¿En qué lugar se habrán quedado los lugares de aquel mundo?
Había una vez,
Pero hoy ya no hay más.
Hubo una vez,
Pero dejó en un momento de haber.
Y he aquí que ahora sólo hay frías historias en el papel del periódico,
Y he aquí que sólo hay frías historias que carecen de vida.
¿En dónde ha quedado el color de aquellos viejos versos,
Versos que hablan de criaturas fantásticas y de nuevos mundos perdidos
entre bosques?
¡Se han ido del mundo,
Y la humanidad los ha perdido!
Ahora las grandes muchedumbres tonales permanecen en una misma escala
sin ninguna alteración;
Ahora la gran muchedumbre gris se atosiga y embalsama con los fétidos
aires de la monotonía y el aburrimiento.
¿Cuándo?
¿Por qué?
El ruido nos ataca, nos agobia la normalidad,
Hemos acabado con los genios que nos traían reposo y consuelo.
El ruido nos ensordece, la ciudad de asfalto aplasta la luz de los bosques,
Hemos acabado con todo lo que nos había hecho tanto bien.
Había una vez,
Pero esa vez ya pasó.
Y ahora los humanos luchan por no morir,
Y ahora muchos otros añoran los tiempos pasados.
Había una vez,
Pero esa vez ya se perdió.
Ahora sólo quedan las ganas de volar hasta las estrellas,
Perderse en otro planeta,
Ser atrapado por el silencio,
Volver a crear un mundo nuevo de la nada.
Ahora muy pocos sueñan con entrar a un bosque,
Perderse en la espezura,
Oír el cantar de las aves,
Encontrar una oréade danzante,
Volver a creer en los cuentos de antes.
¡En qué momento la humanidad equivocó tanto el camino!
Atended a mi clamor, insensatos:
¡Triste es el porvenir del hombre cuando el hombre no puede creer!
Escuchad los gritos de los que se han olvidado de soñar,
¡no cometáis el mismo error!
Había una vez,
Pero los hombres perdieron la paciencia, llenaron su tiempo y se
olvidaron de esperar lo que seguía a continuación.
Había una vez,
Pero los hombres transformaron el pasado en presente.
Ahora sólo hay.
Hay tristeza.
hay monedas.
Hay angustia.
Hay anhelo.
Hay insatisfacción.
Hay guerra.
Hay realidad.
Hubo una vez un sueño,
Pero los sueños todos fueron desechados y maltrechos.
Hubo una vez una historia,
Pero los hombres perdieron todo su interés.
Había una vez,
Pero nadie recuerda qué seguía después.
Hubo tantas cosas,
pero ahora sólo hay realidad.
Oíd, es el hueco símbalo que retiñe,
La campana estridente que anuncia la realidad sórdida y vacía.
Había una vez,
Pero esa vez ya se olvidó.
Ahora sólo la realidad quedó.
Había una vez,
Una vez que ya se pasó.
Había una vez,
Que por culpa de la fría masa gris que clama,
Una vez se olvidó.

Sir Nícolas Vásquez de Aragón.




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sábado, 25 de septiembre de 2010

Retales de una vida.


Tejía y tejía. Sus manos urdían un tejido con hilos de brillantes colores. Aunque apenas podía verlos, hacía tiempo que había perdido la vista. Pero, con los recuerdos de los brillantes días de sol en su memoria, componía una tela para un vestido. El más bello de todos los que había cosido, lleno de luz y vida. Su propia vida.





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lunes, 20 de septiembre de 2010

Mona Lisa.


Se preguntaba porque su señor la habría hecho vestirse con esos ropajes tan suntuosos. "Te voy a inmortalizar" le había dicho. Se sentía una de esas damas de alcurnia, bella e importante. Sonrió tímidamente.





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domingo, 19 de septiembre de 2010

Otoño en Nueva York (trilogía de Nueva York 3)


Había llegado a la ciudad buscando un sueño. Había dejado atrás su vida apacible en una pequeña ciudad del medio oeste. Quería ser escritora. Soñaba con eso desde que aprendió sus primeras letras y descubrió que con ellas se podía crear un nuevo mundo. Quería demostrarles lo equivocados que estaban a todos los que decían que no lo conseguiría. Que debía dejar esos sueños y vivir una vida real. Casarse y ocuparse de su familia, que es lo que deben hacer las señoritas bien educadas. Se marchó la mañana en que cumplía su mayoría de edad. Se subió a un tren rumbo a Nueva York, la ciudad de las oportunidades. De eso hacía ahora justo 50 años. Paseando por el parque en una luminosa mañana de otoño, recordó con nostalgia e ilusión el día que tuvo entre sus manos su primer libro. Sonrió feliz, pensando que ese sería un buen tema para su próxima novela.





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viernes, 17 de septiembre de 2010

Isolda.


Hoy he decidido publicar uno de los cuentos que más significan para mí. Y lo hago íntegramente en una sola entrada. Supongo que os extrañará que me decante de esta manera por uno de mis cuentos. Pero es que este es un cuento muy especial. Es el que más me ha costado escribir. Empecé a publicarlo en Agosto de 2009 y el final se publicó en enero de 2010. Es un cuento que nació de una gran nostalgia y de una situación personal algo complicada. Y todo eso le da un aire diferente al resto de mis cuentos.
Espero que os guste.

Isolda.

