domingo, 27 de septiembre de 2009

Isolda (tercera parte)

Buenas tardes queridos seguidores y lectores.

En primer lugar quisiera disculparme con vosotros por esta larga ausencia. El Otoño es la época dorada de todas las hadas silvanas (entre las que me incluyo) Para prepararnos para ese momento tan especial que es el equinocio de otoño todas las hadas tenemos que pasar por ciertos rituales en nuestro bosque natal. Rituales que son muy importantes, porque son una regeneración y renovación de nuestros dones y poderes. Algo vital para las que como yo, estamos habitualmente lejos del país de las hadas. Por ese motivo he estado alejada de este pequeño rincón tanto tiempo.

Aquí estoy de nuevo, renovada por la magia del otoño. Os traigo la continuación de la historia de Isolda. Espero que os guste.

Besos de hada para todos.


Isolda (tercera parte)

La vida trascurría feliz en el palacete. La llegada de Elaine fue como una brisa de aire primaveral, llenando de calor y ternura el gélido ambiente reinante. La joven institutriz consiguió hacerse no sólo con el corazón de su pupila, sino que fue capaz de ganarse incluso el respeto y la admiración de los padres y abuelos de la pequeña.
Isolda descubrió que le gustaban las clases. Aprendió a leer y escribir con una rapidez asombrosa. Gracias sobretodo a los libros de cuentos que le leía Elaine. Le fascinaron esos mundos llenos de magia, donde todo era posible. Donde los dragones eran sabios y custodiaban tesoros. Donde al final del Arco Iris siempre había un caldero de oro esperando al espíritu aventurero que fuera a su encuentro. Soñaba con poder visitarlos y se enfadaba con todo aquel que dijera que el país de las hadas no existía.
Pero por muy rápido que aprendiera nunca superaba al “pequeño” Manuel. El niño demostró tener una inteligencia fuera de lo común. No había materia que se le resistiera. Pero lo que mejor se le daba eran los números. Elaine estaba asombrada, era capaz de resolver operaciones que niños mucho mayores no eran capaces de resolver. También le llamaba la atención el cariño que los dos niños se profesaban. Isolda le protegía contra viento y marea. El invierno anterior había sido especialmente crudo, y Manuel estuvo a punto de morir de pulmonía. La niña se había escapado de casa para estar con él, y no regresó a casa hasta que consiguió que el médico de su familia atendiera al niño. Después de esto, Manuel se convirtió en habitante del palacete, en una pequeña habitación al lado de la de Isolda, cálida y seca; lejos del frío y la humedad del cuchitril donde vivía su familia.
Así fueron pasando los años. Isolda crecía feliz. Se estaba convirtiendo en una jovencita bella y educada, capaz de hablar perfectamente en inglés y francés, tocar el piano como una virtuosa… y darle una buena paliza al que tuviera el atrevimiento de llamarla cursi y redicha. Algo que solo le permitía al “canijo”. Manuel seguía siendo más débil que cualquier chico de su edad, pero gracias a Isolda su salud había mejorado mucho. Y su inteligencia y habilidad con los números le había ganado el cariño del padre de su amiga hasta el punto de pagarle la educación en un prestigioso colegio. Si el chico seguía así se estaba planteando adoptarlo como hijo. Alguien debía ser capaz de llevar los negocios el día que el faltara, y ni su mujer ni su hija estaban capacitadas. Isolda pensaba más en las nubes que en la tierra. La vida les sonreía. Acababan de cumplir catorce años y tenían un prometedor futuro por delante.
Pero las cosas cambiaron una mañana del mes de junio. Esa mañana, como todas las mañanas, Isolda bajaba a desayunar con su padre. Adoraba esos momentos. Era el mejor momento del día para los dos. Él había renunciado a leer el periódico con su café matutino, prefería dedicar ese tiempo a su pequeña. Ella le hablaba de los lugares maravillosos que descubriría, surcando los mares en un barco pirata, con Manuel de timonel. Y el se reía o fingía enfadarse porque a él no lo incluía en la aventura. Pero esa mañana algo era diferente. Al llegar al comedor vio que su padre leía el diario con cara de preocupación. Últimamente la situación en la ciudad era un poco difícil. Revueltas callejeras por doquier, obreros luchando por mejorar sus situación. Y para colmo esas levas forzosas para otra de esas absurdas guerras colonialistas. Isolda supuso que eso era lo que preocupaba a su padre, aunque al verla dobló el diario y se esforzó por esbozar una forzada sonrisa. No le gustaba preocuparla con estas cosas. Le pidió que le hablara de ese país donde los sueños se cumplen, donde los unicornios pueblan los bosques y las sirenas cantan en las noches estrelladas. Se despidió de ella con una extraña sensación.
