viernes, 2 de abril de 2010

Corazón de sirena (2 parte)



Que poco sabía lo que me aguardaba. El día en que cumplía los 16 años, una edad importante en el mundo marino, recibí el peor regalo de todos. Tenía que volver a la superficie. Mi madre exigía que fuera a vivir con ella. Tras más de 15 años sin saber de mí, de repente quería recuperar el tiempo perdido.
Mi padre no quiso escuchar mis razones. Así que una mañana de otoño, gris y tormentosa, volví con él a la playa en la que nací. Y allí me esperaba una señora de aspecto regio, de pelo rojo y piel de nácar. Un desconocida que decía ser mi madre. Vino a mí, y quiso abrazarme, pero no la dejé, no pensaba ponérselo fácil, volvería al océano, de eso estaba segura.
Mi padre la miró, con su aspecto más severo.
-Eres su madre y no puedo impedirte que te la lleves. -le recriminó. -Pero eso debiste haberlo recordado hace 15 años y no dejarla abandonada. No te extrañes que te rechace, para ella eres una extraña que la aleja de todo lo que ama.
Me abrazó, despidiéndose de mí.
-Este mundo también es el tuyo, tienes derecho a conocerlo. -Me dijo con la voz queda por la emoción que sentía. -Pero si alguna vez te sientes desgraciada y me necesitas, sólo tienes que llamarme, cualquier fuente, estanque o lago te servirá.
Papá, no te preocupes por mí -le aseguré. -Volveré con vosotros. Muy pronto, ya lo verás.
El viaje hacia mi nuevo hogar fue agotador y se me hizo interminable. Sentimientos contradictorios me dominaban. Por un lado odiaba a ese ser que me había separado de todo lo que conocía y amaba; pero por otro lado, todo ese mundo nuevo al que mi padre decía que también pertenecía me fascinaba. El sol, cálido y dorado; el cielo, de un azul más pálido al de mi medio natural, pero lleno también de vida; las blancas nubes que parecían tan hermosas, de repente se convertían en jirones grises y amenazadores; las montañas con su manto verde y sus enormes árboles. De todas esas maravillas lo que más me gustó fueron los pájaros y sus hermosos cantos. Me hicieron sentir como si estuviera en los acantilados a los que solía nadar con mis hermanas y desde allí cantar las más bellas canciones. Deseé ponerme a cantar, pero la mirada severa de la que decía ser mi madre me hizo callar en el acto.
Sentadas en un elegante carruaje, mi madre me explicaba lo que se esperaba de mí. Porque no me había reclamado a su lado porque me echara de menos, no. Ella resultaba ser la reina del lugar a donde nos dirigíamos. Por eso nos había abandonado a mi padre y a mí, para cumplir con su deber y ocupar el trono a la muerte de su padre. Se había casado con un príncipe de un estado fronterizo con el que interesaba mantener buenas relaciones. Era una cuestión de estado, y aunque no le amaba no había sido desgraciada, su esposo era bueno y comprensivo y habían tenido un heredero, un niño al que había querido con todo su corazón. Pero desgraciadamente el niño había contraído la misma enfermedad que padeció su madre cuando era joven. Lamentablemente, el niño falleció antes de poder trasladarlo a un lugar cálido. La reina, con el corazón roto por el dolor, pero sabiendo que su principal deber era dar un heredero a su reino, confesó el secreto que durante quince años había ocultado a todo el mundo. Sabía que por su edad ya no podría concebir otro hijo, así que decidió confesar al reino la existencia de su hija secreta, recuperarla y convertirla en la princesa heredera y futura reina, como ella lo fue en su día. Con cada palabra que mi madre me decía un dolor insoportable se apoderaba de mi corazón. Yo sólo quería volver a mi océano, a nadar entre los delfines con mis hermanas, a ser una joven sirena traviesa y despreocupada.
Cuando llegamos a mi nuevo hogar, me quedé sorprendida, estaba rodeado por montañas enormes, que ya casi me parecían los muros de la prisión que me separaba del mar que amaba. Atravesamos un hermoso valle cubierto de flores y pequeños pueblecitos con casitas de madera, para llegar a un enorme castillo de piedra, casi tan amenazador como las montañas... o como la mirada de desaprobación de la Reina.

Y qué decir de mi vida en el castillo. Desde mi llegada, cada una de mis horas estaba decidida de antemano. Interminables clases de comportamiento y protocolo, clases de equitación y baile. Apenas tenía un momento para mí, para escaparme a mi pequeño jardín. Mi rincón privado y secreto. Allí junto al pequeño estanque lleno de nenúfares blancos, hablaba cada día con mi padre. Le contaba todo lo que hacía, lo sola que me sentía, el rígido protocolo apenas permitía a unas cuantas personas acercarse a mí. Y casi todas eran mis serios y severos profesores. Hiciera lo que hiciese, nunca estaban satisfechos.