Érase una vez, en una gran y próspera ciudad a orillas de un tranquilo mar cargado de historia, habitaba una niña, traviesa y curiosa, como lo son todas a esa edad en que todavía creen en princesas y dragones; y tan traviesa, valiente y decidida que muchas veces sino fuera por los vaporosos vestidos que la hacían llevar, se confundiría con uno más de los golfillos de la calle.
Había nacido en el seno de una familia acomodada. Su abuelo paterno había hecho fortuna en Cuba con la caña de azúcar, para regresar a la ciudad que lo vio nacer convertido en un rico indiano. Para dejar constancia de su nueva situación, se construyó un impresionante palacete en uno de los barrios más señoriales de la ciudad, diseñado por uno de los arquitectos más prestigiosos de la época. Todo era poco para hacer ostentación de su riqueza. Se codeaba con condes y marqueses; todos aquellos que antes ni se habrían dignado ni a mirarlo, ahora le trataban con esa deferencia que solo da el dinero. Pudo haber contraído matrimonio con la única hija de un duque arruinado por el juego, y así sumar un título nobiliario a su fortuna, pero sorprendiendo a todos, optó por casarse con una humilde costurera, la mujer de la que se enamoró cuando era un joven aprendiz de carpintero, aquella por la que había dejado todo lo que tenía y se había embarcado para tierras lejanas, con la esperanza de ofrecerle un futuro mejor que el que tenían. En los duros momentos pasados en las junglas salvajes, llenas de mosquitos y calor, era el recuerdo de sus ojos lo único que le daba fuerzas para seguir. Por eso, lo primero que hizo al llegar al puerto fue ir a buscarla. Necesitaba saber si le había esperado todos estos años. Sí el esfuerzo había valido la pena. Cuando llegó hasta ella y la miró a los ojos, supo que nada había cambiado entre ellos. Su boda fue el mayor acontecimiento de la temporada social. Luna de miel en París y Viena. Y al volver de su viaje por Europa, la grata noticia de que esperaban su primer hijo.
Un hijo varón, que desde el primer momento estuvo rodeado siempre de lo mejor; el mejor colegio de la ciudad, un internado en Inglaterra del que pasó a la universidad de Oxford. Todo era poco para el heredero del imperio que tanto le había costado levantar. Y demostró que era digno sucesor de su padre, no solo conservó su patrimonio, sino que lo engrandeció aún más. Era un hombre de negocios frío y calculador. A su debido tiempo contrajo matrimonio con la hija de un conde, la joven más hermosa de toda la alta sociedad de la época. La boda fue el evento del momento, toda la buena sociedad asistió. La novia estaba radiante envuelta en una nube de tules y sedas, que realzaban su hermosura confiriéndole un aura de irrealidad, como si de un ángel se tratara. El novio, impecablemente vestido de etiqueta, traído expresamente de Londres, de una sastrería exclusiva que vestía también al Príncipe de Gales. E inmensamente feliz, no porque estuviera perdidamente de la que iba a ser su esposa, sino porque entroncaba con una de las familias más aristocráticas de la ciudad, pensaba más en ella como en una buena inversión o un bello adorno en su casa. El amor, se decía, no existía era sólo una invención de los poetas… y así les iba, morían jóvenes y arruinados.
Fue un matrimonio condenado al fracaso desde el principio. La joven esposa descubrió muy pronto que su esposo no la amaba. Que todas aquellas bellas palabras que no hace tanto tiempo le dedicara, todas aquellas atenciones y regalos, todo ese amor que decía sentir por ella era una gran mentira. Ella que podría haber elegido a cualquier joven de la ciudad, que era la más bella y admirada, la que, según las malas lenguas, había llegado a ser la causa que un joven poeta de mucho talento se pegara un tiro al no ser correspondido. Ese matrimonio había sido un gran error, y desgraciadamente ya no había vuelta atrás. Tendría que fingir una felicidad que estaba muy lejos de sentir, sonreír a todo el mundo, aunque su corazón estuviera completamente destrozado.
Al volver de su viaje de novios, se refugió en una intensa vida social. No había baile de sociedad al que no acudiera, ni se perdía ninguna noche de gala en el teatro de la Ópera. Así, por lo menos lejos de casa, era feliz. Pero todo cambió cuando supo que estaba embarazada. Lejos de sentir la alegría natural de toda joven recién casada ante la llegada de su primer hijo, ella se sumió en una completa melancolía. Por entonces no estaba bien visto que una mujer embarazada se dejara ver en público y en actos sociales. Y empezó a desear con todas sus fuerzas perder a esa criatura que llevaba en su seno, y a la que nunca podría llegar a querer. Y fue por entonces cuando se enteró de que su esposo tenía un lío con una famosa artista de varietés, recién llegada del loco París. Lejos de hacerle daño, esa noticia la llenó de alegría. Así, por lo menos, su marido se mantendría lejos de su habitación.
A su debido tiempo nació una niña, fuerte y sana. Su madre apenas si la miró cuando se la pusieron sobre su corazón. Y se negó incluso a amantarla. Quería recuperar cuanto antes su figura y su belleza para volver a su vida social. Cuando a su padre le dijeron que había sido niña se sintió tremendamente decepcionado. Estaba claro que su esposa era incapaz de hacer algo bien, en lugar de un varón que heredara su fortuna y perpetuara su apellido sólo era capaz de darle una hija, que traería más problemas que ventajas.
Llamaron a la niña Isolda, como la heroína de una ópera, por expreso deseo de su madre, que se opuso a que su hija se llamara como su suegra. En realidad no tenía nada contra ella, era más por llevar la contraria a su marido, que por otra cosa. Desde el primer momento Isolda pasó a los brazos del ama de cría y de su niñera.
Sus primeros recuerdos estaban ligados a esas dos mujeres. De hecho, la primera vez que dijo “mamá” fue a su niñera, y no fue hasta algunos años después que descubrió que aquella señora tan guapa y bien vestida que a algunas noches pasaba a darle las buenas noches, era su verdadera madre. Su padre era diferente, aunque al principio le decepcionó el que no fuera un varón, en cuanto vio a la pequeña Isolda, y la sonrisa que ésta le dedicó en cuanto la estrechó en sus brazos, supo que esa cosita tan diminuta e indefensa le había robado el corazón. Y él, que no creía en el amor, que nunca lo había sentido, descubrió que amaba a Isolda por encima de todas las cosas; de sus negocios y de su fortuna.

2.-

Isolda crecía sana y feliz. Su padre, quizás para compensarla de la frialdad e indiferencia con que la trataba su madre, la mimaba, excesivamente según todo el mundo. Nunca le decía que no a nada, su habitación de juegos estaba llena de los mejores juguetes, traídos de París y de Londres, el sueño de todo niño hecho realidad. Pero ella, que desde que era un bebé había pasado más tiempo con su niñera que con su madre, que sus primeros pasos los había dado en la cocina, rodeada por las doncellas del servicio y la cocinera; que su primer compañero de juegos había sido el hijo de su ama de cría, un niño débil y enfermizo llamado Manuel, al que todos llamaban “pequeño Manuel” porque a pesar de tener la misma edad que Isolda, era escuálido y canijo. Por todo eso, la niña pasaba todo su tiempo en la cocina, o jugando con los hijos de la cocinera o el cochero. No era difícil verla corriendo por el inmenso jardín, con su vestidito manchado de barro, las piernas llenas de morados y arañazos pero riendo feliz, jugando con los otros niños a piratas o a mosqueteros. Y con Pequeño Manuel siempre pegado a sus faldas. En un principio, los demás niños no querían admitirlo en sus juegos, su aspecto frágil le granjeó las burlas de los demás; pero Isolda había salido en su defensa, todos conocían su habilidad y puntería con el tirachinas, por eso era mejor no meterse con ella. Además era la hija de la casa, y gracias a ella podían jugar en los jardines en lugar de las callejas y descampados que se habían convertido en lugares algo peligrosos; era mejor dejar que el “canijo” se uniera a ellos.
Pero aunque su madre le tuviera sin cuidado lo que hiciera o dejara de hacer su hija, no pasaba así con sus abuelos maternos. Para ellos era una afrenta ver a su única nieta convertida en un golfillo de arrabal. Ellos, que querían verla convertida en toda una dama de modales refinados, no entendían como su hija consentía que las cosas fueran así. Así que un día se presentaron en el palacete, dispuestos a hacerle ver que Isolda necesitaba una educación acorde con su posición. Todavía estaban a tiempo, nada como una buena y estricta educación en el prestigioso internado británico al que había asistido su madre; pero la pequeña era demasiado joven para eso, lo mejor sería contratar los servicios de una severa institutriz inglesa para corregir esos hábitos tan poco recomendables y convertirla en una señorita.
Con lo que no contaban era con la total oposición de su yerno. Se negó a enviar a la niña tan lejos de su lado. El había pasado casi toda su infancia y su primera juventud en un internado y sabía como se sentiría su niña; pero lo más importante, él no podría vivir en esa casa si no fuera por su hija. Cada vez se le hacía más difícil el estar junto a su esposa y fingir una felicidad familiar que nunca había sentido, y si lo hacía era sólo por su “princesita”, ella con sus risas y travesuras caldeaba el gélido ambiente de su hogar. La reunión terminó con una brusca discusión entre suegro y yerno, que los separó para siempre. Y para dejar claro quien era quien mandaba en su casa, en lugar de la severa institutriz, contrató a una joven dulce y amable; Elaine, la hermana pequeña de uno de sus antiguos compañeros de estudios, que por azares de la vida había quedado viuda muy joven y con escasos recursos. Antes de casarse había dado clases en un colegio para señoritas, por lo que estaba muy capacitada para la tarea.
La llegada de Elaine al palacete supuso muchos cambios en la vida de Isolda. Habilitaron una habitación para ella al lado de la de la niña, la sala de juegos se convirtió también en la habitación de estudio. Y la niña se adaptó por primera vez en su vida a unos horarios regulares. Y por primera vez, una rabieta no le sirvió para nada. Lloró y lloró, pero esta vez fue tajante. Elaine había venido para darle clases y no se marcharía; al contrario, sería ella quien, a partir de ese momento, se ocuparía de todo lo referente a ella. Lo único en lo que consiguió que su padre transigiera fue en dejar que el “Canijo” asistiera también a las clases. Cansada de llorar, al final aceptó que su vida iba a cambiar, pero mientras conservara a Manuel a su lado, las cosas no serían del todo malas. Ya se les ocurriría alguna travesura para recibir como se merecía a su nueva institutriz. Porque aunque Manuel no fuera tan fuerte como los otros niños, tenía algo que ellos no tenían, era tremendamente despierto, listo y muy imaginativo. Y aunque le seguían llamando “Canijo”, no lo hacían despectivamente, ese se había convertido en su apodo. Se había ganado su respeto, pues gracias a sus estrategias, habían ganado infinidad de batallas cuando se enfrentaban a las bandas de pilluelos del barrio.
Nunca tuvieron tiempo para esa travesura, Elaine se ganó el corazón de los niños nada más llegar. Isolda, que esperaba una especie de ogro vestido de gris, de rostro severo y duro (no había podido evitar escuchar la discusión entre su padre y su abuelo), se encontró con una joven de aspecto risueño y dulce, una cálida sonrisa le iluminaba el rostro, aunque el largo viaje la había agotado. Vestía con un sencillo vestido negro, pero lejos de darle un aspecto aterrador, le daba un aire de melancólica tristeza, su luto era aún muy reciente. Transmitía tanta calidez, que la pequeña se sintió cautivada desde el primer momento; y cuando esa primera noche, al acostarse le contó una leyenda de su tierra, de un lago encantado en el que las noches de luna llena bailaban las ondinas, y de un elfo curioso que las espía y acaba convertido en junco por su osadía, descubrió que sí que su vida iba a cambiar, pero para mejorar.
Estaba tan contenta, que esa mañana se despertó muy temprano. Quería ver a su padre antes de que se fuera a la fábrica. Se vistió lo más rápido que pudo y bajó corriendo al comedor donde él desayunaba para lanzarse a sus brazos en un enorme abrazo y llenarlo de besos. Y lágrimas de felicidad corrían por las mejillas de los dos.

