En primer lugar quisiera disculparme con vosotros por esta larga ausencia. El Otoño es la época dorada de todas las hadas silvanas (entre las que me incluyo) Para prepararnos para ese momento tan especial que es el equinocio de otoño todas las hadas tenemos que pasar por ciertos rituales en nuestro bosque natal. Rituales que son muy importantes, porque son una regeneración y renovación de nuestros dones y poderes. Algo vital para las que como yo, estamos habitualmente lejos del país de las hadas. Por ese motivo he estado alejada de este pequeño rincón tanto tiempo.
Aquí estoy de nuevo, renovada por la magia del otoño. Os traigo la continuación de la historia de Isolda. Espero que os guste.
Besos de hada para todos.
Isolda (tercera parte)
La vida trascurría feliz en el palacete. La llegada de Elaine fue como una brisa de aire primaveral, llenando de calor y ternura el gélido ambiente reinante. La joven institutriz consiguió hacerse no sólo con el corazón de su pupila, sino que fue capaz de ganarse incluso el respeto y la admiración de los padres y abuelos de la pequeña.
Isolda descubrió que le gustaban las clases. Aprendió a leer y escribir con una rapidez asombrosa. Gracias sobretodo a los libros de cuentos que le leía Elaine. Le fascinaron esos mundos llenos de magia, donde todo era posible. Donde los dragones eran sabios y custodiaban tesoros. Donde al final del Arco Iris siempre había un caldero de oro esperando al espíritu aventurero que fuera a su encuentro. Soñaba con poder visitarlos y se enfadaba con todo aquel que dijera que el país de las hadas no existía.
Pero por muy rápido que aprendiera nunca superaba al “pequeño” Manuel. El niño demostró tener una inteligencia fuera de lo común. No había materia que se le resistiera. Pero lo que mejor se le daba eran los números. Elaine estaba asombrada, era capaz de resolver operaciones que niños mucho mayores no eran capaces de resolver. También le llamaba la atención el cariño que los dos niños se profesaban. Isolda le protegía contra viento y marea. El invierno anterior había sido especialmente crudo, y Manuel estuvo a punto de morir de pulmonía. La niña se había escapado de casa para estar con él, y no regresó a casa hasta que consiguió que el médico de su familia atendiera al niño. Después de esto, Manuel se convirtió en habitante del palacete, en una pequeña habitación al lado de la de Isolda, cálida y seca; lejos del frío y la humedad del cuchitril donde vivía su familia.
Así fueron pasando los años. Isolda crecía feliz. Se estaba convirtiendo en una jovencita bella y educada, capaz de hablar perfectamente en inglés y francés, tocar el piano como una virtuosa… y darle una buena paliza al que tuviera el atrevimiento de llamarla cursi y redicha. Algo que solo le permitía al “canijo”. Manuel seguía siendo más débil que cualquier chico de su edad, pero gracias a Isolda su salud había mejorado mucho. Y su inteligencia y habilidad con los números le había ganado el cariño del padre de su amiga hasta el punto de pagarle la educación en un prestigioso colegio. Si el chico seguía así se estaba planteando adoptarlo como hijo. Alguien debía ser capaz de llevar los negocios el día que el faltara, y ni su mujer ni su hija estaban capacitadas. Isolda pensaba más en las nubes que en la tierra. La vida les sonreía. Acababan de cumplir catorce años y tenían un prometedor futuro por delante.
Pero las cosas cambiaron una mañana del mes de junio. Esa mañana, como todas las mañanas, Isolda bajaba a desayunar con su padre. Adoraba esos momentos. Era el mejor momento del día para los dos. Él había renunciado a leer el periódico con su café matutino, prefería dedicar ese tiempo a su pequeña. Ella le hablaba de los lugares maravillosos que descubriría, surcando los mares en un barco pirata, con Manuel de timonel. Y el se reía o fingía enfadarse porque a él no lo incluía en la aventura. Pero esa mañana algo era diferente. Al llegar al comedor vio que su padre leía el diario con cara de preocupación. Últimamente la situación en la ciudad era un poco difícil. Revueltas callejeras por doquier, obreros luchando por mejorar sus situación. Y para colmo esas levas forzosas para otra de esas absurdas guerras colonialistas. Isolda supuso que eso era lo que preocupaba a su padre, aunque al verla dobló el diario y se esforzó por esbozar una forzada sonrisa. No le gustaba preocuparla con estas cosas. Le pidió que le hablara de ese país donde los sueños se cumplen, donde los unicornios pueblan los bosques y las sirenas cantan en las noches estrelladas. Se despidió de ella con una extraña sensación.
