jueves, 31 de diciembre de 2009

Auld Lang Syne (Por los viejos tiempos)

¿Deberían ser olvidados los viejos amigos y nunca recordados?

¿Deberían ser olvidados los viejos amigos y los viejos tiempos?

Por los viejos tiempos, amigo mío, por los viejos tiempos.

¡Tomaremos una copa de afecto por los viejos tiempos!

¿Deberían ser olvidados los viejos amigos y nunca recordados?

¿Deberían ser olvidados los viejos amigos y los viejos tiempos?

Y hay una mano, mi leal amigo y danos tu mano

¡Y beberemos una copa de afecto por los viejos tiempos!

Esta canción, compuesta en el siglo XVIII por Robert Burns, es quizá una de las canciones mas cantadas de este mundo. La usan millones de personas para desearse un feliz año.

Y con ella quiero yo desearos todo lo mejor para este nuevo año que comienza.
Y daros las gracias a todos vosotros por compartir mi pequeño rincón.
Por eso, levanto mi copa para brindar con todos vosotros por el este 2010.

¡¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO!!!!




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sábado, 26 de diciembre de 2009

Navidad.

En primer lugar quisiera pedir disculpas por estar tanto tiempo alejada del blog. He tenido un otoño algo complicado y no me he podido pasar por aquí tan a menudo como me habría gustado.
Ahora, una vez resuelta la situación, espero y deseo poder continuar contando historias.

En segundo lugar ¡¡¡¡FELIZ NAVIDAD A TODOS VOSOTROS, SEGUIDORES, LECTORES Y COMENTARISTAS!!!

Y en tercer lugar quiero compartir con todos vosotros un regalo de Navidad que he recibido y que me ha llenado de emoción. Se trata de un cuento que lleva por título "Navidad". Espero que os guste tanto como a mí.