3.-

La vida trascurría feliz en el palacete. La llegada de Elaine fue como una brisa de aire primaveral, llenando de calor y ternura el gélido ambiente reinante. La joven institutriz consiguió hacerse no sólo con el corazón de su pupila, sino que fue capaz de ganarse incluso el respeto y la admiración de los padres y abuelos de la pequeña.
Isolda descubrió que le gustaban las clases. Aprendió a leer y escribir con una rapidez asombrosa. Gracias sobretodo a los libros de cuentos que le leía Elaine. Le fascinaron esos mundos llenos de magia, donde todo era posible. Donde los dragones eran sabios y custodiaban tesoros. Donde al final del Arco Iris siempre había un caldero de oro esperando al espíritu aventurero que fuera a su encuentro. Soñaba con poder visitarlos y se enfadaba con todo aquel que dijera que el país de las hadas no existía.
Pero por muy rápido que aprendiera nunca superaba al “pequeño” Manuel. El niño demostró tener una inteligencia fuera de lo común. No había materia que se le resistiera. Pero lo que mejor se le daba eran los números. Elaine estaba asombrada, era capaz de resolver operaciones que niños mucho mayores no eran capaces de resolver. También le llamaba la atención el cariño que los dos niños se profesaban. Isolda le protegía contra viento y marea. El invierno anterior había sido especialmente crudo, y Manuel estuvo a punto de morir de pulmonía. La niña se había escapado de casa para estar con él, y no regresó a casa hasta que consiguió que el médico de su familia atendiera al niño. Después de esto, Manuel se convirtió en habitante del palacete, en una pequeña habitación al lado de la de Isolda, cálida y seca; lejos del frío y la humedad del cuchitril donde vivía su familia.
Así fueron pasando los años. Isolda crecía feliz. Se estaba convirtiendo en una jovencita bella y educada, capaz de hablar perfectamente en inglés y francés, tocar el piano como una virtuosa… y darle una buena paliza al que tuviera el atrevimiento de llamarla cursi y redicha. Algo que solo le permitía al “canijo”. Manuel seguía siendo más débil que cualquier chico de su edad, pero gracias a Isolda su salud había mejorado mucho. Y su inteligencia y habilidad con los números le había ganado el cariño del padre de su amiga hasta el punto de pagarle la educación en un prestigioso colegio. Si el chico seguía así se estaba planteando adoptarlo como hijo. Alguien debía ser capaz de llevar los negocios el día que el faltara, y ni su mujer ni su hija estaban capacitadas. Isolda pensaba más en las nubes que en la tierra. La vida les sonreía. Acababan de cumplir catorce años y tenían un prometedor futuro por delante.
Pero las cosas cambiaron una mañana del mes de junio. Esa mañana, como todas las mañanas, Isolda bajaba a desayunar con su padre. Adoraba esos momentos. Era el mejor momento del día para los dos. Él había renunciado a leer el periódico con su café matutino, prefería dedicar ese tiempo a su pequeña. Ella le hablaba de los lugares maravillosos que descubriría, surcando los mares en un barco pirata, con Manuel de timonel. Y el se reía o fingía enfadarse porque a él no lo incluía en la aventura. Pero esa mañana algo era diferente. Al llegar al comedor vio que su padre leía el diario con cara de preocupación. Últimamente la situación en la ciudad era un poco difícil. Revueltas callejeras por doquier, obreros luchando por mejorar sus situación. Y para colmo esas levas forzosas para otra de esas absurdas guerras colonialistas. Isolda supuso que eso era lo que preocupaba a su padre, aunque al verla dobló el diario y se esforzó por esbozar una forzada sonrisa. No le gustaba preocuparla con estas cosas. Le pidió que le hablara de ese país donde los sueños se cumplen, donde los unicornios pueblan los bosques y las sirenas cantan en las noches estrelladas. Se despidió de ella con una extraña sensación.
Jamás volverían a verse. Unos anarquistas acabaron con su vida ese mismo día, en su fábrica, esa que tanto había luchado por modernizar. Sus últimos pensamientos fueron para su princesa, y recordó ese momento mágico, esa sonrisa cuando por primera vez la tuvo entre sus brazos. Y una sonrisa quedó impresa para siempre en su rostro. Su último gesto.
Cuando la noticia llegó al palacete Isolda estaba en su clase de piano. Supo que algo no andaba bien cuando su madre interrumpió la clase. Ella nunca se preocupaba por sus clases. Al mirarla descubrió que había llorado aunque ahora estaba serena. Se acercó a ella y la abrazó (algo que nunca había hecho). Con voz queda le comunicó la triste noticia. En un primer momento no reaccionó. Pero cuando realmente tomó conciencia de lo que eso significaba, cuando por fin aceptó que él ya no volvería jamás, que lo había perdido para siempre, sintió que algo se le rompía por dentro. Se deshizo del abrazo de su madre y corrió escaleras arriba, a la habitación de su padre. Allí se encerró y, sobre la hermosa cama con dosel que su abuelo había traído de Londres, se tendió a llorar desconsoladamente, abrazándose a la almohada como se abrazaría un naufrago a su tabla de salvación. Se negó a salir, se negó a comer nada. Ni siquiera le abrió la puerta a Elaine, que le rogaba la dejara pasar. Ella sabía muy bien lo que estaba sintiendo la niña, no en vano también había perdido a su ser más querido. Pero Isolda no quería ver a nadie. Quería que la dejaran a solas con su dolor.
Sólo cuando Manuel amenazó con derribar la puerta de un empujón, abrió la puerta y le dejó pasar. Lo único que conseguiría sería romperse el hombro contra la puerta de madera maciza, y aún así seguiría golpeando. A veces podía llegar a ser increíblemente tozudo.
Nadie sabe que pasó en esa habitación, ninguno de los dos contó jamás lo ocurrido. Pero lo cierto es que a la media hora, Isolda salía por fin, serena pero con los ojos todavía llenos de lágrimas. Y tanto durante el velatorio en el salón principal del palacete, ante las autoridades y gente principal de la ciudad, como en el funeral y posterior entierro, nadie la vio derramar una sola lágrima ni perder la compostura. A su lado, su madre lloraba desconsoladamente y era la viva imagen del dolor de la esposa que a perdido a su amante esposo. Fingiendo un dolor que no sentía.
A la mañana siguiente al funeral la vida volvía a cambiar para Isolda. La primera decisión de su madre fue despedir a Elaine. Creía que su trabajo con la niña había terminado; ya nada podía enseñarle. Se estaba convirtiendo en una señorita y era el momento de ir al prestigioso internado donde ella había estudiado. Allí Isolda terminaría de convertirse en una dama, como le correspondía por su posición.
Ella escuchó estas palabras como si de una maldición se tratase. Pero no derramó ni una lágrima. Se mantuvo impasible, aunque notó como el corazón se le desgarraba. Primero su padre; y ahora debía decir adiós a todo lo que conocía. A su nany, a todo el servicio que tanto la había cuidado y a quien tanto quería; sus antiguos compañeros de juegos, con los que seguía teniendo un lazo especial, aunque la mayoría de ellos ya no tuvieran tiempo para jugar. Y lo peor de todo, despedirse de Elaine pero sobretodo de Manuel, su hermano de leche, su mejor amigo, su alma gemela. No podía concebir la vida sin el a su lado, cómo siempre. Pero tenía que hacerlo. Tenía que ser fuerte. Había dado su palabra. Y su padre le había enseñado que nunca hay que faltar a la palabra dada, bajo ningún concepto ni razón.

