domingo, 25 de septiembre de 2011
Semana de hospital.
Hoy quiero escribir algo "basado en hechos reales", como esas películas de la televisión que tanto gustan a mi madre... Voy a relataros mi experiencia en la sala de espera de la U.C.I de un hospital de mi ciudad...
El día 8 de septiembre mi padre sufrió una caída mientras paseaba. Como perdió el conocimiento y además toma el sintrom y se había dado un golpe en la frente, del servicio de urgencias de nuestro ambulatorio lo enviaron al Hospital del Mar. Allí, en seguida lo pasaron. Tras hacerle varias pruebas, entre ellas tac craneal para descartar alguna hemorragia interna, nos dijeron que mi padre había sufrido lo que llaman un bloqueo cardiaco, que le habían colocado un marcapasos provisional hasta que pudieran implantarle el definitivo. Así que de urgencias pasó a la U.C.I.
Allí sólo puedes visitarlo ciertas horas al día, y sólo dos personas por paciente. Así que te pasas el tiempo en la sala de espera. Porque además, las horas son aproximadas, los pacientes ingresados ahí necesitan una vigilancia continuada, lo que puede retrasar el horario de visitas. Así que la sala de espera se convierte en una especie "terapia" para los familiares. Es curioso como el dolor y el sufrimiento nos acerca y une a todos. Compartíamos preocupaciones y esperanzas. Y eso te ayudaba, no te sentías solo. Claro, que si eres una persona con unas dosis elevadas de empatía la cosa es algo complicada.
Y una vez dentro, lo primero que notas es que la actividad es frenética. Todo son pitidos y enfermeras y médicos de aquí para allá. Me sentía en medio de un capítulo de alguna de mis series de médicos favorita... Lo malo es que esta vez no era simple espectadora, esta vez era una de las protagonistas... Y me resultó bastante duro ver a mi padre monitorizado y terriblemente desanimado. Cómo el marcapasos se lo pusieron en la pierna, estaba en reposo absoluto y no podía mover la pierna bajo riesgo de que el cable se moviera y pudiera sufrir un paro cardíaco, o incluso que al moverse lastimara alguna de las paredes del corazón. Y mi padre es tremendamente inquieto, la inmovilidad la llevaba fatal. Además, por culpa del sintrom, no podían operarlo hasta el día 13.
Pasamos cinco días allí, aprendimos a mirar el monitor con sus constantes, como si de esa manera intimidáramos a su cansado corazón para que no se le ocurriera volver a ralentizarse. Y lo mejor de todo eso fue el trato recibido por todo el personal que lo atendían. Tanto médicos, enfermeras y auxiliares tuvieron un trato muy cariñoso y humano. Incluso hacían la vista gorda cuando estábamos tres en la habitación.
Resulta esperanzador ver que en épocas de recortes en la sanidad pública, la profesionalidad de todos ellos siga intacta.
Y como toda buena historia, ésta tiene un final feliz. Mi padre ya está en casa, llevando una vida casi normal. Únicamente debe vigilar el no hacer movimientos bruscos con el brazo izquierdo, ni levantar pesos o ir en bicicleta, pero por lo demás ya puede seguir con su vida. Eso sí, debe empezar a tomarse las cosas con más calma y vigilar un poco su dieta.
Bien está lo que bien acaba.
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