Navidad

Era una fría y nublada mañana de diciembre. Corría el viento por las calles, lloraba el cielo, las nubes se enroscaban. Había una gran tormenta sobre Londres, y fue ese estruendo lo que hizo que un pequeño niño se despertara.
En el orfanato de Santa Eduviges, un jovencito de poco más de doce años abría débilmente sus ojos. Vislumbró en la penumbra de la habitación algunas figuras que cuchicheaban y se movían lentamente. Cuando enfocó mejor su mirada notó que eran sus compañeros de dormitorio, escabulléndose un rato antes de la hora del desayuno.
El pequeño James Harrison se incorporó un poco en su cómoda y mullida cama (era una verdadera bendición tener aquellas confortables piezas de descanso en un día tan gélido). El niño se despabiló y frotó sus ojos con las manos, se incorporó un poco más apoyándose en un brazo y vio que sus compañeros habían partido ya.
Durante aquel mes había reinado una atmósfera festiva y alegre en todo el orfanato. No era para menos, pues se acercaba una de las más bellas fiestas. Habían decorado los pasillos y rincones con guirnaldas, cascabeles y campanas, muérdagos y más guirnaldas. Las frías paredes de piedra estaban llenas de vivaces colores, y el rojo, el verde y el blanco, en esa decoración, no podían faltar. Las maestras, que de ordinario eran muy amargas y era un milagro verlas sonreír, se mostraban risueñas, animosas y alegres. Todos cantaban villancicos a coro, ayudaban a los preparativos de Nochebuena, buscaban y hacían obsequios y se regalaban con dulces sonrisas de caramelos.
Cierto era -como parte de la reflexión de vuestro servidor- que el orfanato de Santa Eduviges tenía algo muy particular. A diferencia de otros centros de niños huérfanos, allí se trataba de que los pequeños no sólo tuvieran un plato de comida, sino también un poco de amor y cariño. Las hermanas del convento, las maestras y madres superioras se divertían mucho, aunque no lo aparentaran, cuidando y educando a sus pequeños angelitos.
El orfanato fue fundado en Londres antes de la primera guerra mundial, por una hermana que pertenecía a la orden de Santa Eduviges de Alemania. Allí habían resguardado a malheridos por la guerra, hambrientos, pobres y desahuciados. Durante ese periodo el convento de Santa Eduviges fue ganando buen nombre y cuando finalizó la guerra todos sabían que aquellas hermanas se merecían mucho más de lo que tenían. Habían ayudado durante una fuerte crisis, y necesitaban una buena remuneración por tantos servicios prestados a la sociedad.
Pero, y a diferencia de lo que muchos creerían, cuando a las hermanas se les planteó esta propuesta, ellas se negaron rotundamente a recibir alguna compensación económica. Por el contrario, lo único que pidieron fue el permiso del Estado para poder abrir un pequeño orfanato.
Las entidades pertinentes, ante semejante pedido, no pudieron hacer más que aprobarlo de inmediato y ayudar en la construcción de un pequeño edificio para alojar a los niños huérfanos. Así comenzó a funcionar aquel noble centro en el que se recibían, y aún hoy se reciben, niños huérfanos y carenciados. Sin familia y sin hogar, y a pesar de que muchos sólo van por un día o dos, para buscar refugio y comida, las hermanas jamás niegan cobijo y calidez a aquellas criaturas.
Todos celebraban en el orfanato, cierto, pero... no del todo. El único que se sentía apartado del jolgorio y que no tenía muchas intenciones de celebrar, era el pequeño James Harrison. Un niño bastante extraño, pero no menos amable y cariñoso, según sus maestras y educadoras.
En opinión de las hermanas encargadas del orfanato, el niño podría ser un buen orador si se lo proponía.
Según la opinión de sus docentes, el joven se convertiría en un letrado o en un contable.
Y según Sor Sandrín, encargada de cuidar el ala donde estaba James, el niño sería todo eso en el caso de que no se convirtiera en un rufián.
A pesar de los regaños y sermones que la hermana le daba regularmente, ella lo quería mucho y se preocupaba por el futuro del niño. Sabía que era listo, pero aquello no le bastaría para desenvolverse en el mundo. Los huérfanos sólo podían permanecer allí hasta cumplir la mayoría de edad, y luego tenían que comenzar a hacer su vida. “Es injusto”, pensaba Sor Sandrín. “Estos niños son pobres, y no están preparados para afrontar el mundo de hoy en día. No conocen más que estas paredes o la calle, y lo más lógico es que se conviertan en rateros antes de trabajar decentemente”. Sin embargo, la situación seguía siendo siempre la misma.
Al pequeño James no le gustaba aquella época del año, y sólo pocas personas sabían el motivo: el niño había perdido a sus padres a los cinco años, durante la celebración de Nochebuena. Por esa causa el pobre James Harrison —apodado por algunos ‘Sherlock’— tenía malos recuerdos en el mes de diciembre y no le gustaba celebrar Navidad con sus compañeros.
Sor Sandrín conocía la trágica historia de la familia de James, y en varias ocasiones había realizado intentos infructuosos para levantarle el ánimo en aquellas fechas; sin embargo, James seguía apático y sin mostrar señales de mejoría.
Si bien era sociable, el pequeñuelo no tenía muchos amigos. Tan sólo tenía un único confidente, amigo y hermano del alma, con el que podía llevarse bien y contarle absolutamente todo. Era Henry Stuart. Un pequeño pillastre de doce años, rechoncho y bajito, que siempre seguía a su amigo hacia donde este fuera. Ambos vestían atuendos semejantes a los de Sherlock Holmes y el Doctor Watson, y jugaban continuamente a ser detectives resolviendo misterios. estas eran las causas, entre otras, por las que los apodaban “Sherlock”y “Watson”.
De hecho, el apodo les iba como anillo al dedo, ya que ambos tenían una relación muy estrecha y sensible. A pesar de todo, el pequeño Sherlock seguía apesadumbrado y melancólico durante los días de Navidad. Y ni siquiera su más íntimo amigo, Henry, podía hacerlo sentir mejor.
El niño había cumplido los doce años en septiembre, pero seguía teniendo el corazón y el espíritu de un niño mucho más pequeño. Aún así, a Sor Sandrín le daba muchos dolores de cabeza todos los días. Durante el mes de julio, por ejemplo, el joven James se había perdido durante la tarde, llegando a las ocho de la noche en medio de una fuerte tormenta.