4.-

Ese verano fue el más triste de su corta vida. La ciudad era un auténtico polvorín, revueltas obreras, bombas, quema de fábricas. Sus abuelos decidieron dejar la ciudad y pasar el verano lejos de los disturbios. Y puesto que en Septiembre Isolda debía empezar en su nuevo colegio, decidieron pasar el verano en Londres. A su hija y a su nieta les vendría bien un cambio de aires para mitigar su dolor. Así, la pobre niña apenas tuvo tiempo para despedirse de sus antiguos compañeros de juegos, pero casi lo prefería, no le gustaban las despedidas, y esta era particularmente difícil. Sólo se despidió de Manuel. Esa última noche se escaparon y la pasaron en la playa, mirando al mar. La luna llena brillaba en lo alto, sembrando pequeños diamantes de luz en la tranquila quietud del mar. No hablaban, No necesitaban las palabras, que por otro lado se quedaban pequeñas para expresar la pena que ambos sentían. Así estuvieron hasta el amanecer, había llegado el momento de la temida despedida. Isolda sintió que las fuerzas le abandonaban, resultaba curioso ella que siempre había sido la fuerte, la que ayudara o defendiera a Manuel, era ahora incapaz incluso de mantenerse de pie. Él la abrazó y le prometió que pasara lo que pasara el iría a buscarla. Construiría el mejor barco y surcarían los siete mares, buscando aventuras como siempre habían soñado. Y atravesarían el arco iris y llegarían a una tierra donde nada ni nadie pudiera separarlos. Se agachó, y de la arena cogió una pequeña concha para ella, para que nunca se olvidara de esa noche ni de su promesa. Volvieron al palacete en silencio, y al llegar a la puerta, Isolda incapaz de retener las lágrimas que le quemaban en los ojos ni un segundo más, volvió a abrazarlo por última vez, le beso suavemente en la mejilla y se marchó corriendo a su habitación. Nada más cerrar la puerta se derrumbó llorando desconsoladamente sobre la cama.
Isolda apenas recordaba el largo viaje a su nuevo destino. Iba como uno de esos muñecos llamados autómatas, que tiempo atrás su padre le había llevado a ver. Se movía sin voluntad propia; pero al llegar a Londres algo en ella cambió. A pesar que era una mañana fría y lluviosa, más propia del otoño que del verano en el que se encontraban, la niña sintió de repente ganas de conocer todos los rincones de la ciudad. Siempre había deseado visitarla, Elaine siempre le hablaba de de ella, de la hermosa catedral de Westminster, del cambio de guardia en el palacio real y de su famoso Big Ben. Recordó las veces que le había pedido a su padre que la llevara con él cada vez que sus negocios le llevaban a la capital del imperio británico, y él siempre le decía que todavía era pequeña, que la llevaría cuando fuera una señorita, así podrían ir al teatro, la llevaría al Covent Garden para ver La Traviata, su ópera favorita. Ahora ella estaba allí, pero él ya no podría guiarla por las calles que tan bien conocía y amaba. Sintió una punzada en el corazón, pero no sabría explicar por qué, sabía que allí, en esa ciudad tan amada por su padre, ella sería feliz. Y esa idea le animó. No sabía que le esperaba a partir de ahora, sería una gran aventura… y ella siempre había querido vivir una.
Los días pasaban muy rápidos, había muchas cosas que hacer. Tenía que comprar el material para su nuevo colegio, y de paso renovar su vestuario con las últimas tendencias de París. También fueron a ver una obra de teatro que le gustó muchísimo, iba sobre un niño que no quería crecer y que vivía grandes aventuras en un país llamado Nunca Jamás.
Y así, casi sin darse cuenta llegó el momento de ir al internado. Su madre le había explicado que estaba situado en un lugar muy bonito de la costa de Cornualles, al lado del mar. Era una enorme mansión de estilo Tudor, con cuatro torreones de aspecto impresionante. Le aseguró que lo pasaría muy bien, porque además de las clases el colegio contaba con muchas actividades deportivas, podría jugar a cricket, montar a caballo o incluso a un moderno juego llamado tenis que estaba causando furor entre lo mejor de la sociedad. Ella asentía, daba igual lo que ella dijera, la decisión había sido tomada mucho tiempo antes y no serviría de nada decir que no deseaba ir allí, que prefería quedarse en Londres.
Al día siguiente la acompañaron al colegio. Tanto sus abuelos como su madre estaban rebosantes de alegría y orgullo, y ella se sentía esperanzada. "Quizás", se decía, "ella tenga razón y lo pase bien. Domino el idioma y Elaine fueuna maestra excepcional." Al llegar el aspecto del edificio le intimidó, realmente era impresionante. Se sintió pequeña y solitaria. A su lado otras niñas se despedían de sus familias, vestidas con el uniforme del colegio y esos sombreritos ridículos que llevaban. Se saludaban unas a otras, con alegría y se contaban sus aventuras veraniegas. Seguramente llevaban más tiempo en el colegio. Se sintió muy sola, algo que nunca había sentido, siempre con su inseparable compañero. Intentó acercarse a una de ellas, pero ésta la ignoró y siguió adelante, mirándola de reojo. Isolda sintió ganas de darle un buen puñetazo, pero pensó que empezar el primer día con una pelea no era la mejor manera de hacer amigos.

5.-

Isolda no era muy feliz en el internado. Había intentado congeniar con las otras chicas, pero desde el primer momento éstas la trataron como una advenediza.

Y la cosa no era mucho mejor con las profesoras. Recordaba el primer día, cuando la directora la recibió en su despacho y saludó afectuosamente a su madre, de quien dijo que había sido una de sus mejores alumnas. Entonces era todas sonrisas y amabilidad. Que distinta era ahora, toda severidad, y su sonrisa había quedado reducida a un perpetuo rictus de desaprobación. Enseguida se dio cuenta de lo muy diferente que era de su madre. No es que no supiera comportarse como una señorita bien educada. Hablaba un inglés perfecto, incluso mejor que algunas de sus compañeras; dominaba el francés con una soltura impresionante para alguien de su edad; tocaba el piano con corrección. El problema era que no ponía el corazón en lo que hacía. Su mente siempre vagaba por mundos imaginarios.