Jamás volverían a verse. Unos anarquistas acabaron con su vida ese mismo día, en su fábrica, esa que tanto había luchado por modernizar. Sus últimos pensamientos fueron para su princesa, y recordó ese momento mágico, esa sonrisa cuando por primera vez la tuvo entre sus brazos. Y una sonrisa quedó impresa para siempre en su rostro. Su último gesto.
Cuando la noticia llegó al palacete Isolda estaba en su clase de piano. Supo que algo no andaba bien cuando su madre interrumpió la clase. Ella nunca se preocupaba por sus clases. Al mirarla descubrió que había llorado aunque ahora estaba serena. Se acercó a ella y la abrazó (algo que nunca había hecho). Con voz queda le comunicó la triste noticia. En un primer momento no reaccionó. Pero cuando realmente tomó conciencia de lo que eso significaba, cuando por fin aceptó que él ya no volvería jamás, que lo había perdido para siempre, sintió que algo se le rompía por dentro. Se deshizo del abrazo de su madre y corrió escaleras arriba, a la habitación de su padre. Allí se encerró y, sobre la hermosa cama con dosel que su abuelo había traído de Londres, se tendió a llorar desconsoladamente, abrazándose a la almohada como se abrazaría un naufrago a su tabla de salvación. Se negó a salir, se negó a comer nada. Ni siquiera le abrió la puerta a Elaine, que le rogaba la dejara pasar. Ella sabía muy bien lo que estaba sintiendo la niña, no en vano también había perdido a su ser más querido. Pero Isolda no quería ver a nadie. Quería que la dejaran a solas con su dolor.
Sólo cuando Manuel amenazó con derribar la puerta de un empujón, abrió la puerta y le dejó pasar. Lo único que conseguiría sería romperse el hombro contra la puerta de madera maciza, y aún así seguiría golpeando. A veces podía llegar a ser increíblemente tozudo.
Nadie sabe que pasó en esa habitación, ninguno de los dos contó jamás lo ocurrido. Pero lo cierto es que a la media hora, Isolda salía por fin, serena pero con los ojos todavía llenos de lágrimas. Y tanto durante el velatorio en el salón principal del palacete, ante las autoridades y gente principal de la ciudad, como en el funeral y posterior entierro, nadie la vio derramar una sola lágrima ni perder la compostura. A su lado, su madre lloraba desconsoladamente y era la viva imagen del dolor de la esposa que a perdido a su amante esposo. Fingiendo un dolor que no sentía.
A la mañana siguiente al funeral la vida volvía a cambiar para Isolda. La primera decisión de su madre fue despedir a Elaine. Creía que su trabajo con la niña había terminado; ya nada podía enseñarle. Se estaba convirtiendo en una señorita y era el momento de ir al prestigioso internado donde ella había estudiado. Allí Isolda terminaría de convertirse en una dama, como le correspondía por su posición.
Ella escuchó estas palabras como si de una maldición se tratase. Pero no derramó ni una lágrima. Se mantuvo impasible, aunque notó como el corazón se le desgarraba. Primero su padre; y ahora debía decir adiós a todo lo que conocía. A su nany, a todo el servicio que tanto la había cuidado y a quien tanto quería; sus antiguos compañeros de juegos, con los que seguía teniendo un lazo especial, aunque la mayoría de ellos ya no tuvieran tiempo para jugar. Y lo peor de todo, despedirse de Elaine pero sobretodo de Manuel, su hermano de leche, su mejor amigo, su alma gemela. No podía concebir la vida sin el a su lado, cómo siempre. Pero tenía que hacerlo. Tenía que ser fuerte. Había dado su palabra. Y su padre le había enseñado que nunca hay que faltar a la palabra dada, bajo ningún concepto ni razón.