El pequeño Sherlock se levantó de un salto, corrió a asearse, se abrigó bien y partió hacia el comedor del orfanato. Desde aquellos primeros años, en los que el orfanato no era más que un pequeño edificio modesto y con pocas comodidades, y gracias a los aportes de muchos filántropos y benefactores, el orfanato había crecido considerablemente. Poseía recias paredes de piedra, y era bastante grande como para que los nuevos se perdieran con facilidad. Como James estaba muy acostumbrado a aquel recorrido, no tardó mucho en llegar al comedor principal. Allí vio que ya estaban sirviendo el desayuno a sus compañeros y se acercó a tomar un lugar en la mesa. Se sentó apartado del resto, y su pequeña figura le confería un mayor aire de soledad.
Sor Sandrín, que andaba cerca vigilando a todos los chicos, vio que el pobre e inocente niño estaba sentado muy apartado y decidió ir a hablar un rato con él. Tras un: “Buenos días”, y un cálido beso en la mejilla sor Sandrín preguntó: -¿Cómo has estado últimamente, James?
El niño respondió de un modo vago e impreciso, sin dar demasiados detalles. Después de otros intentos por levantarle el ánimo la dulce hermana desistió. Ambos se quedaron allí, en silencio, uno al lado del otro. “Quizás –pensó Sor Sandrín-, el niño sólo necesite algo de compañía”. Pero se equivocaba. Había pasado un cuarto de hora con él, y James seguía igual de taciturno y melancólico.
Entonces, la monja decidió que era hora de comenzar el día. Se puso de pie y llamó a todos los niños.
—Atención —anunció—: como todos sabemos, hoy dan comienzo los recesos invernales. Los estudiantes mayores de diez años tendrán sus últimos exámenes, y los menores a dicha edad no tendrán clases el día de hoy. Por ende les sugiero que ayuden, en lo posible, a las hermanas encargadas de sus alas en los preparativos de la fiesta.
Terminado el pequeño monólogo urgió a los presentes para que comenzaran sus actividades. James, aún silencioso, fue el último en salir del comedor, y el último en llegar a su salón de clases. Tal como había anunciado sor Sandrín, aquel día tendrían lugar los exámenes del colegio medio.
Afortunadamente los maestros de la división en la que James estaba, habían organizado todo de tal modo que sólo quedaran tres exámenes para aquel día. El primero sería el de matemática, el segundo de ciencias y el tercero sería de geografía. El pequeño pasó hoja tras hoja de las evaluaciones sin ninguna dificultad. Resolvía ejercicios, contestaba preguntas y dibujaba ejes con suma facilidad.
Terminados ya los exámenes y todas las clases, los chicos partieron contentos hacia sus habitaciones. Aquel día tenían toda la tarde libre, y podrían salir a jugar en la nieve y divertirse con sus amigos.
Coros de risa sonaban, aplausos y gritos; la calle en frente del orfanato era un desvarío. Niños con rostros rojos por el frío, sonrientes por la alegría, y traviesa picardía. Se tiraban unos a otras bolas de nieve, caían en el piso. Todo era jolgorio, e incluso, los gritos y reproches de una vecina parecían ser alegres estímulos para que la fiesta continuara.
Este era el paisaje que veía melancólico el niño, a través de su ventana escarchada. Estaba sentado, con la mirada perdida en la nada. El tiempo no transcurría. Observaba cómo sus compañeros jugaban alocadamente en la calle del frente. Sus ojos estaban tristes y cansados, no tenía ganas de salir a jugar.
Sor Sandrín, que estaba revisando los dormitorios de su ala, pasó por delante de la habitación que ocupaba James y se sorprendió al ver en su interior. El niño, alicaído, miraba pasivamente a través del cristal de la ventana. Tenía una mirada perdida y soñadora, desganada, sin ánimos de ver nada.
-James-, susurró la hermana con voz queda y suave. -¿Estás bien?
-Sí, Sor Sandrín –respondió el niño, asombrado ante la presencia de la monja en la habitación-. No la oí entrar.
-OH, -dijo ruborizándose-, años de práctica para pasar desapercibida. Pero te he hecho una pregunta, y aún no la has respondido.
-Estoy bien –repuso con voz efusiva-. ¿Por qué habría de estar mal?
La hermana frunció el ceño, puso sus manos en la cadera y miró fijo al jovencito que tenía delante. Se acercó a él y con voz maternal dijo: “James, querido. Recuerdo cómo eras cuando llegaste a este lugar. Y después de años de conocerte, sigo viendo que eres igual. La noche en que llegaste eras un tímido y asustadizo niño, flacucho y escuálido, que se aferró a mi mano y no la soltó en toda la noche. —Lo miró a los ojos—. Han pasado siete largos años desde aquella noche, jovencito, y durante este tiempo me has enseñado mucho más de lo que creía saber. Entre esas cosas –prosiguió-, me has demostrado que eres un gran detective. A su vez, he aprendido parte de ese arte que es resolver problemas. Y creo que sería una mala alumna si no hubiera aprendido algo de esto en todos estos años. Tú jamás te quedarías en esta sala un día que te dejan salir a jugar y divertirte, no has hablado con Henry en todo el día, no te has puesto ese atuendo victoriano tuyo, y has comido menos de lo que sueles comer. Corro con la ventaja de conocerte bien, James, y sé qué haces y no haces cuando estás o no alegre”.
Ante las palabras de la hermana, el niño se sonrojó; lo habían descubierto muy fácilmente, estaba claro que Sor Sandrín era muy buena aprendiza.
El niño asintió suavemente y la monja le dio un beso en la frente. Lo miró sonriente y le dijo: “Anda, si no te apresuras se hará de noche”. Acto seguido, la hermana se retiró de la habitación y el joven James quedó a solas. Seguía muy apesadumbrado, pero tenía el consuelo de que en el orfanato, a pesar de todo, había una persona que lo quería y estimaba tanto como para conocerlo tan bien. La idea le levantó el ánimo al pequeñuelo y se incorporó de un salto. Tomó presuroso una vieja gabardina desteñida, agarró de la mesita de noche una lupa de juguete, se caló un sombrero de paño. Con esa indumentaria, que le confería un aire victoriano, salió de su habitación y se dirigió hacia la calle. El frío cortante de la mañana se había disipado gracias a la acción del sol, pero aún así, las calles estaban frescas y se debía andar muy abrigado.
El jovencito miró a un lado y a otro de la calle nevada, distinguió a sus compañeros que, sin reservas ni imposiciones, jugaban por doquier. El pequeño Sherlock salió pateando el suelo hacia la casa de Henry Stuart.