Además no le gustaba jugar al criquet, en realidad a ningún deporte. Únicamente le gustaba montar a caballo. Daba largos paseos por los terrenos del colegio, pero siempre en solitario. Y era rebelde y conflictiva. La directora tuvo que reprenderla duramente por pelearse con una compañera. Precisamente con la joven más encantadora y dulce del colegio, Annabel, la hija de Lord Rockwell, la mejor y más educada. A la pobre le había dejado feos moratones en la cara. Esperaba que no le quedaran marcas, era la más bonita de todas sus pupilas. La directora pensaba que lo había hecho por envidia y celos.

Lo que ella no sabía era que la “dulce” niña era en realidad una arpía egoísta y mandona, que se creía la reina del lugar, las demás eran sus súbditas y hacían lo que ella decía. Pero Isolda era demasiado rebelde para pasar por aquello. Por ende Annabel no dejaba pasar la ocasión de ser desagradable con ella, pero claro, delante de las profesoras se hacía la niña buena que quería ayudar a la recién llegada. Isolda soportó muchas de las pesadas bromas que le hizo, pero cuando llegó al extremo de insultar a su padre, no pudo ni quiso evitar el enfrentamiento. Recordó las peleas de su infancia, y le dejó la cara como un mapa. Le costó muy caro, porque evidentemente la directora creyó en todo momento a su favorita, pero valió la pena, hizo resurgir a la auténtica Isolda. Dejó de preocuparse por ser aceptada y volvió a ser ella misma. Lo bueno fue que después de ese enfrentamiento, las niñas se mantenían apartadas, ya no se burlaban, le tenían mucho miedo.

Como castigo le prohibieron los paseos a caballo y le impusieron la tarea de ayudar a la Señorita Lemon, la bibliotecaria. Aceptó el castigo impasible, en parte porque no le importaba demasiado, y en parte para que nadie notara lo mucho que le gustaba la tarea. La biblioteca era el lugar menos frecuentado por sus compañeras del colegio; así que estar rodeada de libros y lejos de esas frívolas, superficiales y egoístas era más un premio que un castigo. Lo peor de todo fue que la directora escribió a su madre explicándole el incidente. Y su madre, que siempre la había ignorado, le escribió una carta (la primera que le enviaba en meses) para decirle lo muy decepcionada que estaba de su comportamiento. Por suerte, junto con esa carta, recibió una de Manuel ¡desde París! Eso la emocionó. Desde que había llegado a Londres no había recibido noticias de él, a pesar de que ella le había escrito cada día desde que se habían separado.

La vida de Manuel tampoco había sido fácil desde que Isolda se había marchado. Ese mismo día abandonó el palacete y regresó con su familia. Sus padres le recibieron con los brazos abiertos, pero para sus hermanos era sólo un extraño con el que tendrían que repartir la escasa comida que tenían. Además creían que debido a su salud tan delicada no podría trabajar en ningún sitio y sería una carga. El pobre chico se había resignado a dejar sus estudios ahora que su benefactor había muerto. Sentía nostalgia de su amiga, pero aunque le había escrito cada día, no tenía respuesta. Buscaría un trabajo, tenía que ganar dinero para cumplir su promesa. Costara lo que costara, iría a buscarla.

Pero no se imaginaba que equivocados estaban todos. Al abrir el testamento del padre de Isolda, este deparó algunas sorpresas. La principal beneficiaria de su patrimonio era, evidentemente, Isolda; sin embargo mientras fuera menor de edad sus abogados gestionarían el legado. Pero también dejaba una importante suma de dinero a Manuel. Dinero que sería administrado por sus procuradores y que garantizaría la educación del muchacho en cualquier colegio o universidadque él decidiera.

Sorprendido y emocionado por esta muestra de generosidad de aquel al que había querido casi como un padre, Manuel decidió honrar su memoria. Aprovecharía ese inesperado regalo y sería el mejor. Ahora debía decidir dónde estudiaría. Se le daban muy bien las matemáticas, pero lo que realmente le gustaba era crear cosas. Recordaba las tardes que se había pasado jugando con un Meccano que el padre de Isolda le había traído a ésta de Londres. Buscó el consejo de uno de sus profesores, con el que siempre había congeniado. Él había estudiado física en la Sorbona de París, por eso le recomendó que estudiara allí. Le habló de L’Ecole Polytecnique, cuna de los mejores ingenieros. Si conseguía entrar, pues tendría que superar un examen muy difícil.

Alentado por su profesor, decidió viajar a Francia y solicitar el ingreso en dicha escuela. Si no superaba la prueba, se matricularía en la facultad de Física. No sentía pena por dejar su ciudad, en realidad nada le ataba a ella. Había pasado demasiado tiempo lejos de su familia, y ahora eran como extraños, demasiado distantes ya. Y París era una ciudad llena de oportunidades.

Se instaló en una pequeña buhardilla cercana a la universidad. Gracias a Isolda no tenía problemas con el idioma, se había empeñado en enseñárselo, aunque lo suyo no eran las lenguas. Le había costado horrores, pero ahora se alegraba de que lo hubiera hecho. Pensar en ella le puso muy triste. La ausencia de noticias suyas le preocupaba. Le había prometido que le escribiría cada día, y la conocía suficientemente bien para saber que lo haría. Por eso estaba claro que alguien interceptaba las cartas que se enviaban. Por eso se le ocurrió una idea algo descabellada pero que creía que daría resultado. Cuando Elaine les enseñaba francés les hizo mucha gracia que su nombre en este idioma pasara a ser femenino al añadir una ele más. Por eso, en lugar de “Manuel” firmó la carta que le estaba escribiendo como “Emmanuelle”. Así esperaba que la persona que las interceptaba la dejara pasar, pensando que era una chica quien le escribía. ¿Qué estaría haciendo ella ahora? ¿Sería feliz en ese lugar al que la habían enviado?