miércoles, 16 de septiembre de 2009

In memoriam (Patrick Swayze)



Este es mi pequeño y sentido homenaje para el actor Patrick Swayze, que ayer falleció a los 57 años de edad a causa de un cáncer de pancreas.
He elegido el final de la película Ghost por que es una de esas pocas películas que consigue hacerme reír y llorar a partes iguales, que sigue emocionándome como el primer día que la ví. Porque aprendí que todos los TE QUIERO que te callas, todas esas caricias que no das, todo ese amor que guardas para las vacaciones o para cuando no esté tan ocupado con mi trabajo, es posible que nunca tengas tiempo de decirlos. Y que lo realmente importante en ese último momento, lo que de verdad sientas que ha merecido la pena de tu vida, es justo ese amor que has dado y que has recibido. Ese primer beso de la persona amada, todos esos momentos compartidos, la primera vez que tuviste a tus hijos en tus brazos, su primera sonrisa, sus primeras palabras. Pensamos que ya tendremos tiempo para vivir cuando ganemos más dinero y tengamos un piso mejor o más grande, un coche acorde con el status, un apartamento en la playa al que casi nunca vas porque estás muy ocupado. Y un día descubres que tu tiempo se acaba y que en realidad no has vivido. Tienes un montón de cosas vanas y nada que de verdad guardes en tu corazón; y desearías que el tiempo retrocediera y poder recuperar lo que realmente importa.

Patrick, descansa en paz.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Isolda. (segunda parte)