Sin embargo, al llegar a la casa de su mejor amigo y tocar el timbre, se llevaría una decepción. Cuando llamó a la puerta, una mujer alta y canosa le abrió; lo miró con recelo en sus vivaces ojos, y preguntó: “¿Quién anda, y qué puede desear?”
El niño se quedó estático y paralizado. Tartamudeando consiguió responder:
-Soy James Harrison, se-se-señora. ¿Está Henry?
La mujer lo miró con recelo unos instantes y luego se compadeció:
-OH, pequeñuelo, el joven Henry Stuart ha caído muy enfermo y esta mañana lo han llevado al hospital. Soy sólo el ama de llaves, ¿Quieres que les deje un recado a sus padres?
El joven Sherlock se quedó estático, paralizado, atontado al recibir aquella noticia. Con una expresión estupefacta y la boca entreabierta negó débilmente, antes de echarse a la carrera por lo que le quedaba de calle.
Su mente pensaba a toda velocidad. “Henry. Henry. Henry. ¿Le habrá pasado algo malo? ¿A qué hospital lo habrán llevado? ¿Se pondrá bien?” se detuvo en Fenchur Street y miró a ambos lados de la calle. El niño pensó que había muchos hospitales en Londres y, por tanto, cientos de posibilidades que elegir. Adónde habrían llevado a su amigo. Quizás al Barts, al Hospital General de Londres, a alguna consulta particular, a cuál…
Trató de serenarse. Se flexionó y puso las manos sobre las rodillas, respiró profundamente e intentó pensar.
“Piénsalo como si estuvieras tratando de deducir algo de las apariencias de las personas –se dijo-. ¿Qué harías tú en este caso?” el pequeño levantó la cabeza y se quedó mirando a la nada. Asintió levemente y reanudó su carrera.
“Lo más lógico —pensó—, sería que los padres de Henry optaran por un lugar cercano y de buena calidad. Tomando en cuenta que eran de familia modesta, no elegirían un lugar muy costoso para su bolsillo; pero tampoco lo llevarían a cualquier sitio… ¡El hospital de Cambridge!” Dobló a la derecha y comenzó una gran maratón que le hizo correr y correr, sin descanso y con los pulmones a punto de reventar. La larga capa negra y la gabardina marrón, que le conferían aire de personaje salido de una novela, y le granjeaban las miradas reprobatorias de los trabajadores de etiqueta que le veían pasar, ondeaban mientras él seguía corriendo. Atravesó callejones, calles, callejuelas, parques, jardines, casas y más calles. Se conocía Londres a la perfección y sabía bien a dónde tenía que ir. Atravesó Oxford Street, Quensintong Road, Regent Street, Hambruri Street, y muchas calles más. Estaba llegando al West End después de mucho rato corriendo y dobló a la izquierda en una calle lateral. Le quedaban varias manzanas aún para llegar al hospital Cambridge.
A todos lados y en todas las vitrinas, había adornos y decoraciones con motivos navideños. En las vidrieras y escaparates de las tiendas se veían brillar luces, sonar juguetes y exhibirse costosos obsequios de Navidad. Desde las Parroquias y catedrales llegaba el murmullo atenuado de algunos villancicos navideños. El joven James pensó que aquella época del año le traía mala suerte, mucha mala suerte.
De repente sus fuerzas fallaron, resbaló en un charco de agua congelada y cayó al piso lastimándose el brazo derecho. La capa y la gabardina se removieron a su alrededor a causa del viento, y el pobre niño quedó hecho un ovillo en el piso. Soltó una maldición y frotándose el brazo se levantó para echar a andar otra vez. Cojeando, y con la lupa de juguete bailando en su muñeca, salió disparado como una flecha.
No habría recorrido dos calles, cuando al doblar, le salió al paso un hombre anciano que iba distraído en sus cavilaciones. El niño intentó frenarse, pero no consiguió evitar el choque. El anciano se vio sorprendido ante aquello y vio cómo el niño caía al piso.
Ahora le dolía el brazo izquierdo. “No puedo tener mejor suerte”, dijo en voz baja. El jovencito trató de zafarse de su gabardina, pero sus intentos fueron en vano; por el contrario, sólo consiguió enredarse más. “Odio diciembre”, suspiró.
—No creo que se haya de odiar a un mes sólo por una caída —comentó el anciano como quien apreciara una obra de arte.
—No es sólo por la caída, señor —aclaró James—. Si fuera por las caídas que he tenido, creo que debería odiar todo el calendario, ¿no?
—Bien expresado—, acotó el viejo—; muy bien expresado.
James consiguió deshacerse de una de sus ropas e incorporarse. Luego de hacerlo, procedió a acomodarse mejor todas las vestimentas; al hacerlo, ante sus ojos apareció una imagen que hacía meses no veía. En frente de él estaba el viejo, pero ahora no era cualquier anciano, ahora era el señor Evans. El niño se sonrojó un poco por el estado en que se habían encontrado, pero el hombre le dedicó una sonrisa tranquilizadora. Ambos se estudiaban detenida y cuidadosamente, como si quisieran captar todos los detalles del otro.
Los ojos verde esmeralda recorrían al niño con expresión escrutadora.
Los ojos azules recorrían al viejo de arriba abajo.
Ambos se veían y estudiaban; el niño notaba los cabellos blancos del anciano, y el hombre miraba todos los rasgos del pilluelo.
—Encantado de volver a verte, Sher —saludó jovialmente el anciano, mientras estrechaba la mano del pequeño detective.
—Lo mismo digo yo, señor Evans —respondió el pequeño Sherlock.
El viejo lo miró más detenidamente y dijo:
—Has venido corriendo desde una distancia considerable, tienes frío, llevas una gran prisa, y noto un brillo de desesperación en tu mirada.
—Señor Evans —cortó el niño—, sé que puedo sonar descortés, pero no puedo quedarme a conversar mucho rato hoy. Vengo desde el orfanato, estoy yendo al hospital de Cambridge, Watson está allí, y sí, estoy calado hasta los huesos.
El hombre asintió con calma y tranquilizó al pequeño.
—Ya —dijo— toma algo de aire antes de continuar.
—… ¡debo ir al hospital! —exclamó con tono urgente.
—Y yo te ayudaré —sentenció Adan Evans. Dicho esto, se apartó un poco del niño y fue hasta una calle con adoquines. Llamó con una seña a un taxi que estaba detenido y abriendo la puerta gritó: “¡Al hospital de Cambridge!”. Luego se volvió hacia el niño y explicó: “Sé que tenías que ir allí, y me pareció lo más conveniente que fueras rápido, ¿no? Eso sí, espero que no te moleste mi compañía”.