Deseaba poder escaparme de todo eso y poder aventurarme fuera del castillo. Me moría por bañarme en uno de esos enormes lagos. Eso sería lo más parecido a volver a mi océano. Si por lo menos tuviera algún amigo no sería tan infeliz.

El tiempo fue pasando, al final me resigné a mi suerte. Hacía lo que se me ordenaba como un autómata. Saludaba y sonreía cuando me decían, pronunciaba un discurso que alguien me escribía. Habían pasado dos años desde que llegué allí, añoraba el mar... ¿pero cómo escapar de allí si ni siquiera sabía en qué dirección estaba el mar? La Reina había prohibido y confiscado todos los mapas que llevaran a él, bajo pena de muerte o destierro. No, estaba claro que jamás volvería al mar.

Una fría noche de invierno mi madre me llamó a sus aposentos. Era algo sorprendente, nunca solía hacerlo. Si tenía algo que comunicarme lo hacía mediante su secretario, nunca en persona. Extrañada acudí a su habitación. Me dijo que ya era lo suficientemente mayor como para pensar en mis deberes para con el reino, que tenía la edad adecuada para comprometerme y que en breve llegarían al reino los pretendientes para lograr mi mano. Que ella estudiaría la mejor opción y se me haría saber el elegido. Dicho esto, me despidió.