Jamás volverían a verse. Unos anarquistas acabaron con su vida ese mismo día, en su fábrica, esa que tanto había luchado por modernizar. Sus últimos pensamientos fueron para su princesa, y recordó ese momento mágico, esa sonrisa cuando por primera vez la tuvo entre sus brazos. Y una sonrisa quedó impresa para siempre en su rostro. Su último gesto.
Cuando la noticia llegó al palacete Isolda estaba en su clase de piano. Supo que algo no andaba bien cuando su madre interrumpió la clase. Ella nunca se preocupaba por sus clases. Al mirarla descubrió que había llorado aunque ahora estaba serena. Se acercó a ella y la abrazó (algo que nunca había hecho). Con voz queda le comunicó la triste noticia. En un primer momento no reaccionó. Pero cuando realmente tomó conciencia de lo que eso significaba, cuando por fin aceptó que él ya no volvería jamás, que lo había perdido para siempre, sintió que algo se le rompía por dentro. Se deshizo del abrazo de su madre y corrió escaleras arriba, a la habitación de su padre. Allí se encerró y, sobre la hermosa cama con dosel que su abuelo había traído de Londres, se tendió a llorar desconsoladamente, abrazándose a la almohada como se abrazaría un naufrago a su tabla de salvación. Se negó a salir, se negó a comer nada. Ni siquiera le abrió la puerta a Elaine, que le rogaba la dejara pasar. Ella sabía muy bien lo que estaba sintiendo la niña, no en vano también había perdido a su ser más querido. Pero Isolda no quería ver a nadie. Quería que la dejaran a solas con su dolor.
Sólo cuando Manuel amenazó con derribar la puerta de un empujón, abrió la puerta y le dejó pasar. Lo único que conseguiría sería romperse el hombro contra la puerta de madera maciza, y aún así seguiría golpeando. A veces podía llegar a ser increíblemente tozudo.
Nadie sabe que pasó en esa habitación, ninguno de los dos contó jamás lo ocurrido. Pero lo cierto es que a la media hora, Isolda salía por fin, serena pero con los ojos todavía llenos de lágrimas. Y tanto durante el velatorio en el salón principal del palacete, ante las autoridades y gente principal de la ciudad, como en el funeral y posterior entierro, nadie la vio derramar una sola lágrima ni perder la compostura. A su lado, su madre lloraba desconsoladamente y era la viva imagen del dolor de la esposa que a perdido a su amante esposo. Fingiendo un dolor que no sentía.
A la mañana siguiente al funeral la vida volvía a cambiar para Isolda. La primera decisión de su madre fue despedir a Elaine. Creía que su trabajo con la niña había terminado; ya nada podía enseñarle. Se estaba convirtiendo en una señorita y era el momento de ir al prestigioso internado donde ella había estudiado. Allí Isolda terminaría de convertirse en una dama, como le correspondía por su posición.
Ella escuchó estas palabras como si de una maldición se tratase. Pero no derramó ni una lágrima. Se mantuvo impasible, aunque notó como el corazón se le desgarraba. Primero su padre; y ahora debía decir adiós a todo lo que conocía. A su nany, a todo el servicio que tanto la había cuidado y a quien tanto quería; sus antiguos compañeros de juegos, con los que seguía teniendo un lazo especial, aunque la mayoría de ellos ya no tuvieran tiempo para jugar. Y lo peor de todo, despedirse de Elaine pero sobretodo de Manuel, su hermano de leche, su mejor amigo, su alma gemela. No podía concebir la vida sin el a su lado, cómo siempre. Pero tenía que hacerlo. Tenía que ser fuerte. Había dado su palabra. Y su padre le había enseñado que nunca hay que faltar a la palabra dada, bajo ningún concepto ni razón.