Ambos se apearon del coche, y corrieron a toda velocidad para llegar hasta el hospital. Cuando entraron, vieron los adornos festivos de Navidad y se encaminaron a la recepcionista. Era una mujer joven, alta y muy atractiva, pero que tenía una expresión ácida y desagradable en el rostro.
—¿Puedo ayudaros en algo? —preguntó cansinamente la mujer.
—En efecto, puede ayudarnos —replicó muy cortante el señor Evans—; queremos ver a un paciente que está hospitalizado aquí.
—¿Sois parientes del enfermo?
—No —contestó con sinceridad James—, yo soy su amigo, y este caballero —explicó señalando al señor Evans— es otro amigo.
La joven los miró a ambos y luego movió la cabeza en gesto contrariado.
—Lo lamento, pero las visitas sólo están reservadas a parientes o a personas con autorización de los parientes —respondió la joven—. Si puedo ayudaros en algo más…
—Por lo menos, podría decirnos si un niño llamado Henry Stuart está internado aquí —pidió cortésmente el señor Evans.
—Lo lamento mucho —repitió la secretaria—, pero esa información no está disponible al público. ¿Algo más?
—¡Es mi mejor amigo! —protestó James—. Por favor, sólo le pido que me confirme su estado, sólo quiero saber cómo se encuentra.
La mujer suavizó su gesto y explicó comprensiva:
—Lo siento mucho, querido, pero yo no instauro las reglas del lugar. Son órdenes del protocolo, deben cumplirse para mantener la seguridad e integridad de los pacientes.
—Quizás le interese conocer mi nombre —terció el señor Evans—, tal vez le recuerde algo.
—No veo en qué podría recordarlo yo a usted —repuso la mujer con un tono de voz frío y áspero—. Que yo sepa, esta es la primera vez que nos encontramos.
—Mi nombre —continuó el señor Evans como si la mujer no hubiera dicho nada— es Adan Collin Evans, Detective Privado.
—Mire, tal vez eso en algún sitio signifique algo, pero aquí no. Así que, si tiene la amabilidad, le ruego que se retire.
—Quizás usted no lo sepa, ya que es demasiado joven; pero en mis años de ejercicio de la profesión, yo ayudé a resolver un caso muy importante aquí. creo que el dueño del hospital me tiene aún en alta estima, ¿podría hablar con él?
—¿Con quién? —titubeó la mujer.
—Con Lord Creswell —respondió con naturalidad el señor Evans—, es el dueño del hospital, ¿no? Seguro que él se sentirá encantado de volver a verme, y hará una leve modificación en el reglamento si se lo pidiera.
—No… no creo que sea necesario llamar a Lord Creswell ahora mismo, señor —se apresuró a decir la joven—. Creo que podríamos hacer algo para que puedan ver a su amigo; pero claro, esto debe quedar como un hecho aislado y nadie debe enterarse. ¿De acuerdo?
—¿Ni siquiera Lord Creswell? —apuntó el señor Evans.
—Tampoco creo que el señor Creswell deba enterarse de esto, seguro que él habría accedido a hacer lo mismo si usted se lo hubiera pedido. Esperad aquí mientras busco en el archivo.
La joven comenzó a revolver los papeles del escritorio, mientras los dos estrafalarios personajes recorrían el lugar con la mirada. Al decirle el nombre de “Lord Creswell”, la recepcionista había estado bastante solícita a los pedidos del señor Evans. Según James, allí había algo que no cuadraba del todo; porque ¿no era sospechoso? Es decir, ¿qué garantía tenía esa mujer de comprobar que el señor Evans tenía un verdadero contacto con el dueño del hospital? Podía ser todo una invención del anciano para conseguir que los dejaran entrar.
—Señor Evans —llamó James—, ¿es cierto que usted conoce a Lord Creswell?
—Sí, sí es cierto —contestó el señor Evans.
James meditó un rato más y luego dijo:
—Pero ¿por qué esa mujer se asustó tanto? Aunque usted hubiera dicho eso, ella no tenía la posibilidad de saber que usted conocía al dueño del hospital.
El viejo rió con elegancia.
—¡Un momento! —exclamó James—. ¡El hospital de Cambridge no tiene dueño! ¡Es propiedad del Estado!
El anciano volvió a reír y luego dijo:
—Serás un buen detective, James, oh, sí que lo serás. A ver, es un tema un poco nada apto para un jovencito de doce años, pero intentaré explicarlo. Es muy cierto, el hospital de Cambridge no tiene dueño, es propiedad del Estado. pero hay parte de verdad en lo que dije, ya que sí había intervenido en un caso, un caso muy cercano a esa mujer. Hace siete años, si mi memoria no me engaña, esa joven fue a buscar mi ayuda en la consultoría (fue uno de los últimos casos que atendí). Estaba implicada en un feo asunto y bueno… me había pedido confidencialidad. Hoy la reconocí, y como vi que “no me recordaba muy bien”, decidí demostrarle que sí recordaba su caso.
—¿Y el nombre…?
—En el nombre estaba el recordatorio, James, ese es el nombre del hombre que le estaba dando problemas, y así le demostré que no estoy senil y recuerdo su caso.
—Por eso ha tenido miedo de que usted develara todo lo que ella le confió —razonó el niño—. Es excelente.
—De hecho no, no es excelente. En principio esa persona ha actuado como una ingrata, ya que no ha ayudado cuando se lo hemos pedido; y en segundo lugar, no es bueno extorsionar así a la gente.
El niño asintió y se sumieron en un profundo silencio que fue interrumpido por la voz de la recepcionista, momentos más tarde.
—Señor Evans —llamó—, aquí tengo lo que usted me pidió.
Los dos personajes se acercaron al mostrador principal y vieron fijamente a la joven. El pequeño James tenía que dar algunos saltitos, de vez en cuando, para poder ver el rostro de la recepcionista. Después de unos tensos momentos de silencio, la mujer habló:
—El joven Henry Stuart se encuentra ingresado desde esta madrugada, al parecer tiene una neumonía muy fuerte.
—¿Se recuperará? —preguntó James impacientemente.
—Los médicos aún no han dicho nada —sentenció la joven—, y poco más puedo saber, pequeño. Tu amigo está en terapia intensiva, así que no lo podrán ver; pero cuando se estabilice, creo que lo trasladarán a una habitación común.