Isolda crecía sana y feliz. Su padre, quizás para compensarla de la frialdad e indiferencia con que la trataba su madre, la mimaba, excesivamente según todo el mundo. Nunca le decía que no a nada, su habitación de juegos estaba llena de los mejores juguetes, traídos de París y de Londres, el sueño de todo niño hecho realidad. Pero ella, que desde que era un bebé había pasado más tiempo con su niñera que con su madre, que sus primeros pasos los había dado en la cocina, rodeada por las doncellas del servicio y la cocinera; que su primer compañero de juegos había sido el hijo de su ama de cría, un niño débil y enfermizo llamado Manuel, al que todos llamaban “pequeño Manuel” porque a pesar de tener la misma edad que Isolda, era escuálido y canijo. Por todo eso, la niña pasaba todo su tiempo en la cocina, o jugando con los hijos de la cocinera o el cochero. No era difícil verla corriendo por el inmenso jardín, con su vestidito manchado de barro, las piernas llenas de morados y arañazos pero riendo feliz, jugando con los otros niños a piratas o a mosqueteros. Y con Pequeño Manuel siempre pegado a sus faldas. En un principio, los demás niños no querían admitirlo en sus juegos, su aspecto frágil le granjeó las burlas de los demás; pero Isolda había salido en su defensa, todos conocían su habilidad y puntería con el tirachinas, por eso era mejor no meterse con ella. Además era la hija de la casa, y gracias a ella podían jugar en los jardines en lugar de las callejas y descampados que se habían convertido en lugares algo peligrosos; era mejor dejar que el “canijo” se uniera a ellos.
Pero aunque su madre le tuviera sin cuidado lo que hiciera o dejara de hacer su hija, no pasaba así con sus abuelos maternos. Para ellos era una afrenta ver a su única nieta convertida en un golfillo de arrabal. Ellos, que querían verla convertida en toda una dama de modales refinados, no entendían como su hija consentía que las cosas fueran así. Así que un día se presentaron en el palacete, dispuestos a hacerle ver que Isolda necesitaba una educación acorde con su posición. Todavía estaban a tiempo, nada como una buena y estricta educación en el prestigioso internado británico al que había asistido su madre; pero la pequeña era demasiado joven para eso, lo mejor sería contratar los servicios de una severa institutriz inglesa para corregir esos hábitos tan poco recomendables y convertirla en una señorita.
Con lo que no contaban era con la total oposición de su yerno. Se negó a enviar a la niña tan lejos de su lado. El había pasado casi toda su infancia y su primera juventud en un internado y sabía como se sentiría su niña; pero lo más importante, él no podría vivir en esa casa si no fuera por su hija. Cada vez se le hacía más difícil el estar junto a su esposa y fingir una felicidad familiar que nunca había sentido, y si lo hacía era sólo por su “princesita”, ella con sus risas y travesuras caldeaba el gélido ambiente de su hogar. La reunión terminó con una brusca discusión entre suegro y yerno, que los separó para siempre. Y para dejar claro quien era quien mandaba en su casa, en lugar de la severa institutriz, contrató a una joven dulce y amable; Elaine, la hermana pequeña de uno de sus antiguos compañeros de estudios, que por azares de la vida había quedado viuda muy joven y con escasos recursos. Antes de casarse había dado clases en un colegio para señoritas, por lo que estaba muy capacitada para la tarea.
La llegada de Elaine al palacete supuso muchos cambios en la vida de Isolda. Habilitaron una habitación para ella al lado de la de la niña, la sala de juegos se convirtió también en la habitación de estudio. Y la niña se adaptó por primera vez en su vida a unos horarios regulares. Y por primera vez, una rabieta no le sirvió para nada. Lloró y lloró, pero esta vez fue tajante. Elaine había venido para darle clases y no se marcharía; al contrario, sería ella quien, a partir de ese momento, se ocuparía de todo lo referente a ella. Lo único en lo que consiguió que su padre transigiera fue en dejar que el “Canijo” asistiera también a las clases. Cansada de llorar, al final aceptó que su vida iba a cambiar, pero mientras conservara a Manuel a su lado, las cosas no serían del todo malas. Ya se les ocurriría alguna travesura para recibir como se merecía a su nueva institutriz. Porque aunque Manuel no fuera tan fuerte como los otros niños, tenía algo que ellos no tenían, era tremendamente despierto, listo y muy imaginativo. Y aunque le seguían llamando “Canijo”, no lo hacían despectivamente, ese se había convertido en su apodo. Se había ganado su respeto, pues gracias a sus estrategias, habían ganado infinidad de batallas cuando se enfrentaban a las bandas de pilluelos del barrio.
Nunca tuvieron tiempo para esa travesura, Elaine se ganó el corazón de los niños nada más llegar. Isolda, que esperaba una especie de ogro vestido de gris, de rostro severo y duro (no había podido evitar escuchar la discusión entre su padre y su abuelo), se encontró con una joven de aspecto risueño y dulce, una cálida sonrisa le iluminaba el rostro, aunque el largo viaje la había agotado. Vestía con un sencillo vestido negro, pero lejos de darle un aspecto aterrador, le daba un aire de melancólica tristeza, su luto era aún muy reciente. Transmitía tanta calidez, que la pequeña se sintió cautivada desde el primer momento; y cuando esa primera noche, al acostarse le contó una leyenda de su tierra, de un lago encantado en el que las noches de luna llena bailaban las ondinas, y de un elfo curioso que las espía y acaba convertido en junco por su osadía, descubrió que sí que su vida iba a cambiar, pero para mejorar.
Estaba tan contenta, que esa mañana se despertó muy temprano. Quería ver a su padre antes de que se fuera a la fábrica. Se vistió lo más rápido que pudo y bajó corriendo al comedor donde él desayunaba para lanzarse a sus brazos en un enorme abrazo y llenarlo de besos. Y lágrimas de felicidad corrían por las mejillas de los dos.




jueves, 3 de septiembre de 2009

V. E. R. (Pruebas incriminatorias)

Hoy quiero presentaros un relato de un buen amigo, elfo y escritor novel. Para mí es un honor que me la haya cedido para que la publique en mi pequeño rincón. Diría un montón de cosas sobre él, pero eso sería robarle el protagonismo a su historia. Así que sin nada más que decir. Os dejo con su obra. Espero que os guste tanto como me ha gustado a mí.