6.-

Isolda veía caer la lluvia desde la ventana de su habitación. Una fina llovizna caía en la fría mañana, la mañana de Navidad. Y dos gruesos lagrimones rodaban por sus mejillas, era la primera Navidad sin su padre… y ni siquiera Manuel estaba a su lado. Se sentía sola y perdida, y ni siquiera el hecho de no tener que pasar las vacaciones en el viejo palacete la consolaba, aunque reconocía que habría sido peor si hubiera tenido que pasar la Navidad allí. No pudo evitar ciertos recuerdos de las navidades pasadas. Habían sido los mejores momentos de su vida. Su padre siempre las había hecho especiales.
Con un movimiento de cabeza desechó estos pensamientos. La nostalgia no la ayudaría. Y tampoco podía quejarse. Por lo menos estaba lejos del internado. Por unos días pensó que debería quedarse allí. La primera carta que recibía de su madre era para decirle que tendría que quedarse allí en vacaciones porque ella pasaría la Navidad en Viena con unos amigos, que necesitaba salir un poco para superar la tristeza que sentía. La noticia no dejó de sorprenderla, pero cuando supo que todas sus compañeras se marchaban a sus casas en vacaciones, pensó que no estaría mal. Pasaría esos días tocando el piano en el aula de música y en la biblioteca, tomando ese delicioso chocolate que la Srta. Lemon le preparaba cada tarde, cuando iba a cumplir su “castigo”. Pero el día antes de terminar las clases, la directora la llamó a su despacho, algo bastante insólito, porque desde aquel incidente, Isolda se mantenía al margen de sus compañeras y de sus burlas, y no había vuelto a tener que ser reprendida.
-“Te he mandado llamar” –le dijo la directora con voz algo severa –“porque he recibido una carta de tus abuelos. En ella me informan que pasarás las vacaciones con ellos. Sé que tu madre me había pedido que te quedaras aquí estos días, pero personalmente creo que será mejor que los pases en familia. Serán unos días difíciles para ti y pasarlos aquí sola no te haría ningún bien.” –Su voz ahora era más suave, casi dulce. –“Tu comportamiento estos meses ha mejorado mucho, tus profesoras están contentas contigo, y la Srta. Lemon dice que eres una gran ayuda para ella y quiere que le sigas ayudando en la biblioteca hasta final de curso, si no tienes inconveniente, por supuesto. Por eso quiero que mañana vayas con tus abuelos y pases unas buenas vacaciones.”
Esa noticia sí que la había sorprendido. ¡Sus abuelos vendrían a buscarla! La noticia le había alegrado bastante. Cierto es que la relación entre su padre y su abuelo nunca fue demasiado buena, pero desde que su padre murió, su abuelo se había preocupado muchísimo por ella. Y su sorpresa fue mayor cuando, al día siguiente sus abuelos le dijeron que se quedarían en Londres, en la casita en la que habían pasado el verano.
Allí estaba, llorando mientras veía caer la fina lluvia. Y releyendo la última carta de Manuel. Le había llegado justo antes de empezar las vacaciones. En ella le hablaba de lo difíciles que eran las clases y de lo severos que eran algunos profesores, de los amigos que había hecho, de lo deliciosos que estaban los croissants recién horneados (debajo de la habitación donde vivía había un pequeño horno) y no pudo evitar sonreír, a pesar de sus lágrimas. Era bastante obvio que lo estaba pasando bien en París, ¡¡¡pero si hasta le habían invitado a pasar las fiestas en la campiña!!! Se alegraba que todo le fuera bien. Pero lo añoraba muchísimo, cada día más.
Después del desayuno le contestaría. Le mentiría, le diría que lo estaba pasando muy bien. No quería preocuparlo. Le conocía lo suficiente para saber que sería capaz de dejarlo todo y venir a consolarla, por eso lo mejor era mentirle, hacerle creer que todo iba bien. Él se merecía poder cumplir su sueño. Pero ahora mejor sería vestirse y bajar a desayunar. Sus abuelos estarían ya esperándola y de seguro que tendrían alguna sorpresa. Su abuelo le había prometido el mejor regalo de navidad.
En el comedor todo estaba preparado, sus abuelos la esperaban. Su abuela se levantó y fue a su encuentro para envolverla en un cálido abrazo, besándola tiernamente mientras le susurraba un “feliz navidad cariño”. Su abuelo le sonrió desde su asiento, y señalándole el enorme árbol de navidad le preguntó si no sentía curiosidad por ver sus regalos. Isolda reparó entonces en la enorme cantidad de paquetes de colores que había esparcidos bajo las ramas del abeto. “¿son para mí? ¿Todos?”, preguntó extrañada. Ellos asintieron.
“Bueno, como el día de Reyes estarás otra vez en el colegio, mejor te damos los regalos hoy.” –le explicó su abuelo con una enorme sonrisa. –“Pero ¡ábrelos!, o quizás los duendecillos se los lleven.”
Dicho y hecho. Isolda empezó a romper los envoltorios, desatar lazos y cintas y abrir cajas. De ellas salían libros, lápices de colores, pinturas y un caballete, un precioso vestido de fiesta (“esta noche vamos a ver El Cascanueces, cariño” le explicó su abuela).
Justo cuando terminó de abrir sus últimos paquetes sonó la campanilla de la puerta. Extrañada, Isolda se preguntaba quién podría ser a esas horas y en plena mañana de Navidad, pero su abuelo exclamó: “creo que está aquí tu regalo de navidad, recuerda que te prometí el mejor de todos los regalos”. Y dicho esto, por la puerta, acompañando a la doncella aparecía el rostro de Manuel. En cuanto lo vio, soltó todo lo que tenía en las manos (por suerte ese regalo no era frágil) y corrió a su encuentro, las lágrimas otra vez resbalando por su cara. Se fundieron en un abrazo interminable, sin palabras, ninguno de los dos podía pronunciar ninguna. Cuando se separaron, Isolda fue a abrazar a su abuelo, llenándole de besos, agradeciéndole que le hubiera traído a Manuel.
Y él, tan serio y formal como siempre había sido, lloraba tanto como su nieta. Acababa de comprender el error que había sido separar a su nieta de todo lo que amaba. Y decidió que lo mejor era que la niña no volviera a ese internado en el que tan desgraciada era. Ella no era como su madre, nunca lo sería. Pero ahora se había dado cuenta que era mejor, mucho mejor de lo que nunca había sido su hija. Y ya no quería cambiarla, sólo quería que fuera feliz. Que su yerno había tenido siempre la razón, y él siempre se había equivocado con Isolda. Y no entendía como su hija había podido tratar siempre a la pequeña con tanta frialdad. También había cambiado de opinión con respecto al chico. Cuando fue a París a visitarlo, le sorprendió la madurez de un chico tan joven. Había conseguido entrar en uno de los mejores institutos del mundo y sólo gracias a sus méritos. Su inteligencia asombraba a sus profesores. Y comprendió porque su yerno le apreciaba tanto, porque siempre le había apoyado y lo había tratado como a un hijo, estaba claro que no era sólo por no disgustar a Isolda. Y le bastaron unas pocas palabras con el muchacho para comprender lo mucho que quería a su nieta, lo mucho que la extrañaba. Y fue entonces cuando había decidido que Manuel pasaría las navidades con ellos. Sería el mejor regalo para Isolda, el único que ella deseaba. El mejor regalo de todos.
Isolda era inmensamente feliz. Su abuelo había cumplido su promesa de hacerle el mejor regalo de navidad. Volver a ver a Manuel era lo único que deseaba. Llevaban una hora hablando y aún tenían muchas cosas que contarse. Aprovechando que había salido un tímido sol, decidió enseñarle el precioso parque que había delante de su casa. Era un parque famoso, Kensington Gardens le llamaban y contaba la leyenda que una vez, un hada encontró en él a un bebé abandonado, al que llevó al país de nunca jamás. Y por él pasearon, las manos unidas, sin dejar de hablar y de reír. Como en los viejos tiempos. Y con cada paso que daban, algo en ellos iba cambiando, o quizás sólo era que ellos empezaban a ser conscientes de lo que ambos sentían. Y bajo una estatua de un tal Peter Pan se besaron, con un beso dulce y tierno, un beso interminable.

Epílogo.

Al finalizar las vacaciones Manuel volvió a París, a sus estudios e Isolda regresó al internado. Su abuelo le había dicho que no tenía que hacerlo si no quería, pero ella no era de las que abandonaban, terminaría el curso. Además quería despedirse de la Srta. Lemon, que tan buena había sido con ella. Siempre recordaría aquellas tardes, con su cacao recién hecho y esas galletas de jengibre que ella le servía, y sus conversaciones inacabables sobre libros, o de cómo la había animado a escribir sus pequeñas fantasías. Tampoco olvidaría ese último día en ese colegio. Lloró al despedirse de sus profesoras y de las que habían sido sus compañeras, al final había terminado haciendo amigas, ¡quién lo iba a decir!.
Y ese verano, en París, Manuel y ella se casaron. Eran muy jóvenes, de hecho ni siquiera eran mayores de edad, pero contaban con la bendición de su abuelo, convertido en su mayor benefactor. Vivían en una pequeña buhardilla en el barrio más bohemio de París. Algo muy modesto y sencillo, lejos del lujo al que había estado acostumbrada pero más feliz de lo que había sido nunca. Y fue allí donde comenzó a escribir sus pequeñas historias, esas que le explicaba a su padre cada mañana en sus desayunos. Tuvo un sueño muy extraño, soñó con su padre, y fue un sueño tan vívido que se despertó con la sensación que había sido real, que habían vuelto al palacete a aquellas mañanas maravillosas, cuando el dejaba su diario para escucharla divagar sobre el país de las hadas. Al despertar supo que estaba embarazada, y que escribiría todos aquellos cuentos.
Manuel completó sus estudios con las mejores clasificaciones, y feliz de poder dedicarse por fin a construir el mundo que le había prometido a su esposa cuando sólo eran dos niños. Pero el destino le tenía destinado otro fin. Tras el inesperado fallecimiento del abuelo de Isolda, la familia tuvo que regresar a Barcelona para hacerse cargo de los negocios, y que hasta entonces había gestionado su abuelo. Regresaron al palacete, donde nació su primer hijo, un varón al que pusieron por nombre Juan, como el padre de Isolda. Y convirtieron el antaño frío palacete, en un hogar cálido, acogedor y lleno de vida.
Pero eran tiempos revueltos en toda Europa. Cuando estalló la guerra civil toda esta felicidad y tranquilidad saltó por los aires. Pero cuando más dura era la situación, Isolda más escribía, creaba mundos más allá del arco iris, donde no había penas ni dolor. Cuentos que contaba a sus hijos, en los refugios mientas las bombas caían, y que todos los que estaban a su lado escuchaban para ahuyentar el miedo. Y al final… el exilio. Primero Londres, para terminar en Nueva York, donde Manuel encontró trabajo en una gran empresa de ingeniería. Isolda seguía escribiendo.
Durante su estancia en Londres, se habían reencontrado con Elaine, su antigua institutriz. Ella los había acogido en su casa cuando llegaron. Se había casado con un profesor de literatura al que le encantaron sus cuentos. Gracias a él se publicaron sus primeros cuentos.
Las cosas marchaban bien, después de la guerra había muchísimo trabajo, y gracias a su inteligencia y su pericia fue progresando y pronto montó su propia empresa, con grandes proyectos que le dieron fama y fortuna. La familia crecía, los hijos se iban casando y llegaron los nietos.