El pequeño Sherlock Holmes había empalidecido de repente, y algunas lágrimas comenzaban a aflorar de sus ojos. El señor Evans puso sus manos sobre los hombros del niño para reconfortarlo, pero no era suficiente. Su amigo, su único y mejor amigo, estaba grave y, peor aún, los médicos no habían dado ninguna declaración. ¿Terapia intensiva? James sabía lo suficiente de medicina como para saber que, si habían puesto a su amigo en una sala de terapia intensiva, la cosa estaba bastante fea. Al instante, y como si se tratara de una película, recordó todos los buenos momentos que había pasado con Henry.
—Señorita —urgió James—, ¿no sabe nada más?
La mujer hizo un gesto de pena y negó con la cabeza.
—Muchas gracias, miss Claithorne, muchas gracias— dijo el señor Evans. —Si hay algún resultado, por favor, no dude en comunicarse conmigo, creo que sigo teniendo la misma dirección de antaño.
—Así lo haré, señor Evans —replicó la muchacha—. Oh, y perdone las estupideces del principio.
La cara del niño se sorprendió, y al ver al anciano distinguió que una sonrisa le bailaba en el rostro.
—No hay problema, mi querida, quédese tranquila —contestó el anciano—. Feliz Navidad.
—Feliz Navidad—, repuso ella, y se enfrascó en otros papeles dando por zanjada la entrevista.
Ambos, niño y anciano, caminaban lentamente por las frías calles de Londres. Habían salido del hospital hacía un rato, y sólo se habían dedicado a vagabundear por la zona. James se hallaba callado, ofuscado, sin ganas de hablar con nadie. Estaba sumido en sus propios pensamientos, y no tenía conciencia del mundo a su alrededor. Por su parte, el señor Evans lo miraba detenidamente, como si quisiera estudiarlo.
Habían ido, sin percatarse de ello, al café en que ambos habían compartido un chocolate y una conversación. El señor Evans miró a James y preguntó: “¿Quieres entrar?”. El niño no respondió; por el contrario, se quedó taciturno y muy silencioso. El hombre volvió a probar y apuntó: “Hace mucho frío, nada mejor que un chocolate para aplacarlo. ¿No te parece?”. Pero los intentos del anciano fueron infructuosos, el niño seguía igual de ensimismado. Siguieron caminando sin hacer alusión al tema durante un rato más. Después de un rato, llegaron a la plaza en donde se habían conocido hacía seis meses. El señor Evans recordó aquella tarde, y contrastó el verde estival de aquella ocasión, con la blanca e invernal nieve que cubría todo. Los árboles estaban desnudos y cubiertos por una capa de azúcar helada, los arbustos estaban escarchados y con las ramitas muy débiles, los juegos estaban llenos de copos, se habían formado dunas de nieve.
—¿No te parece hermoso?— preguntó el señor Evans.
El niño no contestó. El anciano sabía que el pobre James se sentía muy mal, y conocía las causas; pero no quería dejar de hablar con él, tenían que hablar para que el niño supiera que había algo más. El hombre volvió a intentarlo: “¿Sher? ¿No quieres hablar?”. El niño dejó de caminar y se volvió al anciano, lo miró con tristeza y dijo:
—Señor Evans, no tengo ganas de hablar.
El viejo comprendió al niño; recordó una lejana situación de su pasado, y sólo se limitó a seguir caminando.
Habían estado andando mucho rato, tanto, que no se habían percatado de la hora que era. Sólo habían caminado, sumidos en el más profundo silencio, tan sólo eso. Ya estaba oscureciendo, cuando el pequeño James se detuvo. Habían llegado a una construcción abandonada y medio derruida, una casa bastante maltrecha. Finalmente, el niño habló:
—Este era mi hogar —comenzó, el anciano sólo seguía en silencio, escuchando atentamente al niño—. ¿Recuerda que esta mañana le dije que diciembre era el peor mes? —El anciano asintió—. Para mi es el peor mes porque perdí a mis padres en Nochebuena, porque me trae mala suerte, y porque nada sale bien en este mes.
Las últimas palabras las había dicho en un tono bastante fuerte que no dejaba lugar a confusión, el niño estaba fúrico y triste. Era esa tristeza, combinada con la furia, lo que le había hecho soltar algunas lágrimas. Mas, el anciano no hizo nada; él sabía que lo mejor era que desahogara todo.
—Y ahora lo de Henry —continuó James—. Él es mi único amigo y está internado, no conozco su estado y está en terapia intensiva. ¡El mejor mes del año! —gritó socarronamente.
—James, te entiendo, nadie más que yo te entiende. ¿Sabes? Hace algunos años, perdí a mi única amiga en Nochebuena, y la extraño.
El niño lo miró incrédulo.
—¿Está seguro de que no es una historia para hacerme sentir mejor?
—Sé que puedes estar desconfiando mucho, pero no, no es una historia inventada. Mi querida Catherine se fue hace tres años, y he estado muy sólo en ese tiempo; ella fue mi compañera durante mi época de detective.
—Entonces… ¿cómo puede estar feliz en esta época? No tiene sentido, ningún sentido.
—¿Y tú, porqué no estás feliz?
Los ojos del niño se abrieron como platos.
—¿Qué? ¿Que por qué no estoy feliz? ¡Como para estarlo! ¿Acaso no escuchó todo lo que dije? ¡Navidad es la peor época del año! Me trae malos recuerdos, me trae mala suerte, no me gusta para nada. ¡Cómo voy a celebrar con los demás!
—James —dijo la voz del señor Evans, esta vez más ronca y estricta—, estás olvidando algo fundamental.
—¿Qué?
—La luz del mundo, ¿lo recuerdas?
—¿Y qué tiene que ver todo eso?
—Mucho, James, mucho. Estamos a veintitrés de diciembre, ¿verdad? Bueno, faltan pocas horas para que comience la víspera de Navidad, eso quiere decir que pronto ocurrirá algo magnífico.
—No veo qué.
—James, Navidad no es sólo comer, disfrutar con amigos y familia, o recibir obsequios costosos, no, es mucho más que eso. Navidad es una época especial, no por toda la celebración que implica, sino, más bien, por el gran evento que implica. Piensa que el Espíritu de la Navidad, por así decirle, invade cada uno de nuestros corazones y nos llena de alegría y paz.