V.E.R. (pruebas incriminatorias))


Este cuento está dedicado a una persona muy especial que me enseñó a tomarme la vida con un poco más de humor y alegría. Quien me conozca ahora no podrá creer que antes fui serio o amargado, pues, el hecho de que no puedan creer eso los que ahora me ven es por la acción del destinatario de esta dedicatoria. Para ti, J.L.L., por enseñarme a tomarme la vida con mucha más alegría, a reírme de las adversidades, y a reírme al fin y al cabo, de mi mismo. Porque sin tu ayuda no hubiera podido conocer todo lo que hoy conozco, ni reírme de todo lo que hoy me río. Porque, al fin y al cabo, ¿No es la risa la mejor forma de sobrellevar la vida? ¿No es la risa, según Pablo Neruda, el idioma del alma? ¿No es si no la risa, lo más encantador del ser humano? ¿No es la risa, y más la risa con alegría, la belleza que cautiva? ¿Quién no se ha enamorado de la risa de una bella señorita? ¿Quién no ha reído al ver reír a un niño?
Para ti, J.L.L., porque sin tu risa hoy no podría reír. Porque sin tus enseñanzas, hoy no podría decir que soy el que soy ahora.
No sabiendo en dónde estás, siempre sé que estarás a mi lado. No sabiendo qué es de tu vida, o por dónde te han llevado vuestros caminos, siempre sé que estarás conmigo.
Para J.L.L. de V.A.

I

Era viernes, en una modesta casa de Londres. El silencio sólo interrumpido por los esporádicos pasos de un ebrio rezagado, era atronador. En aquel apacible hogar todos dormían plácidamente cobijados por sus arropadas mantas.
La familia Roberts era la más normal del vecindario. Jamás, por consiguiente, se pudo sospechar que una serie de eventos curiosos y extraños pudieran alterar su vida rutinaria y tranquila. Fue, como ya dije anteriormente, por tanto, muy sorprendente que aquel viernes, pasadas las doce de la medianoche, sonara el teléfono en la mesita de noche del señor Richard Roberts.
El jefe de la familia Roberts, esposo de Rose, y padre de tres hijos se vio muy sorprendido y aturdido cuando el teléfono de su mesita de noche comenzó a sonar. Primero creyó que se trataba de su despertador, pero luego recordó que esa noche no lo había puesto, ya que al día siguiente no tendría que trabajar. Luego, aún apabullado por la modorra pensó que se trataba del timbre. “Quizás el repartidor del periódico”, musitó. Pero de inmediato descartó la idea. Estaba muy oscuro, y aquel atolondrado muchacho siempre llegaba después de las nueve de la mañana. Con lo que Richard se preguntaba si no era mejor dejar de comprar el periódico y comenzar a ver el informativo matutino. “Además –reflexionó-, ese chico jamás tocaba el timbre. Siempre arrojaba el periódico desde su bicicleta”. Y haciendo un soberano esfuerzo por poner en funcionamiento sus neuronas se martilló el cerebro: “Entonces… ¿De qué se trata?” Se incorporó un poco en la cama, y sólo en ese instante comprendió que se trataba del teléfono que reposaba en la mesita de noche. Seguía sonando con agudos y regulares chillidos. El hombre sacudió la cabeza para despabilarse y con gesto somnoliento descolgó el auricular.
-Buenas noches –dijo con voz cansada y algo ronca-. ¿En qué…?
…-¡Buenas noches! –cortó una voz tajante y potente-. ¡¿Hablo con el señor Richard Roberts?! –preguntó sin inmutar en lo más mínimo su tono.
Richard quedó desconcertado. Eso definitivamente lo había terminado de convencer. Dentro de sí tenía una confusa mezcla de sensaciones, entre ellas: Sueño, confusión, incertidumbre, asombro, e indignación. “¡Cómo es posible esto!” pensó. “En una sociedad civilizada que a uno le despierten a las tres de la madrugada, que le griten por teléfono, y que le traten como a un perro”.
No podía creer cuán descaradas eran las personas. Y de muy mala manera contestó: -Sí, él habla. ¿Qué le urge a usted?
-Soy el teniente Eric Carowell, de la policía de Londres –respondió la otra voz.
-Y se podría saber… -inquirió Richard-, ¡Por qué causa soy despertado a las tres de la madrugada y tratado como si fuera un prisionero de mala calaña!
-Ante todo –respondió bruscamente el teniente-, he de informarle que usted no se encuentra en ningún derecho de reclamar ni solicitar ningún trato medianamente Cortez.
-¡Y porqué razón!
-Por la sencilla razón –dijo Carowell-, de que usted ha criado a una delincuente en potencia.
El grado de indignación de Richard Roberts alcanzó su punto cumbre y estalló: -¡¡¡Cómo dice!!! ¡Usted está verdaderamente chalado! ¡Es de este modo, con personas como usted aplicando justicia, que este país se está cayendo a pedazos! ¡Es por culpa de gente como usted que la gente decente, respetable y trabajadora como mi esposa y yo tengamos que sufrir las adversidades de la economía! ¡Usted! ¡Usted! ¡Usted… libertino y corrupto…!
…-¡Cuide sus palabras, caballero! –Cortó la voz metálica del teniente-. No tengo constancia de que yo sea todo lo que usted afirma, y más le vale, por consiguiente, cerrar la boca. Ya que de otro modo, me veré forzado a tomar medidas y demandarlos por daño psicológico, calumnias y difamación. Le recuerdo, mi estimado señor, que yo soy la representación de la ley.
-Pe-pe-pero –tartamudeó Richard-. Usted… mi hija… una delincuente…
-Será mejor que se haga la idea de que su hija es precisamente una delincuente –dijo Carowell-. Hace tiempo que venimos siguiendo su rastro, y esta noche por fin hemos conseguido atraparla con las manos en la masa.
-¡Pero mi hija es una niña de cinco años! ¡Ella es inocente! –protestó Richard.
-Toooodos son inocentes –replicó Carowell con voz fastidiada-. ¿Sabe cuántos me han venido con ese discurso?
Richard estaba estupefacto. Era ridículo, que un teniente de la policía londinense malgastara su tiempo en hacer una broma como aquella, era lo más ridículo que había visto en su vida. No podía terminar de creerlo, pero tenía mucha curiosidad por saber a qué se debía esa broma, y decidió continuar el juego. Así pues, con una voz preocupada, preguntó: -¿De qué se acusa a mi niña?
El teniente dio un resoplido y dijo: -Su hija, la señorita Victoire Elizabeth Roberts, nacida el día 1º de septiembre del año 1996, es acusada de portación ilegal de armas, contrabando de cocaína, asalto a mano armada, y contrabando de niños.
Listo, aquello era suficiente, había decidido que le seguiría el juego lo suficiente como para poder hacerlo quedar a la altura del betún.
Entonces –tanteó Richard-, ¿Puedo ir a ver a mi hija a comisaría?
-Ejem… creo que eso sí es posible, y parte del protocolo, señor. Debe venir inmediatamente a la comisaría de hilltone Street a reconocer a la delincuente, y podrá hablar con ella.