Casi sin darse cuenta se habían convertido en un par de ancianitos. Habían vivido muchas cosa, buenas y malas. Nunca habían sentido nostalgia por lo que habían dejado atrás. Pero un día de Octubre, sentados viendo la televisión sintieron que debían volver a “casa”, a la ciudad que habían tenido que dejar atrás hacía tanto tiempo. ¡¡¡Su ciudad iba a organizar una Olimpiada!!! ¡Qué mejor momento para volver!
Apenas reconocían su ciudad. Estaba tan cambiada y moderna, tantas cosas por descubrir. El palacete seguía en pie, de hecho estaba mejor que nunca. Era la sede social de una empresa multinacional que lo había restaurado (no en vano había sido construido por uno de los mejores arquitectos de su época), y lucía como en sus mejores tiempos. Quisieron visitarlo por dentro, pero el conserje no se lo permitió, los tomó por excéntricos turistas americanos, de esos que creen que son los amos del mundo, y los echó con malos modos. Manuel quiso enfrentarse a él, decirle que tenían todo el derecho de estar ahí, pero ella no le dejó hacerlo. No valía la pena.
Abandonaron el edificio, se miraron a los ojos y supieron que ambos pensaban lo mismo. ¡¡¡La playa!!! Visitarían su playa, esa en la que se habían despedido hacía ahora tantos años. Y allí, sentados en la arena, en silencio como entonces, con las manos unidas, se besaron como si aquel fuera su primer beso.

-Fin-





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miércoles, 15 de septiembre de 2010

Bendita la luz.


Llegó a su vida cuando ya no la esperaba. Cuando ya se habia resignado a la soledad y el desamor. Llegó por casualidad, como todas las cosas realmente importantes en su vida. Coincidieron en la máquina de café, y le llamó la atención su sonrisa. Una sonrisa franca y abierta. Y el tono dulce de su voz. Hablaron de cosas intranscendentes, pero había algo en ella, una especie de ingenuidad casi infantil aunque algunas canas adornaban su melena, que le atraía profundamente. Se sorprendió intentado coincidir con ella en la pausa del café. Y una mañana se armó de valor para invitarla a tomar un café al salir del trabajo. El café se convirtió en una cena. Y la cena... bueno, la cena acabo en un desayuno. El primero de su nueva vida en común.




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martes, 14 de septiembre de 2010

New York city. (trilogía de Nueva York 2)



Desde lo alto del Empire State, con el mundo a sus pies y la increíble vista de la ciudad, en lo único en lo que podía pensar era en sus profundos y tristes ojos azules. La echaba de menos, nunca creyó que tanto. Sólo podía pensar en la inmensa tristeza de aquellos maravillosos ojos cuando le dijo que no la amaba, que sólo sentía por ella aprecio y mucho cariño. No, no lloró, sólo le miró con sus inmensos ojos y se marchó. Sin una lágrima ni un reproche. Fue la última vez que la vio. La última vez que supo de ella. Hasta aquella fría y brumosa tarde de octubre. Cuando, por casualidad, supo que había fallecido. Una grave enfermedad de la que nunca le habló. Y allí estaba él. En lo más alto del Empire Estate, el lugar al que ella siempre quiso ir. Deseando haberle dicho la verdad aquella tarde. Haberle dicho que la amaba con toda su alma. Que estaba enamorado de ella como nunca lo había estado. Cerró los ojos y saltó.




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lunes, 13 de septiembre de 2010

Ella.


Se miró al espejo y le gustó su aspecto. Esos mechones grises, cada vez más abundantes, lejos de deprimirla (como a la mayoría de sus amigas) le hicieron sonreír. Pensó ilusionada que había heredado el precicoso tono plateado que tenía el pelo de su abuela. Se sentía feliz como hacía tiempo no lo había sido. Le había resultado muy difícil encontrarse a si misma. Escuchar su propia voz entre la multitud de voces a su alrededor. Sabía que había roto algunas reglas, había decepcionado a los que querían moldearla a su gusto. Pero había ganado una vida, su vida. Y se sentía bien consigo misma, con sus patas de gallo, sus canas y su sobrepeso. Se sentía atrevida y sensual como una chiquilla que vive su primera vez. Le sonrió al espejo, lanzándole un beso.




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domingo, 12 de septiembre de 2010

Rinconcito poético XI.


Nadie más que yo. (Rosana Arbelo).

En el mar mas profundo me guardo el sentimiento
y si el amor nos ata, lo esparcire en silencio
hare que la ternura te llegue entre las olas
y que el rocio del alba jamas te encuentre a solas
que la espuma te arrulle dormido entre mis brazos
y ser como la brisa besandote los labios y

oceanos en calma se haran en noches largas
mar calido, mar bravo, mar nuestro, mar salado
mareas en movimiento que en el peor momento
nos funda en un abrazo y sea el final del cuento
que no hay amor perfecto sin ti, y que asi

no habra nadie que te quiera mas que yo
dentro y fuera de esta tierra como yo
puede ser que no lo veas o talvez que no lo creas
bien lo sabe dios que en el mundo del amor
no habra nadie que te quiera mas que yo

en el mar mas profundo inventare mil sueños
que caigan lentamente como del mismo cielo
en tus ojos cariño, cerrados o despiertos
y en medio de los años hare que sean eternos
hare de mi un refugio cuando el dolor te duela
poruqe en lo mas hermoso tambien se tiene penas y

oceanos en calma se haran en noches largas...
no habra nadie que te quiera mas que yo





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sábado, 11 de septiembre de 2010

Violeta.