—¿El “Espíritu de Navidad”?
—El Espíritu de Navidad —confirmó el anciano—. Y te puedo asegurar que el Espíritu de la Navidad no está en las casas más ricas y felices, sino en los más necesitados y pobres. Está en los huérfanos, en los niños, en los enfermos, en los que están solos. Cada veinticinco de diciembre, el Espíritu de la Navidad nace en cada uno de nuestros corazones. Nos da esperanza, aliento y ánimo, nos hace saber que no estamos solos.
—¿Pero y la gente que ha perdido todo?
—Allí está el Espíritu para reconfortarla. James, el Espíritu de Navidad nace en cada uno de nuestros corazones, despertando una llama de esperanza, una luz. Esa luz puede ser grande o pequeña, pero lo importante es que alumbrará el camino de ese corazón. El Espíritu despierta en nuestro corazón sentimientos de gratuidad, solidaridad, compañerismo, amor, amistad, caridad y más amor. Por eso, aunque todos crean que están solos, aunque todos crean que todo está mal, la verdad es que no están solos, la verdad es que no está todo mal. ¡El Espíritu de la Navidad ha nacido! ¡Y ha elegido cada uno de nuestros corazones para hacerlo! Ese es el mejor obsequio que se puede hacer a alguien.
—¿Por eso usted está feliz a pesar de todo? —inquirió James.
—Exacto! ¿Qué crees que es el Espíritu?
El niño lo miró con un gesto de curiosidad, pero el anciano sólo se limitó a mirar hacia el cielo estrellado. James también levantó su mirada, y sintió un profundo sobresalto al ver el cielo tan estrellado.
—La inmensa bóveda de estrellas—, comentó el anciano. —¿Entiendes, James? El Espíritu de Navidad es ese Espíritu, que nos recuerda que hay alguien que nos ama y jamás nos dejará solos.
Ambos se quedaron en silencio. El niño meditaba las palabras que había dicho el anciano, y a medida que las repasaba en su mente, las introducía a su corazón. Fue entonces cuando comprendió todo lo que el señor Evans le había dicho, fue entonces cuando entendió todo. Por su parte, el anciano veía sonriente las estrellas, buscando su propia estrella.
—Hay más motivos para estar feliz que para llorar —indicó el señor Evans—, mira allí —le dijo al niño, y señaló un punto en el cielo con su índice.
James levantó la vista y lo que vio lo llenó de sobrecogimiento. En el cielo nocturno, como una saeta brillante, caía una refulgente estrella fugaz.
—¿James, crees que existen los milagros de Navidad?
—No— contestó el niño.
—Entonces… cree, cree con todas tus fuerzas.
El pequeño Sherlock miró la estrella, y pidió con todas sus fuerzas, a la estrella, al Espíritu de la Navidad, a la inmensa bóveda estrellada. Pidió fervorosamente, pero nada sobresaliente ocurrió. De pronto, una brisa helada recorrió todas las calles y ambos personajes se estremecieron.
—Será mejor que volvamos a casa, James. —Por lo visto, el señor Evans no notaba la mueca de desilusión del pequeño—. Creo que una hermana del convento de Santa Eduviges estará muy preocupada por ti, y, además, ya comienza a refrescar mucho.
Ambos echaron a andar, volviendo lo ya caminado. En medio del viaje por toda Londres, el niño preguntó: “¿Señor?”.
—Si, James.
—Entonces… por eso la recepcionista se disculpó, ¿no? Quiero decir, eso fue por el Espíritu de la Navidad. Pero… entonces… ¿por qué se mostró tan mala al principio?
—Porque el Espíritu nace en el corazón, y mucha gente olvida escuchar su corazón de vez en cuando. Miss Claithorne se portó así porque no estaba atenta al Espíritu, pero luego, cuando hizo silencio, pudo oír mejor a su corazón, y por eso se imbuyó de ese Espíritu Navideño. Buena observación.
—¿Y Henry?
—Ya te lo he dicho, debes creer en los milagros de Navidad.
Permanecieron callados nuevamente, y el final del trayecto lo hicieron en silencio. Cuando James llegó acompañado por el señor Evans al orfanato, Sor Sandrín casi había desfallecido de la emoción. Después de que el señor Evans le explicara qué habían estado haciendo, y le hubiera tranquilizado con respecto al estado del niño en todo ese tiempo, se despidió muy cortésmente de las hermanas. Las hermanas del convento de Santa Eduviges aún recordaban la antigua ayuda que Adan Evans, el detective, había prestado en uno de sus primeros trabajos. Después de un: “Aquí será siempre bien recibido”, por parte de Sor Sandrín, el anciano se despidió. Cuando estaba en el umbral de la puerta, volvió sobre sus talones y buscó con la mirada al pequeño James, guiñó un ojo y sonrió con complicidad. El niño le devolvió la sonrisa, y vio como se marchaba aquel extraño hombre.
Las campanadas de la Iglesia sonaron, dando a entender que ya era Nochebuena. El anciano estaba en la ventana de su hogar, mirando las bellas estrellas del cielo nocturno, y con las orejas un poco rojas por el intenso frío. De la lejanía, traída por la helada brisa que corría, el anciano sintió un aroma a jazmín. Sonrió con felicidad y volvió a mirar las estrellas, de entre ellas, distinguió una que brillaba con un resplandor distinto, diferente. Sintió una profunda calidez en lo más hondo de su ser, y volvió a sonreír. “Feliz Navidad —dijo—. Feliz Navidad”.
El pequeño James dormía plácidamente en su cama, cubierto hasta la nariz. De repente, y sin que nadie se percatara, una ventana se abrió y una brisa recorrió todo el cuarto. Revolvió los cabellos del pequeño niño, pero James no lo notó. Se arropó más entre sus mantas, y dio un suspiro de alegría. Nuevamente los cabellos del niño se agitaron, como si alguien los estuviera revolviendo con cariño.