Usualmente Richard Roberts era un hombre tranquilo y calmo que no habría accedido a semejante propuesta por considerarla absurda e hilarantemente patética. Pero en aquella ocasión estaba lo suficientemente indignado como para levantarse de su cama, abrigarse bien, y tomar un taxi hasta la comisaría.
Al llegar allí pidió hablar con el teniente Carowell, y después de una larga espera de quince minutos le comunicaron que el teniente Carowell había partido a una persecución, pues una delincuente juvenil había escapado en sus propias narices. Maldiciendo y mascullando por lo bajo Richard Roberts salió de la comisaría hecho una furia, y tomó un tren de regreso a su hogar.
“Nunca más”, se decía, “el sistema es una verdadera porquería. Es por culpa de gente que está sólo por estar que tenemos la situación que tenemos”. Cuando llegó a su casa, calado hasta los huesos, subió las escaleras y fue hasta el cuarto de su hija menor. En la puerta había un cartel que rezaba: “V.E.R.”. Suavemente abrió la puerta, y miró atentamente hacia la cama de su pequeña. Allí reposaba, durmiendo y con una sonrisa de paz pintada en el rostro, una tierna niña de no más de cinco años. Su respiración era profunda y calma, y la sola imagen hubiera bastado para tranquilizar a un toro embravecido. Richard suspiró de alivio, y lenta, muy lentamente cerró la puerta.
Caminó despacio y sin hacer ruido hasta su alcoba y allí se recostó junto a su mujer. Con una última maldición por lo bajo que sonó a: “Papanatas que no hace más que perder el tiempo”. Se quedó dormido profundamente. Su mente estaría tranquila de todo remordimiento, pues como él había visto las cosas, todo estaba normal y pacífico.