Violeta abrió su ventana, juraría que había visto algo brillante posarse en ella. Pero, seguramente era otro copo de nieve. "Quizás si que mamá tenga razón y las hadas no existen" pensó entristecida. Volvió a cerrarla antes de que el calor de la habitación se evaporara. Vivía en una pequeña buhardilla, junto a su madre. Su padre las había abandonado antes de que ella naciera, aunque su madre siempre decía que era viuda. No solían contratar a una madre soltera y ella necesitaba el trabajo para mantener a su hija. Su familia la había repudiado cuando se quedó embarazada. Ni siquiera habían querido conocer a la pequeña. No es que le importara. No se arrepentía de lo que había hecho. Le había amado con toda su alma. Él la había hecho más feliz de lo que había sido nunca. Pero le faltó valor para romper con lo establecido. No le juzgaba. Le había regalado algo maravilloso, su pequeña Violeta. Una niña traviesa y cariñosa que creía en los cuentos de hadas que le contaba su casera. La anciana dama vivía sola y se apiadó de ella, ofreciéndole ser su dama de compañía. Ella se había quedado viuda muy joven y comprendía por lo que estaba pasando. Por eso les ofreció la buhardilla como vivienda.
La anciana adoraba a la pequeña. Su hijo vivía en la India y apenas podía ver a sus nietos, Violeta era para ella como una nieta. La mimaba , le contaba fantásticas historias de lagos encantados y tesoros escondidos donde nace el arco iris. Pero las historias que más le gustaban eran las de hadas. Soñaba con ver uno de esos seres fantásticos. Le sonrió con cariño. Se desanimaba cuando creía que había visto una y resultaba no ser así. La consoló diciéndole que hacía mucho frío para que las hadas volaran. "El frío invierno de Londres no es bueno para ellas" le dijo.
Pero de repente, también ella creyó ver algo brillante junto al cristal. Algo que parpadeaba y que no podía ser un copo de nieve. Corrió a la ventana y la abrió con cuidado. Sí, allí había algo pequeño y brillante que temblaba de frío. Con mucho cuidado, lo cogió entre sus manos, y cerrando la ventana, lo depositó encima de la mesa.
-¡¿Es un hada?! -preguntó Violeta, esperzanzada.
Lo era. Y parecía muerta de frío. Sin perder tiempo, la cubrieron con una pequeña mantita de lana, y pusieron un tronco más en la estufa.
Poco a poco fue abriendo sus ojitos, dorados y brillantes. Una ligera sonrisa se dibujó en su boca y abrió sus preciosas alas transparentes y brillantes. Tras un pequeño vuelo por la habitación, mirando curiosa todos los objetos que había, se posó en la mesa y les agradeció su bondad con una graciosa reverencia, que hizo reír a su niña. El hada les contó divertidas historias de su país. Historias que Violeta escuchaba asombrada, hasta que el sueño la venció y se quedó dormida encima de la mesa. La llevo a su cama, y junto a ella también se acurrucó el hada.
A la mañana siguiente, al despertarse, vio la ventana abierta. Se había marchado, pero junto a su niña había dejado un pequeño objeto. Era una pequeña bolsa que brillaba como si contuviera la más pura luz. Al lado, una breve nota de despedida. Les daba las gracias y les dejaba un regalo, la llave a su mundo.




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viernes, 10 de septiembre de 2010

As long as you're mine.


Se sentía como presa de un hechizo. Su voz, dulce como la miel, la embrujaba y nublaba su razón y sus sentidos. Y sus ojos, dorados y brillantes, la hipnotizaban anulando su voluntad.
De repente, sus fríos labios se posaron en su cuello, en un beso tierno. Abandonada a su abrazo, sintió el leve pinchazo de sus colmillos afilados.



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lunes, 6 de septiembre de 2010

Rinconcito romántico VII.



RIMA LXXIII 

Cerraron sus ojos 
que aún tenía abiertos, 
taparon su cara 
con un blanco lienzo, 
y unos sollozando, 
otros en silencio, 
de la triste alcoba 
todos se salieron. 

La luz que en un vaso 
ardía en el suelo, 
al muro arrojaba 
la sombra del lecho; 
y entre aquella sombra 
veíase a intérvalos 
dibujarse rígida 
la forma del cuerpo. 

Despertaba el día, 
y, a su albor primero, 
con sus mil rüidos 
despertaba el pueblo. 
Ante aquel contraste 
de vida y misterio, 
de luz y tinieblas, 
yo pensé un momento: 

—¡Dios mío, qué solos 
se quedan los muertos! 

* 

De la casa, en hombros, 
lleváronla al templo 
y en una capilla 
dejaron el féretro. 
Allí rodearon 
sus pálidos restos 
de amarillas velas 
y de paños negros. 

Al dar de las Ánimas 
el toque postrero, 
acabó una vieja 
sus últimos rezos, 
cruzó la ancha nave, 
las puertas gimieron, 
y el santo recinto 
quedóse desierto. 

De un reloj se oía 
compasado el péndulo, 
y de algunos cirios 
el chisporroteo. 
Tan medroso y triste, 
tan oscuro y yerto 
todo se encontraba 
que pensé un momento: 

¡Dios mío, qué solos 
se quedan los muertos! 

* 

De la alta campana 
la lengua de hierro 
le dio volteando 
su adiós lastimero. 
El luto en las ropas, 
amigos y deudos 
cruzaron en fila 
formando el cortejo. 

Del último asilo, 
oscuro y estrecho, 
abrió la piqueta 
el nicho a un extremo. 
Allí la acostaron, 
tapiáronle luego, 
y con un saludo 
despidióse el duelo. 

La piqueta al hombro 
el sepulturero, 
cantando entre dientes, 
se perdió a lo lejos. 
La noche se entraba, 
el sol se había puesto: 
perdido en las sombras 
yo pensé un momento: 

¡Dios mío, qué solos 
se quedan los muertos! 

* 

En las largas noches 
del helado invierno, 
cuando las maderas 
crujir hace el viento 
y azota los vidrios 
el fuerte aguacero, 
de la pobre niña 
a veces me acuerdo. 

Allí cae la lluvia 
con un son eterno; 
allí la combate 
el soplo del cierzo. 
Del húmedo muro 
tendida en el hueco, 
¡acaso de frío 
se hielan sus huesos...! 

* 

¿Vuelve el polvo al polvo? 
¿Vuela el alma al cielo? 
¿Todo es sin espíritu, 
podredumbre y cieno? 
No sé; pero hay algo 
que explicar no puedo, 
algo que repugna 
aunque es fuerza hacerlo, 
el dejar tan tristes, 
tan solos los muertos.


Gustavo Adolfo Bécquer.












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domingo, 5 de septiembre de 2010

She.




by Jasmine Becket-Griffith.


Le gustaba contemplarla así, dormida entre sus brazos. Su cara, pálida como la luna, reflejaba tranquilidad y paz; justo lo que ella había traído a su vida. Y luz, aún cerrados, sus enormes ojos azules seguían brillando. Besó sus párpados cerrados. Las estrellas que habían dado sentido a su vida. A veces se pasaba así casi toda la noche, viéndola dormir. Como si quisiera asegurarse que seguía allí, junto a él. Entonces la abrazaba con más fuerza, como si con sus brazos pudiera evitar que abriera sus alas y volara. Lejos de él, de vuelta a su mundo.






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viernes, 3 de septiembre de 2010

Te debo este sueño.


Se sentía torpe y ridícula con aquel vestidito que le habían obligado a llevar. ¡Odiaba con todas sus fuerzas los lazos y las enaguas! Y para colmo le habían hecho un recogido tan estirado que casi tenía las orejas en la nuca. Sólo tenía ganas de llorar. ¿No se suponía que era el día más feliz de su vida? ¿Donde estaba toda esa felicidad, las mariposas en el estomago, los violines y la música celestial? ¿Porque se había dejado convencer de que estaba "haciendo lo correcto"? "Serás muy feliz", le habían dicho todos. ¿qué podían saber ellos sobre lo que realmente la hacía feliz? Cerró los ojos, recordó todos y cada uno de sus besos. Esos labios que sólo hacía unas horas le habían llevado al cielo. Sintió el roce de esas manos de seda acariciando su cuerpo.
Y ese recuerdo le dio fuerzas para hacer lo que debería haber hecho mucho antes. Con una determinación nueva, se quitó ese velo que le impedía ver con claridad, despeinándose el cabello. Se quitó el costoso vestido que la hacía parecer un merengue. Y así, por fin liberada, sintiéndose dueña de su destino por primera vez en su vida; le pidió al chofer que cambiara de rumbo. Lejos de aquella iglesia engalanada, de vuelta a esos brazos que la esperaban.



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