El día de Navidad, James despertó con una extraña sensación en su alrededor. Seguía creyendo, la noche anterior, que aquel día estaría solo y triste, como casi todas sus Navidades. Pero no era así; aquella mañana se había levantado de gran humor, a pesar de que no había dormido mucho. Saltó de la cama, y sólo con un batín y unas pantuflas, corrió hasta el salón central del orfanato, donde tenían el enorme árbol de Navidad.
Cuando entró, notó que había muchos internos buscando sus regalos. Sor Sandrín se acercó a James y le dijo jovialmente: “¡Feliz Navidad!”. James le devolvió el saludo con alegría y se abalanzó a los brazos de la monja, agradeciendo tantos años de amor y paciencia. Luego se separó y vio, con gran asombro, que la hermana se estaba enjugando las lágrimas.
—Anda —le dijo—, anda y ve a abrir tu regalo.
El niño corrió con una sonrisa en el rostro, y buscó su regalo debajo del inmenso árbol. Divisó un paquete, envuelto en papel de color verde, que tenía una tarjeta con su nombre escrito; lo tomó con sus manos, y lo abrió. El regalo era un suéter de lana que, a primera vista, parecía muy cálido y cómodo. El niño se lo enfundó sobre el pijama, y notó que le quedaba a la perfección. Tardó un poco en darse cuenta de que, sobre el corazón del suéter, había unas palabras bordadas: “James Harrison. Detective privado”.
Siguió mirando los regalos de los demás niños, y veía, a cada nuevo papel rasgado, una cara sonriente y llena de felicidad, un grito de sorpresa, o unos saltos de júbilo. Ya quedaban pocos regalos por abrir, pero uno le llamó la atención. Era un paquete rectangular, bastante duro, y envuelto con rojo y amarillo. Leyó la tarjeta, y un vuelco le dio el corazón. La tarjeta tenía dos palabras escritas con letra muy elegante y estilizada: “Sherlock Holmes”. Eso sí era insólito, ya que, habitualmente, los internos sólo recibían un regalo. Supuso que habría sido una confusión, así que fue a mostrarle el paquete a Sor Sandrín. Ella lo tomó muy extrañada, y le dijo que no tenía la más remota idea de quien podía ser.
—Una cosa sí es segura —dijo—, y es que tú eres el único con ese apodo en este orfanato.
James volvió a tomar el paquete entre sus manos, y, muy emocionado, subió las escaleras hasta su dormitorio. Tuvo la suerte de que nadie más se hallara allí, y pudo sentarse en la cama para abrir el obsequio. Cuando destrozó (literalmente) el papel, un montón de objetos cayeron del envoltorio. El primero, y el que a James le llamó más la atención, fue una barrita de chocolate; luego una paquete envuelto en papel madera; una carta que parecía oficial, y una carta más pequeña y casi doméstica. Pensó que lo más sensato sería ver la carta domiciliaria, quizá indicara a quién iba dirigido el obsequio. La tomó con delicadeza, y la abrió. Notó el mismo tipo de letra que había escrito la tarjeta, y se sorprendió al encontrar algunas pocas frases:
«Querido Sher:
»Perdona, jamás me acostumbraré a decirte “James”, pero no es eso para lo que te escribo. ¡Feliz Navidad!
»Creo que el chocolate te agradará, es uno de los mejores de Perefort. Y creo, además, que la otra carta te alegrará mucho.
»Ya para finalizar, creo que el paquete te será útil en estas épocas, y creo que no sólo te gustará a ti.
»Con mis mejores deseos:
»Adan C. Evans».
James abrió la otra carta apresuradamente, y la leyó con velocidad. Esta, si bien era un poco más larga, sólo tenía una cosa que a James le importaba de verdad.
«Estimado señor Evans:
»Ayer me ha pedido que le comunicara inmediatamente sobre cualquier novedad en el estado de salud de Henry Stuart, y recién ahora tenemos más información. Creo que le alegrará saber que el niño se encuentra mucho mejor, ya se ha trasladado a una sala común, pero tendrá que quedarse en el hospital. También ha de saber que el paciente ya puede recibir visitas. Los médicos dicen que se recuperará favorablemente, y él se encuentra muy animado y bastante activo.
»Nuevamente, pido mil disculpas por el pésimo comportamiento que tuve ayer para con usted y su acompañante. Espero sinceramente que pueda disculparme.
»atte.: Miss Claithorne».
James había quedado con la boca abierta, estupefacto y alegre, ante aquella noticia. Desenvolvió rápidamente el chocolate, y se lo llevó a la boca antes de que se desmayara. Tomó el último paquete entre sus manos y lo abrió de forma apresurada; ante sus ojos apareció una portada que rezaba: “Un estudio en Escarlata. Arthur Conan Doyle”. Debajo del título, había una imagen representativa de Sherlock Holmes acompañado por Watson. “A Henry le encantará —pensó”. Fue entonces cuando comprendió qué era lo que le quería decir el señor Evans cuando decía que les gustaría a ambos. se refería a que Henry y él podrían leerlo mientras el primero estuviera internado.
Sin poder contenerse más, saltó de la cama, se puso su abrigo y su viejo gabán, bajó las escaleras y comenzó a gritar: “¡Henry está bien! ¡Se pondrá bien!”. Era tal el alboroto, que había conseguido que medio instituto se fijara en él.
—¡James!— gritó Sor Sandrín. —¡A dónde crees que vas!
—Iré a ver a Henry. ¡Está bien! ¡Se puso bien! —respondió el niño con aire emocionado.
—¡Cuídate y vuelve pronto! —le recordó Sor Sandrín, con la sensación de que no la había escuchado (otra vez).
James corría por la calle de su orfanato, pero ahora lo hacía con alegría. ¿Quién lo diría? Hacía sólo unos días, el pobre niño había hecho el mismo recorrido con una creciente sensación de amargura en su pecho; ahora, lo hacía sólo con felicidad.
El niño corría por las calles de Londres que, a esas horas, estaban casi desiertas. Su pequeña figura se difuminaba con el gris de los edificios y, poco a poco, se iba perdiendo en la inmensidad de la ciudad.
A lo lejos, se oía el apagado canto de un villancico navideño; a lo lejos, se oía una apagada campanada; A lo lejos, en lo alto del cielo, y aunque nadie la viera, brillaba una estrella.

Sir Nícolas Vásquez de Aragón.





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