II

Lo que Richard no sabía era que momentos antes de que llegara a su hogar una figura pequeña y negra corría sigilosa por entre los macizos y los setos. Saltó la barandilla que separaba el jardín trasero, y corrió presurosa hacia una enramada que trepaba por una pared de la casa. Escaló con agilidad la mata de hierba, y abrió la ventana de un cuarto.
Una pequeña niña de cinco años entraba en ese momento a su dormitorio, se quitaba un pasamontañas color rojo, y rápida se metía en su cama adoptando la posición más tranquila posible.
Momentos después su padre, Richard Roberts, entraba sigiloso a la habitación, veía la calma figura de su hija, y se iba a dormir tranquilo y en paz.
Luego, la niña abrió sus ojos levemente, vio que su padre se había ido, y saltó de la cama. “Por poco te atrapan”, pensó,” tendrás que tener más cuidado la próxima, amiga. Por suerte tu padre no es capaz de verificar si tus zapatos están al lado de tu cama o no”. La niña sonrió con una traviesa sonrisa, y tras ponerse su ropa de cama se recostó y quedó profundamente dormida.

III

Aquella noche el teniente Carowell volvió frustrado hacia la comisaría. Se le había vuelto a escapar, y lo había hecho quedar como un payaso ante toda la división. Llegó a su oficina mascullando entre dientes mientras pensaba: “Una niña, una niña te ha ganado”. “No mereces llamarte teniente”. “¡Una niña te hizo quedar en ridículo! ¡Una niña se te escapó de entre las zarpas! ¡Una niña te dio esquinazo! ¡Una pequeña niña violó las leyes y se burló de ti!” “Pedazo de inepto”…
El teniente se sentó a su escritorio y movió algunos papeles. De repente sonó el timbre del intercomunicador y oprimió el botón para hablar.
-Teniente Carowell al habla –dijo.
-¿Teniente? ¿Está disponible? –preguntó una joven voz femenina y muy provocadora.
-Si no lo estuviera –dijo él al borde de la exasperación, ¿Atendería el intercomunicador?
Se hizo silencio en la línea.
-Mi señor –dijo la voz-, ya está listo lo que usted pidió.
-¿Lo dejaron en el expreso sitio en el que les pedí? –inquirió desconfiado el teniente.
La secretaria titubeó un momento antes de hablar. Luego, con una voz dubitativa, dijo: -Sí señor, hemos dejado… las pruebas en el lugar donde nos indicó.
-¡Perfecto! –exclamó el teniente y cortó la comunicación.

IV

La secretaria, Susan Andersen, siempre se preguntó el porqué su jefe había ordenado que guardaran una serie tan extraña y peculiar de “pruebas” en el almacén más seguro y fortificado de la central.
Desde aquella noche en el almacén de pruebas físicas más custodiado, que era utilizado, normalmente, para guardar armas y materiales incautados a los criminales; se escondía entre sus paredes una frágil caja de cartón etiquetada: “V.E.R. (pruebas incriminatorias)”.
La caja contenía una bolsa de papel madera rotulada como: “Almuerzo de Billy Stuart”, Una bolsita con restos de azúcar de caramelos, una pequeña arma lanza-agua, y un pequeño bebé de juguete.

Fin.



Sir Nícolas Vásquez de Aragón.

martes, 1 de septiembre de 2009

Un momento inolvidable. Final de cuento de hadas.

Hace unos días publiqué en este mi pequeño rincón un vídeo de un amigo que se presentaba a un concurso creativo para elegir un spot publicitario. En ese post pedía vuestro voto, pues además del jurado profesional, había una votación on line.

Ayer se cerraron las votaciones en la red. Y he de deciros que mi amigo se hizo con la primera posición en las dos categorías en la que se presentaba (en vídeo y en microrrelato) Ahora sólo falta la decisión del jurado en la que también pesará el voto del público.

Por eso este post y esa música tan especial hoy. Para daros a todos las gracias por vuestros votos.

Yo, que generalmente me quejo de que en este mundo nuestro hemos olvidado cosas como la solidaridad, el compañerismo, el altruismo, el ayudar a aquel que lo necesita; me he dado cuenta en este concurso que, afortunadamente, hay muchísima gente que no ha olvidado el significado de la amistad. Y eso es maravilloso, para mí significa que en este mundo hay más color del que yo creía.

Hoy soy un hada muy feliz.

¡¡¡¡GRACIAS A TODOS!!!!

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