Salí de sus aposentos con las lágrimas quemándome en los ojos. Me dirigí a mi estanque y llamé a mi padre. Le necesitaba más que nunca. Había llegado el momento de marcharme de allí. Encontraría el camino al mar aunque fuera lo último que hiciera. Así que tras meter algunas cosas en una pequeña bolsa, salí de mi habitación dispuesta a dejar el castillo.
Estaba ya preparada para salir de mi prisión de piedra. No sabía dónde me dirigirían mis pasos, pero me dejaría guiar por el corazón y lo conseguiría. Pensaba que no me sería difícil salir del castillo, que equivocada estaba, nada más salir de mis aposentos me detuvo un joven guardia. Le dije que solo quería dar un pequeño paseo a la luz de la luna, que estaba un poco melancólica y eso me reconfortaría. Asintió y me dejó pasar, pero cuál fue mi sorpresa al ver que me seguía. Le ordené que me dejara sola, pero me aseguró que su misión era protegerme y que eso era lo que haría. Le miré fijamente poniendo mi cara más severa, pero vi que era inútil. Derrotada, dejé caer la bolsa con lo poco que me llevaba de allí, y no pude evitar romper a llorar. Eso lo desconcertó, pero se mostró impasible. Le dije que tenía que salir de allí, que me sentía prisionera, que era muy desgraciada y que si no me marchaba de allí moriría de pena y me convertiría en espuma de mar. Que aquel no era mi mundo, que debía regresar al mar al que pertenecía. Supongo que eso le ablandó el corazón, porque tendiéndome un pañuelo, me pidió que lo esperara unos minutos, que intentara ayudarme.
No habían pasado ni dos minutos cuando le vi aparecer por el corredor, llevaba una mochila y un mapa en la mano.
-Está bien princesa. -me dijo. -Sí vamos a buscar el mar, por lo menos hagámoslo bien. No pensaría que voy a dejarla marchar sola. Allí fuera hay demasiados peligros y vos no estáis acostumbrada a afrontarlos.
Le di las gracias con una sonrisa y nos pusimos en marcha. Me condujo por una serie de pasadizos que yo ni siquiera sabía que existían. Se trataba de un pasaje secreto que salía al valle. Fue construido hacía siglos para evitar asedios y para facilitar huidas rápidas.
La luna ya estaba muy alta cuando salimos al valle. Por suerte era noche de luna llena y su resplandor nos iluminaba. Al llegar al pueblo, el joven tomó prestados un par de caballos y nos dirigimos en dirección sur.
Me sentía tan feliz por dejar atrás mi prisión, era maravilloso poder cabalgar libre bajo la luna. Apenas hablábamos. No sabía que decirle. El muchacho había arruinado su carrera en palacio y era un hecho que no podría volver allí. Me sentí agradecida pero también un poco culpable.
Cabalgamos toda la noche, sólo parábamos lo indispensable para que los caballos descansaran o bebieran agua en los múltiples arroyos que atravesábamos. Necesitábamos alejarnos lo máximo posible antes que se supiera que nos habíamos marchado.
Faltaban unas horas para el alba cuando llegamos a una pequeña aldea en las estribaciones de una de la montaña que nos separaba de la libertad. Estábamos agotados, teníamos que dormir algo antes de iniciar la dura ascensión. Nos cobijamos en un establo e improvisamos unos lechos de paja para descansar. Nunca había pensado que podían ser tan cómodos. De su mochila sacó un par de panecillos y un trozo de queso. ¡Ni me había dado cuenta lo hambrienta que estaba hasta ese momento! Aproveché ese momento para conversar con mi salvador, del que ni siquiera sabía su nombre. Le pregunté por qué lo había hecho. Me contó que era capitán de la guardia de palacio, que la misma reina le había encargado mi seguridad y que había jurado protegerme con su propia vida si era necesario, pero que lo que realmente le había llevado a ayudarme a escapar, había sido la tristeza tan profunda que leyó en mis ojos, y entonces supo que en verdad moriría de pena si seguía en el castillo. Y también supo que en ese momento que daría su vida por mí, y por verme feliz.
Dormimos unas horas, y al alba nos pusimos en marcha. Atravesamos la montaña, nos llevó todo el día, pero lo conseguimos. El descenso fue mucho más rápido y al anochecer estábamos en un pequeño pueblo al otro lado de la frontera. Pedimos alojamiento en una pequeña posada. El, caballeroso, durmió en el suelo y me cedió la cama. Estábamos tan agotados que nos dormimos sin hablar apenas. La difícil subida nos había unido mucho. Notaba que algo diferente a la simple gratitud me nacía en el corazón. Y estaba bastante claro que él también tenía sentimientos hacia mí. Pero el sólo conocía un aspecto de mí. Temía que si sabía también era una sirena me considerara un monstruo y me odiara. Recordaba lo que me había dicho mi madre cuando viajábamos al castillo. Me había advertido que nunca le contara a nadie mi pequeña particularidad o todos me odiarían. Pero cuando le miraba a los ojos, algo me decía que él no sería como los demás.
Esa mañana desayunamos en la posada, un desayuno de verdad, necesitábamos reponer fuerzas. Él estudiaba el mapa, buscando el camino más corto y rápido hacia la costa. A partir de hora el camino se hacía más fácil y en un par de días estaríamos en la costa.
El resto del viaje se me pasó muy rápido. Hablábamos de mil cosas, me pidió que le hablara del mar, pues él nunca lo había visto. En su pequeño pueblo lo consideraban peligroso y decían que lo habitaban monstruos y que los que iban a él, nunca volvían. Le conté que no era cierto, que el mar era algo maravilloso, pero que también había tormentas. Le hablé del arrecife, de los delfines, de las noches de luna y las canciones sobre los arrecifes. Y no pude evitarlo, empecé a cantar la canción con la que me acunaba siempre mi madre adoptiva. Y así, entre canciones, risas y confidencias llegamos a la costa. Después de dos años deseando volver a verlo, justo ahora que lo tenía delante sentí un pequeño pinchazo en el corazón. Me había enamorado de ese joven que tanto había arriesgado por mí.
-Princesa, -me dijo, con un deje de tristeza en la voz. -prometí que te traería a la costa sana y salva y aquí la tienes. Misión cumplida. Y ahora que veo el mar, debo decir que tenéis razón, es fascinante. Y tiene el mismo color que vuestros bellos ojos, mi señora.
Bajamos hasta la playa, y en la misma orilla le pedí que se bañara conmigo. Quería ver que pensaba cuando viera surgir mi preciosa cola. Me senté en la orilla, dejando que el agua me fuera cubriendo las piernas. Al sentir en mi piel el agua salada mis piernas se transformaron en mi añorada cola. Se quedó mirando el prodigio, asombrado. En ese momento temía su reacción y a la vez la necesitaba. Porque de eso dependía mi decisión. Si me consideraba un engendro, nadaría de vuelta al arrecife y al palacio de coral; pero si me aceptaba como era, aunque fuera diferente a los demás, me quedaría allí, en la costa con él.
Se acercó a mí, y mirándome a los ojos me besó.
Me sentía muy feliz. Nos habíamos establecido en una pequeña aldea de pescadores, teníamos una pequeña cabaña, muy pequeña y sencilla, pero no nos importaba. Nos teníamos el uno al otro. Por las noches nadaba al encuentro de mi padre y de mis hermanas. Me veían tan feliz junto a él, que aprobaban mi decisión; y algunas de mis hermanas me envidiaban muchísimo pues aún no habían encontrado al amor de su vida como yo.
(continuará)


Hoy se conmemora el 205 aniversario del nacimiento de Hans Christian Andersen. Este es mi pequeño homenaje al genial "cuentista" y a su personaje más famoso, la Sirenita.



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2 comentarios:

Canoso dijo...

Vaya, se está poniendo interesante y a todo esto ¿Qué pensará su madre cuando se de cuenta de su desaparición?

Me voy a por la tercera entrega.

Anónimo dijo...

Bueno... para eso sólo tienes que leer la entrega final.

Me alegro de verte por aquí.

Besitos de jengibre.

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